Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán


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sin caer del caballo merced a un milagro de equilibrio y a la costumbre de andar así, pero lo cierto es que dormía. Dormía también el mayoral; sólo que ese ya roncaba cínicamente, espatarrado en el pescante, con la bota casi desangrada bajo el sobaco, el mango de la tralla escurriéndosele de la mano, los carrillos echando lumbre y colgándole de los labios un hilo de baba vinosa. Y dormitarían los caballos del tiro, si se lo permitiesen los encarnizados y fieros tábanos y las pelmas de las moscas, infatigables en lancetarles la piel. Los infelices jacos se estremecían, coceaban, sacudían las orejas con frenesí, se mosqueaban con el rabo, y solían arrancar al trote, creyendo huir de la tortura.

      —Bueno va —pensó en alto el médico, riéndose sin pizca de compasión—. El tiro campa por su respeto. ¡Y apenas va cargado el coche! No entiendo cómo no vuelca todos los días.

      En efecto, desde lejos era el aspecto de la diligencia sumamente alarmante. La base de la caja parecía angostísima en relación con la cúspide, que la formaba una inmensa vaca o imperial agobiada con cuádruple peso del que razonablemente admitía. Por todas partes emergían de la polvorienta cubierta enormes baúles, cajones descomunales, fardos de colchones, grupos de sillas, pues la mujer del empleado trasladaba su ajuar enterito. Del cupé, que también iba atestado de gente, sobresalían cestos con gabinas, y más líos, y más rebujos, y más maletas, y otra tanda de cajones. No se comprendía, al ver la penosa oscilación de la desproporcionada cabeza del carruaje sobre las endebles ruedas, que ya no se hubiese roto un eje, o que la mole no se rindiese a su propia pesadumbre. Algo que entrevió Juncal al través de los cristales de la berlina, completó su malicioso regocijo.

      —Y para más, ¡dentro va el Arcipreste de Loiro! Diez o doce arrobas de suplemento. Lo que es hoy…

      Al pensar esto el médico, llegaba el tiro a la revuelta de un puentecillo tendido sobre un riachuelo de mezquino caudal —el mismo que corriendo entre mimbrales y alisos regaba la pradería—. Era la revuelta asaz rápida; el tiro, entregado a su propio impulso, la tomó muy en corto. Juncal se incorporó, soltando un terno. No tuvo tiempo a más, porque en un santiamén, sin saberse cómo, toda la balumba de coche y caballos se revolvió, se enredó, se hizo un ovillo, y al sentir el peso del carruaje, que se inclinaba con crujido espantoso, encrespáronse los caballos, relinchando de ira y susto, irguiose la lanza por cima del pretil del puente, y el macho delantero, con el zagal encima, y tras él un caballo de cortas, salieron despedidos con ímpetu, haciendo ¡plaf! en mitad del riachuelo, lo mismo que ranas. Avínole bien a la diligencia, que la misma fuerza del empuje rompió cuerdas y tirantes, impidiéndole precipitarse con el resto del tiro desde una altura no extraordinaria, pero suficiente para hacerla añicos. Su peso descomunal la sujetó, volcada al borde del puente y recostada en él.

      Dicen personas expertas en esta clase de lances, que ni los testigos oculares, ni las víctimas, son capaces de referir puntualmente las peripecias que se suceden en un abrir y cerrar de ojos, ni menos recordar de qué manera, guiado por el instinto de conservación, se pone en salvo cada quisque.

      Yacía tumbado el coche; el mayoral había despertado rodando del pescante al suelo y abriéndose la cabeza, y sin duda por la descalabradura se le refrescó y disipó la mona, pues ágil ya y despabilado, se emperraba en aquietar y desenredar el tiro, metiéndose entre las bestias con intrepidez salvaje, lidiando cuerpo a cuerpo, a coces y puñadas, con mulas y machos, sin diferenciarse de ellos más que en las espantosas blasfemias que escupía. En ventanillas y portezuelas fueron asomando cabezas, brazos, hombros, hasta pies, pugnando por romper su cautiverio. Surgieron dos estudiantes, tiraron por la moza, y la sacaron arrastro; y como se empeñase en recoger sus quesos, vociferaron y la desviaron a empellones. La empleada salió pálida como la cera, apretando silenciosamente al niño que lloraba sin consuelo; luego el notario, echando venablos; y por la portezuela de la berlina, poco menos amarillo que la empleada, saltó Trampeta con una mano sangrando de la cortadura de un cristal. Los del cupé, gente aldeana, descendían aturdidos de sorpresa. En el mismo instante llegaba Juncal, a todo correr, al pie de la diligencia volcada.

      —¿Qué es eso, hombre?, ¿qué es eso? —preguntó Trampeta.

      —Ya lo ve, Máximo… Hoy nacimos todos… —respondió el cacique sin poder hablar del susto—. Míreme aquí, hom, si tengo cortada la vena…

      —Qué vena ni qué caracoles… Acudir a los que quedan dentro, hombre… ¿Queda alguien? A ver…

      Con ayuda de los estudiantes, tenía ya el mayoral casi apaciguado el tiro, y sólo le faltaba reducir a una mula que, habiéndose cogido la cabeza entre dos correas, a fuerza de patear se empeñaba en ahorcarse. El médico miró hacia el fondo de la berlina. Salía de allí un ahogado y entrecortado ronquido, tan hondo como el registro más grave de un órgano; y el médico vio a un viajero de buenas trazas metido en la ardua faena de mover la masa gigante del señor Arcipreste, y empujarla hacia la portezuela. Momentos antes Máximo Juncal se sentía animado de los más siniestros propósitos contra la Iglesia en general y el clero diocesano en particular; pero la vista del lastimoso cuadro le ablandó las entrañas, que más que dañadas tenía curtidas por la hiel de un temperamento bilioso, y sin hacer caso de la herida de Trampeta, que este liaba con el pañuelo, acudió en auxilio del viajero enguantado, a quien veía de espaldas, llamando al notario para refuerzo.

      —Empújelo usted hacia acá… Yo tiraré por la pierna… ¡Eh!, señor escriba, aguante usted aquí… coja este pie… así… quietos… ya pasó un muslo… ¡Arráncate nabo! ¡Ey… que me hundo, que me hundo! ¡Apuntáleme, escriba de los demonios!

      Salió en vilo, sostenida por los puños de Juncal y los fuertes brazos del notario, la mole del desventurado Arcipreste, que dormido durante la catástrofe, no comprendía lo que pasaba, y se veía con sus compañeros de viaje encima, y una astilla de la destrozada caja hincándosele en un costado. Tal fue su estupor, que se le cortó el habla, y sólo exhalaba sordos ronquidos de agonía. Apareció hecho una lástima, con el rostro amoratado y congestionado, en desorden los venerables cabellos blancos, la cabeza y manos no ya temblonas, sino perláticas, y el balandrán roto. Juncal torció el gesto, y falló para sí:

      —A sus años, esto echa a un hombre a la sepultura.

      El caritativo viajero salió a su vez; tiempo era ya. De la brega tenía destrozados los guantes y descompuesto el traje; con los esfuerzos, se le había coloreado la tez y animado el rostro, quitándole, como suele decirse, diez años de encima, o mejor dicho revelando su verdadera edad, más alrededor de los treinta y pico que de los cuarenta. Aproximósele Juncal muy solícito, y al fijar los ojos en él, se echó atrás admirado.

      —Usted dispense… —pronunció—. ¡Soy capaz de aventurar algo bueno a que es usted de la familia de la difunta señora de Ulloa, doña Marcelina Pardo!

      El viajero se sorprendió también.

      —Su hermano para servir a usted —contestó—. ¿Tanto me parezco?

      —Facción por facción, no señor: pero el aire, es una cosa, como dicen aquí, escupida… Conque es usted…

      —Gabriel Pardo de la Lage, para lo que usted guste mandar. No cree usted que ahora convendría…

      —Lo que conviene es que todos los pasajeros se vengan a Cebre, y allí se curarán los heridos, y los asustados tomarán un trago y un bocado para tranquilizarse… Al mayoral y al zagal les mandaremos gente que ayude a enderezar el coche, y a llevar los caballos a la cuadra, que falta les hace también. A bien que en Cebre ya de todas las maneras tenían que mudar tiro… Hay herrero que empalme la lanza rota, y carpintero que eche un remiendo a la caja… El coche no ha sufrido grandes desperfectos… Fue más el ruido que las nueces… El que tenga que curar algo, a mi casa enseguidita… ¿Usted ha salido ileso, señor de Pardo?

      —Noto un dolor en este codo… Alguna rozadura.

      —Veremos… Usted no se va a la posada, que se viene a mi choza… Espero en Dios que podrá usted seguir el viaje.

      —Mi propósito era bajarme en Cebre. Y en efecto me he bajado, sólo más aprisa de lo que pensé.

      Sonriose al decir


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