Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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como usted en ese punto…

      —Pensar, tal vez, pero no quieren confesarlo; hasta los hay que persiguen de muerte a los algebristas. Los más encarnizados aún no son los médicos, sino los veterinarios, —porque los atadores curan indistintamente a hombres y animales, no reconociendo esta división artificial creada por nuestro orgullo. ¿Eh?

      El médico miró a don Gabriel como reclamando su aquiescencia a este rasgo de osadía científica. Don Gabriel sonrió. Se había terminado la cura, y bajaba la manga para vestirse otra vez.

      —Y decir —murmuraba el médico ayudándole a pasar un brazo por una manga— que se ha llevado usted ese barquinazo por meterse a redentor de un hipopótamo de cura… , ¡de un parroquidermo! Suerte tuvo en dar con usted. Yo lo dejo allí en escabeche para toda su vida.

      Esto lo insinuaba Juncal con la secreta esperanza de provocar al viajero a espontanearse en política, para saber cómo pensaba y tener el gusto de discutir; pero se llevó chasco, pues don Gabriel no se dio por aludido, contentándose con hacer un leve ademán, que podía significar: —Usted y cualquiera persona regular obraría como yo.

      —Ahora —ordenó Máximo— procure usted no hacer con ese brazo movimiento alguno, pues estas lesiones las cura la paciencia. Quietud y más quietud.

      —¡Qué diablura! —exclamó don Gabriel incorporándose—. El caso es que para montar a caballo, tendré sin remedio que usar de él… Porque es el izquierdo.

      —¡Bah! Las caballerías de aquí, lo mismo se rigen con la derecha que con la zurda. Mejor dicho, con ninguna de las dos. Ellas hacen lo que les da la real gana, y salen disparadas así que ven una hembra, y muerden, y bailan el walse, y otros excesos… ¿A dónde quería usted ir? Si no es indiscreción.

      —De ninguna manera. Tengo que ir a la rectoral de Ulloa, y después a los Pazos, a casa de… mi cuñado.

      En el rostro del médico se pintó un segundo la irresolución, el temor de sobrar o faltar que tanto acucia a los que llevan mucho tiempo de vida campestre, sin trato que pueda llamarse social. Al fin se determinó, y dijo con cordialidad suma:

      —Don Gabriel, no me creerá tal vez, pero desde que le vi me ha inspirado simpatía… vamos, yo soy así; soy muy raro; hay gentes que no me llenan nunca, y usted me llenó incontinenti… Estoy con usted ya como si le hubiese tratado toda la vida… No le pondero… Soy franco, y lo que ofrezco lo ofrezco de corazón… Hoy es muy tarde ya para ir a donde usted quiera; ni tampoco conviene que mueva el brazo, al menos en las primeras veinticuatro horas. Ya que está en mi pobre choza, tenga la dignación de quedarse en ella. Sábanas lavadas y cena limpia no le han de faltar. Mañana por la fresca, después que descanse, le doy mi yegüecita, que la gobernará con la punta de un dedo, cojo otra hacanea, y le acompaño hasta la rectoral de Ulloa… ¡o hasta el cabo del mundo, si se precisa!

      No era don Gabriel hombre capaz de contestar con mil y tantos cumplimientos a una improvisación semejante. Tomó la diestra del médico, la apretó, y dijo con sencillez afectuosa:

      —Aquí me quedo, amigo Juncal… Y crea usted que doy por bien empleado el percance.

      Sintió Juncal que se ponía colorado de placer… Para disimular la emoción, echó a correr hacia la puerta, gritando:

      —¡Catalina!… ¡Catalina!… ¡Esposa!… ¡Catalina!

      Presentose la lozana panadera, de mandil blanco lo mismo que en sus buenos tiempos, con el pelo alborotado y una sonrisa complaciente en su bermeja y apetecible boca.

      —Prepararás la cama en el cuarto del armario grande… Don Gabriel nos hace el favor de se quedar esta noche.

      La sonrisa del ama de casa fue al oírlo más alegre todavía; sus ojos chispearon, y pronunció con el acento gutural y cantarín de las muchachas de Cebre:

      —De hoy en un año vuelva a quedarse, señor, y que sea con salú.

      —Tray un pañuelo de seda, mujer… —murmuró su esposo—. Hay que hacerle un sostén para el brazo malo.

      Con prontitud y no sin gracia se quitó Catuxa el que llevaba a la garganta, que era carmesí con lista negra, y ella misma lo ató al cuello del forastero, diciendo mimosamente, con suavidad del todo galiciana:

      —¿Queda así a gustiño, señor?

      Don Gabriel agradeció sonriendo. El diminutivo, el calor de la seda que había estado en contacto con la piel de la arrogante moza, le produjeron el efecto de una caricia del país natal, a donde volvía por vez primera después de una ausencia muy prolongada.

       Capítulo 8

      El cuarto que dio Juncal a su huésped era en la planta baja, cerca del comedor, y tenía puertecilla de salida a una especie de patio o corral, donde por el día escarbaba media docena de gallinas a la sombra de un emparrado. Don Gabriel, al retirarse después de una cena no menos regalada que la comida, sintió deseo de respirar el aire fresco de la noche; apagó la vela, y alzando el pestillo se encontró en el corral. Sentose en el banco de piedra entoldado por la parra, y encendiendo un papelito y recostándose en la pared, tibia aún del sol de todo el día, empezó a mirar a la oscuridad. La cual era completa, intensísima, sin que la disipase estrella alguna; una de esas noches como boca de lobo, en que le parece a uno más infinito el espacio, más alto e inaccesible el cielo, y la tierra menos real, pues al perder sus apariencias sensibles, sus variadísimas formas y colores, diríase que se funde y desvanece, sin que en ella quede existente más que nuestra imaginación soñadora.

      En aquellas remotas y negras profundidades nada vio al pronto don Gabriel, pero al poco rato, fuese merced a los generosos espíritus del añejo ron de Juncal, o a que era para don Gabriel uno de esos momentos en que hace crisis la vida del hombre, y este se da cuenta exacta de que entra en un camino nuevo y el porvenir va a ser muy diferente del pasado, comenzó a alzarse del oscuro telón de fondo una especie de niebla mental, una nube confusa, blanquecina primero, rojiza después, y en ella se delinearon y perfilaron cada vez con mayor claridad escenas de su existencia.

       Primero se vio niño, en un gran caserón de un pueblo triste, pero no en brazos de su madre, pues no recordaba haberla conocido jamás, sino en los de otra niña casi tan chica como él. Aquella niña era pálida; tenía los ojos grandes y negros, y algo bizcos; solía estar malucha; pero, sana o enferma, no se apartaba una línea de él. Acordábase de que le llamaba mamita, y la hacía rabiar y desquerer con sus travesuras. Un recuerdo sobre todo estaba fijo en su mente. Además de la niña pálida, vivían en el caserón otras niñas sonrosadas, enredadoras y alegres, que le trataban con menos blandura, y aun le cascaban las liendres con el menor pretexto. Un día —podría tener entonces Gabriel cinco años—, se le había ocurrido entrar en el cuarto de la mayor de sus hermanas, Rita, la cual poseía un canario domesticado que cantaba a maravilla y a quien llamaban el músico. Gabriel se moría por el canario, y soñaba siempre con imitar a Rita: sacarlo de la jaula, montarlo en el dedo, darle azúcar, y que se pusiese a redoblar y trinar allí. ¡Era tan gracioso cuando meneaba la cabecita a derecha e izquierda, cuando se sacudía erizando las plumas de oro! Para lograr su deseo, aprovechaba la ocasión de un domingo por la mañana: todo el mundo estaba en misa: momento decisivo y supremo. Escurríase al cuarto de su hermana, y divisaba la jaulita de alambre azul balanceándose ante la vidriera, con su hoja de lechuga entre los hierros, y el pájaro que saltaba de la varilla central, descendía al comedero a triturar un grano de alpiste, y vuelta a la varilla. Contempló ansiosamente el lindo avechucho. ¿Cómo llegarle? Ocurriósele una idea luminosa. Poner una silla sobre la cómoda de su hermana. Mi dicho, mi hecho. Colocarla más o menos trabajosamente, trepar, encaramarse, echar mano al garfio que sujetaba la jaula, todo se hizo en un verbo. Sólo que la silla, mal afianzada, no conservó el equilibrio al inclinarse Gabriel, y ¡oh dolor!, cuando ya tenía en sus manos el deseado músico, ¡pataplín!, se fue de cabeza al suelo, jaula en mano, desde una regular altura. Recibió el golpe en la frente, y quedose breves momentos aturdido. Al recobrar los espíritus se encontró con que tenía asida la jaula por la argolla… La jaula


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