Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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de la diligencia empezó a dar mucho juego. El Sarnoso agregó detalles; Gabriel añadió otros; el marqués no se saciaba de preguntar, con esa curiosidad de los acontecimientos ínfimos propia de las personas que viven en soledad y sin distracción de ninguna clase. Gabriel le examinaba a hurtadillas. Para los cincuenta y pico en que debía frisar, parecíale muy atropellado y desfigurado el marqués, tan barrigón, con la tez tan inyectada, con el pescuezo y nuca tan anchos y gruesos, con las manos tan nudosas por las falanges como suelen estar las de los labriegos que por espacio de medio siglo se han consagrado a beber el hálito de la tierra, y a rasgarle el seno diariamente. A modo de maleza que invade un muro abandonado, veía el artillero en el conducto auditivo, en las fosas nasales, en las cejas, en las muñecas de su cuñado, que teñía de rojo el sol poniente, una vegetación, un musgo piloso, que acrecentaba su aspecto inculto y desapacible. El abandono de la persona, las incesantes fatigas de la caza, la absorción de humedad, de sol, de viento frío, la nutrición excesiva, la bebida destemplada, el sueño a pierna suelta, el exceso en suma de vida animal, habían arruinado rápidamente la torre de aquella un tiempo robustísima y arrogante persona, de distinta manera pero tan por completo como lo harían las excitaciones, las luchas morales y las emociones febriles de la vida cortesana. Tal vez parecía mayor la ruina por la falta de artificio en ocultarla y remediarla. Ceñido aquel mismo abdomen por una faja, bajo un pantalón negro hábilmente cortado; desmochada aquella misma cabeza por un diestro peluquero; raídas aquellas mejillas con afiladísima navaja, y suavizada aquella barba con brillantina; añadido a todo ello cierto aire entre galante y grave, que caracteriza a las personas respetables en un salón, es seguro que más de cuatro damas dirían, al ver pasar al marqués de Ulloa: —¡Qué bien conservado! Cuarenta años es lo más que representa.

      Lo cierto es que Gabriel, al ver en su cuñado señales evidentes del peso de los años y del esfuerzo con que iba descendiendo ya el agrio repecho de la vida, sintió por él esa compasión involuntaria que inspiran a los corazones generosos las personas aborrecidas o antipáticas, cuando se ven que caminan al desenlace de las humanas tribulaciones, flaquezas e iniquidades —la muerte.

      —¡Yo que le tenía por un castillo! —pensó—. Pero también los castillos se desmoronan.

      De su parte el marqués, lleno de curiosidad y suspicacia, estaba que daría el dedo meñique por saber qué viento traía a su cuñado. Pensaba en recriminaciones, en acusaciones, en cuentas del pasado ajustadas ahora por quien tenía derecho de ajustarlas, y pensaba también en cosa más inmediata y práctica, en —207— una discusión referente a las partijas que se hallaban incoadas y pendientes desde el fallecimiento del señor de la Lage. Por más que el aire abierto y franco que traía Gabriel decía a voces —no vengo aquí a ocuparme en cuestiones de intereses— el marqués de Ulloa se fijó en la última hipótesis, y la dio por segura, y empezó a tirar mentalmente sus líneas y a combinar su estrategia. Con los años, el marqués de Ulloa había contraído las aficiones de los labriegos viejos, para los cuales no hay plato más gustoso que una discusión de pertenencia, un litigio, un enredo cualquiera en que si no danza el papel sellado, esté por lo menos en ocasión de danzar.

      Como anticipándose a indicar el verdadero objeto de su venida, Gabriel, habiéndose quitado su sombrero hongo de fieltro, que le dejaba una raya roja en la frente, y pasándose con movimiento juvenil la mano por el cabello para arreglarlo y calados mejor los quevedos, preguntó:

      —Y… ¿qué tal mi sobrina Manuela? Estoy deseando verla. Debe ser toda una mujer… ¿estará guapísima?

      El marqués de Ulloa gruñó, creyendo que el gruñido era la mejor manera de contestar a lo que juzgaba cumplimiento. Al fin articuló:

      —Ahora la verás… Milagro que no anda por aquí. Estarán ella y Perucho… como dos cabritos, triscando. Los pocos años, ya se ve… Cuando vamos viejos se acaba el humor… Más tengo corrido yo por esos vericuetos, que ningún muchacho de hoy en día. Pero a cada cerdo le llega su San Martín, como dicen… Todos vamos para allá —dijo apoyando su grueso mentón en el puño de su palo, y señalando con la cabeza a punto muy distante.

      Gabriel se entretenía contemplando el espectáculo de la era, que le parecía, acaso por la plenitud de su corazón y el rosado vapor en que sabía bañar las cosas su fantasía incurable, henchida de soberana quietud y paz. La puesta del sol era de las más espléndidas, y los últimos resplandores del astro inundaban de rubia claridad la cima de las medas, convertían en cinta de oro bruñido la atadura de los haces, daban toques clarísimos de esmeralda a la copa de los árboles, mientras las ramas bajas se oscurecían hasta llegar al completo negror. Se oían los últimos pitíos de los pájaros, dispuestos ya a recogerse, el canto ritmado del ¡pas—pa—llás! en el barbecho, el arrullo de las tórtolas, que se dejaban caer por bandadas en los sembrados, en busca del rezago de granos y espigas que allí había derramado la hoz, y la lamentación interminable del carro cargado, tan áspera de cerca como melodiosa de lejos. A trechos se escuchaba también otra queja prolongadísima, pero humana, un ¡ala laaaá! de segadoras, y todo ello formaba una especie de sinfonía —porque Gabriel no discernía bien los ruidos, ni podía decir cuáles salían de laringe de pájaro y cuáles de femenina garganta— una sinfonía que inclinaba a la contemplación y en la cual sólo desafinaba la voz enronquecida del marqués de Ulloa.

      Incorporose este, haciendo segunda vez pantalla de la mano.

      —¿No preguntabas por tu sobrina? Me parece que ahí la tienes. ¡Vela allí!

      —¿En dónde? —preguntó Gabriel, que no veía nada ni oía más que un discordante quejido, que poco a poco iba convirtiéndose en insoportable estridor.

      Entre el marco que dos higueras retorcidas, cargadas de fruto, formaban a la puerta de la era, desembocó entonces una yunta de amarillos y lucios bueyes, tirando de un carro atestado de gavillas de centeno. Reparó Gabriel con sorpresa la forma primitiva del carro, que mejor que instrumento de labranza parecía máquina de guerra: la llanta angosta, la rueda sin rayos, claveteada de clavos gruesos, el borde hecho con empalizada de agudas estacas, donde para sujetar la carga, descansa un tosco enrejado de mimbres, de quitaipón. Pero al alzar la vista de las ruedas, fijó su atención un objeto más curioso: un grupo que se destacaba en la cúspide del carro, un mancebo y una mocita, tendidos más que sentados en los haces de mies y hundido el cuerpo en su blando colchón; una mocita y un mancebo risueños, morenos, vertiendo vida y salud, con los semblantes coloreados por el purpúreo reflejo del Oeste donde se acumulaban esas franjas de arrebol que anuncian un día muy caluroso. Y venía tan íntima y arrimada la pareja, que más que carro de mies, parecía aquello el nido amoroso que la naturaleza brinda liberalmente, sea a la fiera entre la espinosa maleza del bosque, sea al ave en la copa del arbusto. Gabriel sintió de nuevo una extraña impresión; algo raro e inexplicable que le apretó la garganta y le nubló la vista.

       Capítulo 13

      Primero se bajó de un salto Perucho, y tendiendo los brazos, recibió a Manuela, a quien sostuvo por la cintura. Cayó la chica con las sayas en espiral, dejando ver hasta el tobillo su pie mal calzado con zapato grueso y media blanca. Al punto mismo de saltar vio al desconocido, y se detuvo como indecisa. Perucho también pegó un respingo de animal montés que encuentra impensadamente al cazador. Gabriel clavó en su rostro la mirada, impulsado por ansia secreta e indefinible de saber si merecía su fama de belleza física el que él llamaba entre sí, con asomos de humorismo, el bastardo de Moscoso.

       Para el escultor y el anatómico, belleza era, y de las más perfectas y cumplidas, aquel cuerpo bien proporcionado y mórbido, en que ya, a pesar de la juventud, se diseñaban líneas viriles, bien señaladas paletillas, vigorosos hombros, corvas donde se advertía la firmeza de los tendones; y rasgo también de belleza clásica y pura, la poderosa nuca redondeada, formando casi línea recta con la cabeza y cubierta de un vello rojizo; el trazo de la frente que continuaba sin entrada alguna; la vara de la correcta nariz; los labios arqueados, carnosos y frescos como dos mitades de guinda; las mejillas ovales, sonrosadas, imberbes; la nariz y barba que ostentaban en el centro esa suave pero marcada meseta o planicie que se nota en los bustos griegos, y que los artistas modernos no encuentran ya en sus


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