Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
o pasado emprenderemos el viaje; Miranda y yo vamos unos días a París antes de volver a León (rabiando estoy por verme ahí y contarle a padre la noticia: no se lo diga usted, que quiero sorprenderle yo), y la pobre Pilar y su hermano, a España, si es que se lo consiente el mal, y no tiene que pararse en algún pueblo del camino, y morirse allí quizá. Porque a mí no me engaña su mejoría; está señalada por la muerte. Lo que siento es tener que dejarla acaso quince o veinte días antes de.... En fin, estoy tan alegre, que no quisiera pensar en eso. Aplique usted una misa por mi intención.»
—XIII—
No fue posible a los Gonzalvo proseguir a España, porque ya hacia la mitad de la ruta se sintió Pilar presa de tales congojas y sudores, con tales desvanecimientos, arcadas y soponcios, que allí creyeron todos llegado el punto de su muerte; y aún tomaron por feliz suceso el que pudiesen llegar a París, siguiendo el consejo del doctor Duhamel, que les dejó entrever la esperanza de que acaso algunos días de descanso repusiesen las fuerzas de la enferma, consintiéndole emprender la vuelta a su patria. Avinagró el gesto Miranda, que ya se creía libre de la moribunda, a quien si no cuidaba, le enfadaba ver cuidar; ensanchósele el corazón a Lucía, mal hallada con la idea de abandonar a su amiga en la antesala, como quien dice, del sepulcro; y Perico se dispuso a conocer París, seguro como estaba de que no faltarían a su hermana cuidados. Por lo que toca a Pilar misma, poseída del extraño optimismo característico de su padecimiento, mostró gran regocijo por visitar la metrópoli del lujo y elegancia, pensando en hacer allí sus comprillas de invierno, por no ser menos que las currutacas Amézagas.
Llegaron a la gran capital de la república francesa en una mañana nebulosa y turbia, y los asaltaron en la estación innumerables comisionados de las fondas, señalando cada cual al respectivo ómnibus, y pugnando por llevarse consigo a la gente. Encarose uno de estos tales con Miranda y mostrando el rostro atezado, que cruzaba un mediano chirlo, dijo en buen castellano:
—Fonda de la Alavesa, señores.... Se habla español... criados españoles también... se da cocido... calle de Saint Honoré, el sitio más céntrico....
—Convendrá ir allí...—dijo Duhamel tocando a Miranda en el brazo—. En esa casa espanhoa atenderán más a la doente ....
—Vamos, pues—contestó Miranda resignadamente, entregando el talón de su equipaje al comisionado—. Escucha—prosiguió dirigiéndose a Perico—, tú y yo nos iremos con el equipaje en el ómnibus de la casa; pero a Lucía y Pilar las vamos a despachar ya en uno de esos simones.... Tienen mejor movimiento.
Trasportaron a Pilar casi en brazos, del departamento a la berlina, y el cochero azotó al destartalado jamelgo. El comisionado se instaló en el pescante, no sin muchos encargos y explicaciones hechos antes al postillón del ómnibus. Cuando después de rodar por anchas y magníficas calles se detuvo el simón frente a la fonda de la Alavesa, saltó Lucía al suelo ligera como una perdiz, diciendo al comisionado:
—Suplico a usted que me ayude a bajar a esta señorita, que viene enferma....
Pero fijándose de pronto en la cara de aquel hombre, exclamó dando una gran voz:
—¡Sardiola!
—¡Señorita!—contestó el vasco con no menor alegría, cordialidad y sorpresa—. ¡Yo que no la había conocido a usted! ¡necio de mí! Ya se ve, son tantos los viajeros que uno lleva y trae y espera y despide en esa bendita estación.... ¡Jesús!
Y después de considerar a Lucía algunos instantes más, añadió:
—No, ello es que también se ha desfigurado usted mucho.... Si no parece usted la misma que cuando la acompañaba el señorito Ignacio....
A este nombre, que ninguna voz humana había hecho resonar en sus oídos por tanto tiempo, Lucía se encendió y se puso como una guinda; y bajando los ojos, murmuró:
—Subamos a nuestras habitaciones.... Pilar, vente. Echame así, un brazo al cuello... otro a Sardiola... apóyate sin miedo, anda.... ¿Quieres que te llevemos a la silla de la reina?
Y el vasco y la valerosa amiga cruzaron las manos y alzaron blandamente en el improvisado trono a la enferma, que se dejó ir como un cuerpo inerte, recostando la cabeza en el cuello de Lucía y humedeciéndoselo con el viscoso sudor de la calentura. Subieron así las escaleras hasta el entresuelo, donde introdujo Sardiola a ambas mujeres en una ancha y desahogada habitación en que no faltaba su marmórea chimenea, sus monumentales camas colgadas, su alfombra de moqueta algo desflorada y raída a trechos, sus lavabos y sus perchas clásicas. Caía la pieza a un jardinete, en cuyo centro ligero kiosco de madera y cristales servía de sala de baño. Depositaron a Pilar en una butaca y Sardiola se quedó en pie esperando órdenes. Su mirada, negra y reluciente como la de un cachorro de Terranova, se clavaba en Lucía con sumisión y afecto verdaderamente caninos. Ella, por su parte, se mordía los labios para retener las preguntas que impacientes asomaban a ellos. Sardiola adivinó, con su instinto fiel de animal doméstico, y prevínole el deseo.
—Cuando las señoritas necesiten algo...—dijo tímidamente, como el que no se atreve a hacer un favor—, llámenme siempre—, siempre.... Si estoy en la estación, llamen por Juanilla... es la camarera de este tramo, una muchacha lista como una pimienta.... Pero siempre que yo pueda servir de algo... vamos, que me alegraría mucho; basta haber visto a la señorita con el señorito Ignacio....
Y como Lucía callase, interrogando sólo con el mudo y ardiente lenguaje de los ojos, prosiguió el vasco.
—Porque.... ¿no sabe la señorita? ¡Pues si fue el señorito Ignacio quien me colocó aquí! Como la Alavesa se trajo a Juanilla, que es prima hermana mía... y a mí me daba, vamos, tanta tristeza de ver corretear las columnas guiris por aquellos picachos adonde solo subíamos, con la ayuda de Dios, los mozos del país y las fieras de los montes... y en fin, que me moría de pena en aquella estación... le escribí una carta al señorito... aún vivía su madre, ¡en gloria la tenga Dios! y me recomendó a la Alavesa... y aquí me tiene usted, tan campante....
Las pupilas de Lucía preguntaban más apremiantes cada vez. Sardiola siguió:
—Pues, lo que más gusto me daba, era vivir tan cerca del señorito....
—¿Tan cerca?—preguntáronle, sin voz, los ojos brillantes.
—Tan cerca—contestó él complaciente—, tan cerquita, que, ¡si es un regalo! que atravesando ese jardín, se entra en su casa....
Lucía corrió al balcón, y pálida esta vez como la cera, se quedó allí mirando con ojos extraviados el edificio que enfrente de sí tenía. Sardiola la siguió, y hasta la enferma volvió la cabeza con curiosidad.
—¿Ve usted?—explicaba Sardiola—. ¿Ve usted este lado del edificio y el otro que hace esquina con él? Pues es la fonda. ¿Pero ve usted ese otro que forma el tercer lado del cuadro? es la casa de Don Ignacio; cae a la calle de Rívoli.... ¿Ve usted esas escaleritas que desembocan en el jardín? por ahí se sube al comedor... lo tienen en la planta baja: ¡un comedor muy hermoso! Toda la casa es muy buena; el padre de Don Ignacio ganó muchísimo.... ¿Ve usted ese arbolito que hay ahí, al lado de la escalera? ¿ese platanillo desmedrado? ahí sacaba el señorito a su mamá, que parece que se murió de una cosa que no sé cómo le dicen, pero vamos, que es hincharse mucho el corazón... y como le daban unos ahogos tan fuertes a veces, y se quedaba sin aliento, lo mismo que un pez fuera del agua, había que traerla al jardín... toda la anchura le era poca, y solía estarse ahí una hora resollando.... ¡Si viera usted al señorito! aquello se llama cuidar a una persona... le sostenía la cabeza, le calentaba los pies con sus manos, le daba cuatro mil besos por hora, le hacía aire con un abanico.... ¡vamos, era cosa de ver! Alma más buena, no la echó Dios al mundo, ni volverá a echarla en todo el siglo que corre.... El día que se murió, la santa bendita, quedó tan risueña... y tan natural, y tan guapa, con su pelo rubio... Él si que parecía el muerto; si lo ponen en la caja, cualquiera lo entierra.
—Calla—ordenaron de pronto los ojos elocuentes.
Y Sardiola