Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán


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como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco. Pilar se embobaba especialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con las alhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto de la dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finos esmaltes, de la época de María Antonieta; pero Lucía se enamoró sobre todo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimiento religioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente. Dos Apóstoles, alzado el dedo al cielo en grave actitud se destacaban, fileteados de latón los contornos, sobre dos cristales de colores, arrancados sin duda de la ojiva de algún desmantelado monasterio. En un tríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda, ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios de su Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con ese candor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe. A despecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de la Virgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de su actitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro que la daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades, en el baratillo. Era de marfil también, y todo de una pieza, menos los brazos; y clavado en rica cruz de concha, agonizaba con dolorosa verdad, encogidos músculos y nervios en una contracción suprema. Tres clavos de diamante trucidaban sus manos y pies. Lucía le rezaba todos los días un padrenuestro, y aun solía besar sus rodillas, cuando no la miraba nadie.

      No le desagradaban los cuadros; tanto más, cuanto que los comprendía, a diferencia de lo que pasaba con algunos objetos artísticos, que se le antojaban asaz de feos y extravagantes. Claro está que aquel jaque fiero, que espada en mano se arroja sobre su adversario, va a partirle el corazón de una buena estocada. ¡Qué bien amanecía en aquel Daubigny! ¡Con qué naturalidad pastaban aquellos carneros de Jacque, tasados en mil francos cada uno!—doce tenía el cuadro—. ¡Qué piececitos tan blancos mojaba en el marmóreo tazón la sultana favorita, de Cala y Moya! La cabeza de niña, estilo de Greuze, era una maravilla de gracia inocente. Pues ¿y la riña en una posada flamenca? Era cosa de risa ver cómo volaban los tiestos hechos añicos, y rodaban las cacerolas de cobre, y los dos gañanes de Van Oustade, deformes y ridículos, repartían mojicones, menudeaban puñadas y exageraban con lo grotesco de la actitud su simiaca fealdad.

      Pero más aún que el bazar de objetos de arte donde tantas formas y colores, estilos e ideales artísticos la marcaban al fin y al cabo, gustaba Lucía de un puesto ambulante al aire libre, de los muchos que había cerca del Casino, situados al borde de la acera. Representaban los tales puestecillos la industria chica y modesta; aquí un viejo alemán pregonaba vasos de cristal para beber las aguas, y con una rueda de esmerilar, a vista del comprador, grababa en el cristal las iniciales de su nombre; allá un suizo ofrecía juguetes, muñecos, cajitas y plegaderas grabados en leño de haya por los pastores; acá se feriaban lentes; acullá peines y objetos de escritorio. El predilecto de Lucía era el de un vendedor de piadosas chucherías de Jerusalén y Tierra Santa. Calvarios de nácar con ingenuos relieves, cabos de pluma de raíz de olivo, rematados en figura de cruz, cabezas de la Virgen entalladas sobre una concha, broches y dijes de esmaltes con arabescos, tazas de negra piedra del Asfaltites, pastillas de olor; a esto se reducía la caja portátil. Vendíalo todo un israelita no mal parecido, ojinegro y cetrino mucho, con su fez árabe encarnado sucio, y sus pantalones bombachos; dulce, insinuante, levantino en todo, chapurreador de muchas lenguas y buen hablador de la castellana, que manejaba con soltura, incurriendo sólo en algún arcaísmo de vez en cuando. Con éste, pues, se desquitaba Lucía, informándose de la santa aldea de Belén, de la divina mansión de Nazaret, del monte Olivete, de todos los lugares sacrosantos, que apenas creía ella pudiesen estar en la tierra, sino en algún misterioso y remoto paraíso. Entre el vendedor y Lucía se estableció así una intimidad de diez minutos todas las tardes, al aire libre, y más cuando él la hubo dicho que era cristiano, católico, catequizado e instruido por los franciscanos de Belén. Compró Lucía de cuanto pudo hallar en el puesto, hasta un rosario de esas cuentas verdosas y turbias como un agua amarga, que no sin gran verdad analógica se llaman lágrimas de Job.

      —¡No sé cómo te gusta ese rosario tan feo!—decía Pilar.

      —¡Mira!—exclamaba Lucía—. ¡Si parecen lágrimas de veras!

      Mas también la golondrina de Levante se voló, en busca de zonas más templadas. Un día no encontraron ya a Ibrahim Antonio en su sitio de costumbre: probablemente cansado de una jornada sin venta, había cargado con el surtido y emprendido el camino Dios sabe dónde. Lucía le echó de menos; pero el movimiento de retirada era general; no se veían sino tiendas que se vaciaban y cerraban. Había en las aceras montones de paja, rimeros de recortes de papel de embalaje, cajones y cajas con grandes rótulos que decían: «muy frágil.» Era la tristeza, el desorden, el creciente vacío de una casa mudada. Pilar encontraba tan feo a Vichy de aquel modo, que ideaba paseos inusitados, que la apartasen de las calles principales. Una mañana se encaprichó en ir a ver la pastillería, y presenció el nacimiento de dos o tres mil pastillas y bombones; otra quiso visitar las subterráneas galerías que encierran los inmensos depósitos del agua, y los formidables tubos por donde asciende a alimentar los baños del establecimiento termal. Bajaron estrecha escalera, cuyos últimos peldaños se hundían ya en la obscuridad de las galerías. La guardiana les precedía alumbrando con una lámpara de minero, aplastada y de hediondo tufo; Miranda llevaba otra, y un pilluelo que allí se apareció caído de las nubes, encargose de la última. Era la bóveda tan baja, que Miranda hubo de inclinar la cabeza, por no deshacerse la frente. Hacía brusco recodo el angosto pasadizo, y se hallaron de pronto en otra galería, abierta como una boca, donde se internaban los tubos, comidos de orín, gracias a la perenne humedad. Sudaba el techo pálidas y brillantes gotitas de vapor acuoso; a uno y otro lado corría el agua, sobre un lecho de residuos, de fosfatos alcalinos, blancos y farináceos, como nieve recién llovida. A medida que adelantaban por el largo canal subterráneo, calor sofocante anunciaba el paso de las sobras de la Reja Grande, un raudal hirviente, cuya temperatura subía más aún en aquella prisión. De las paredes, leprosas, herpéticas, cubiertas de roña caliza, colgaban monstruosas fungosidades, criptógamas preñadas de veneno, cuya blancura ponzoñosa se destacaba sobre el muro, como una pupila pálida y siniestra en un rostro amoratado. En los codos de los tubos, polvorientas telarañas se tendían, semejantes a sudario gris de olvidados muertos. Las losas der pavimento, dislocadas, dejaban entrever el agua negra. Sobre sus cabezas oían los expedicionarios el pisar de la gente, el batir del duro casco de las bestias. A veces se abría un respiradero, y al través de la reja de hierro filtrábase la


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