Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
otra vez más contento que un cuco, y a corretear con su…
Juncal dudó y vaciló al llegar aquí. Por vez primera acaso, se le vino a las mientes una idea muy rara, de esas que hacen signarse aun a los menos devotos murmurando —¡Ave María!— de esas que no se ocurren en mil años, y una circunstancia fortuita sugiere en un segundo…
Cruzáronse sus miradas con las de don Gabriel, que le parecieron reflejo de su propio pensamiento, reflejo tan exacto como el del cielo en el río; y entonces el artillero, sin reprimir una angustia que revelaba el empañado timbre de la voz, terminó el período:
—Con su hermana.
Calló Juncal. Lo que ambos cavilaban no era para dicho en alto.
Reinó un silencio abrumador, cargado de electricidad. Estaban en sitio desde el cual se divisaba ya perfectamente la mole cuadrangular de los Pazos de Ulloa, y el sendero escarpado que a ellos conducía. Juncal dio una sofrenada a su mula.
—Yo no paso de aquí, don Gabriel… Si llego hasta la puerta, extrañarán más que no entre… y la verdad, como está uno así… político… no me da la gana de que piensen que aproveché la ocasión para meter las narices en casa de su señor cuñado. Mañana vendrá el criado mío a recoger la yegua…
Gabriel tendió la mano sana buscando la del médico.
—Me tendrá usted en Cebre cuando menos lo piense, a charlar, amigo Juncal… A usted y a su señora les debo un recibimiento y una hospitalidad de esas… que no se olvidan.
—Por Dios, don Gabriel… No avergüence a los pobres… Dispensar las faltas que hubiese. La buena voluntad no escaseaba: pero usted pasaría mil incomodidades, señor.
—Le digo a usted que no la olvidaré…
Y el rostro del artillero expresó gratitud afectuosa.
—¡Cuidar el brazo, no hacer nada con él! —gritaba Juncal desde lejos, volviéndose y apoyando la palma sobre el anca de la mula. Y diez minutos después aún repetía para sí:— ¡Qué simpático… qué persona tan decente!… ¡Qué instruido… qué modos finos!…
El médico, después de volver grupas, apuró lo posible a la mulita con ánimo de llegar pronto a su casa. Iba pesaroso y cabizbajo, porque ahora le venía el trasacuerdo de que no había preguntado al comandante Pardo sus opiniones políticas y su dictamen acerca del porvenir de la regencia y posible advenimiento de la república.
—¿Cómo pensará este señor? —discurría Juncal, mientras el trote de la mula le zarandeaba los intestinos—. ¿Qué será? ¿Liberal o carcunda? Vamos, carcunda es imposible… Tan simpático… ¡qué había de ser carcunda! Pues sea lo que quiera… debe de estar en lo cierto.
Capítulo 12
Por delante de los Pazos cruzaba un mozallón conduciendo una pareja de bueyes sueltos, picándoles con la aguijada a fin de que anduviesen más aprisa. Gabriel le preguntó, para orientarse, pues ignoraba a cuál de las puertas del vasto edificio tenía que llamar. Ofreciose el mozo a guiarle adonde estuviese el marqués de Ulloa, que no sería en casa, sino en la era, viendo recoger la cosecha del centeno. Arrendando el artillero su dócil montura, echó detrás del mozo y de los bueyes.
Dieron vuelta casi completa a la cerca de los Pazos, pues la era se encontraba situada —más allá del huerto, a espaldas del solariego caserón. Gabriel aprovechó la coyuntura de enterarse del edificio, en cuyas trazas conventuales discernía rastros de aspecto bélico y feudal, aire de fortaleza, por el grosor de los muros, la angostura de las ventanas, reminiscencia de las antiguas saeteras, las rejas que defendían la planta baja, las fuertes puertas y los disimulados postigos, las torres que estaban pidiendo almenas, y sobre todo, el montés blasón, el pino, la puente y las sangrientas cabezas de lobo.
Indicaba desde lejos la era la roja cruz del hórreo; se oía el coro estridente de los ejes de los carros, que salían vacíos para volver cargados de cosecha. Era la hora en que los bueyes, rociados con unto y aceite como preservativo de las moscas, cumplen con buen ánimo su pesada faena, y se dejan uncir mansamente al yugo, mosqueando despacio el ijar con las crinadas colas. Gabriel se tropezó con dos o tres carros, y al emparejar con ellos, pensó que su chirrido le rompiese el tímpano. Delante de la era se apeó ayudado por su guía; entregole las riendas, y entró.
Un enjambre de fornidos gañanes, vestidos solamente con grosera camisa y calzón de estopa, alguno con un rudimentario chaleco y una faja de lana, empezaban a elevar, al lado de una meda o montículo enorme de mies, otro que prometía no ser más chico. Dirigía la faena un hombre de gallarda estatura, moreno y patilludo, de buena presencia, vestido a lo señor, con americana, cuello almidonado, leontina y bastón, y muy zafio y patán en el aire; Gabriel pensó que sería el mayordomo, el Gallo. Sentado en un banquillo hecho de un tablón grueso, cuyas patas eran cuatro leños que, espatarrándose, miraban hacia los cuatro puntos4 cardinales, estaba otro hombre más corpulento, más obeso, más entrado en edad o más combatido por ella, con barba aborrascada y ya canosa, y vientre potente, que resaltaba por la posición que le imponía la poca altura —del banco. A Gabriel le pasó por los ojos una niebla: creyó ver a su padre, don Manuel Pardo, tal cual era hacía unos quince o veinte años; y con mayor cordialidad de la que traía premeditada, se fue derecho a saludar al marqués de Ulloa.
Este alzó la cabeza muy sorprendido; el Gallo, sin volverse, giró sus ojos redondos, de niña oscura y pupila aurífera, como los del sultán del corral, hacia el recién llegado; los mozos suspendieron la faena, y Gabriel, en medio del repentino silencio, notó en las plantas de los pies una sensación muelle y grata, parecida a la del que entra en un salón hollando tupidas alfombras. Eran los extendidos haces de centeno que pisaba.
El hidalgo de Ulloa se puso en pie, y se hizo con la mano una pantalla, porque los rayos del sol poniente daban de lleno en la cara de Gabriel, y no le permitían verla a su gusto. El comandante se acercó más a su cuñado, y alargó la diestra, diciendo:
—No me conocerás… Te diré quien soy… Gabriel, Gabriel Pardo, el hermano de tu mujer.
—¿Gabriel Pardo?
Revelaba la exclamación de don Pedro Moscoso, no solamente sorpresa, sino hosco recelo, como el que infunden las cosas o las personas cuya inesperada presencia resucita épocas de recuerdo ingrato. Viendo Gabriel que no le tomaban la mano que tendía, hízose un poco atrás, y murmuró serenamente:
—Vengo a verte y a pedirte posada unos cuantos días… ¿Te parece mal la libertad que me tomo? ¿Me recibirás con gusto? Di la verdad; no quisiera contrariarte.
—¡Jesús… hombre! —prorrumpió el hidalgo esforzándose al fin por manifestar cordialidad y contento, pues no desconocía la virtud primitiva de la hospitalidad—. Seas muy bienvenido: estás en tu casa. ¡Ángel! —ordenó dirigiéndose al Gallo, —que recojan el caballo del señor, que le den cebada… ¿Quieres refrescar, tomar algo? Vendrás molestado del viaje. Vamos a casa enseguida.
—No por cierto. De Cebre aquí a caballo, no es jornada para rendir a nadie. Siéntate donde estabas; si lo permites, me quedaré aquí; lo prefiero.
—Como tú dispongas; pero si estás cansado y… ¡Ey, Ángel! —gritó al individuo que ya se alejaba:— a tu mujer que prepare tostado y unos bizcochos. ¡Vaya, hombre, vaya! —añadió volviéndose a Gabriel—. Tú por acá, por este país…
—He llegado ayer —contestó Gabriel comprendiendo que una vez más se le pedía cuenta de su presencia y razón plausible de su venida—. Estaba en la diligencia que volcó —y al decir así, señalaba su brazo replegado, sostenido aún por el pañuelo de seda de Catuxa—. Ha sido preciso descansar del batacazo.
—¡Hola, conque en la diligencia que volcó! ¡Ey, tú, Sarnoso! —exclamó el hidalgo dirigiéndose a uno de los gañanes—. ¿No dijiste tú que vieras entrar en Cebre ayer una mula y un delantero estropeados?
—Con