Pacto entre enemigos. Ana Isora

Pacto entre enemigos - Ana Isora


Скачать книгу
Que yazca en su montaña, esa a la que la quería tanto —añadió, con cierto desdén.

      Marco se pinzó la nariz. Estaba muy cansado. Los gritos de Publio lo alteraban como si hubiera bebido mucho la noche anterior, pero era una persona sobria. Hubiese ido a ver al médico si no se encontrase ya en su tienda. El tribuno notó su estado y bajó la voz.

      —Lo siento, Marco. A veces olvido que estás herido. Pero luchaste con valor la otra noche —dijo—. Espero que no sea la última.

      Sus palabras sonaban gozosas a pesar de la expresión triste, y Marco lo miró con curiosidad. ¿Qué le estaría ocultando Publio?

      Iba a preguntarle, pero en ese momento entró el médico.

      —A ver, sus grandezas —saludó. Era el mismo que lo había atendido durante la batalla, un militar con rango de centurión, y obraba con igual falta de respeto y atención por las formas. Publio lo miró con desdén, pero no dijo nada. Marcial era demasiado brillante como para llamarlo a capítulo—. Vamos a examinar esa herida. Después daré mi diagnóstico.

      Marco se dejó a hacer, observando al médico. El hombre obraba muy concentrado en su tarea, examinando los bordes de la sutura y el aspecto de los músculos. Cuando terminó, dejó el instrumental en la camilla y exhaló un suspiro. Publio sonrió.

      —Tu compañero y yo hemos estado hablando —dijo—, y lo que te voy a decir no te va a gustar.

      El corazón de Marco se aceleró. Se notaba más cansado, pero ¿no era eso algo común? ¿Qué tenía que decirle el físico? Al notar su desasosiego, la voz del médico se volvió más amable.

      —La pierna… está curándose bien. No tendrá problemas de infección si la tratas con cuidado, ni se tetanizará. Por suerte, no había veneno en ese proyectil. Pero los músculos… —Marco notó una desesperanza terrible. Sabía lo que iba a decir el médico—. En fin, no volverán a ser los mismos. No he podido extraer el proyectil. Podrás vivir con él, pero afectará a la manera en la que camines. Y ¿para qué sirve un soldado que no pueda marchar? —añadió.

      Marco abrió la boca y la cerró varias veces. Tenía el paladar seco.

      —¿Vais… vais a licenciarme?

      Esta vez, Publio ni siquiera se molestó en disimular la sonrisa.

      Marco miró al suelo, mientras su mente trabajaba rauda. Inválido… no totalmente, pero sí lo bastante como para quedarse sin su medio de vida. Había sido militar desde los dieciséis. Y Publio…

      —Tú te alegras de esto —afirmó, sin rencor—. Sabes que los hombres me respetan y nunca te ha parecido bien. Quieres hacer carrera en la política.

      Publio siguió sonriendo.

      —Vamos, Marco… eres muy susceptible. Yo no necesito que desaparezcas para que se me guarde el respeto debido. Al fin y al cabo, nací patricio. Y tú no. —Sus ojos relampaguearon.

      Marco bajó la cabeza. Tenía algunos ahorros, como todos en la legión. Al licenciarse se los darían. Pero muy menguados.

      —Empleé parte de mi dinero financiando la campaña contra los astures. Augusto nos lo pidió —dijo, más para sí mismo que para los demás—. Tendré que encontrar otro trabajo si quiero sobrevivir en Roma.

      —Ah… Pero tú debías haber previsto que algo así podía ocurrirte. Al fin y al cabo, somos militares. Fíjate en el druida astur: él era una persona previsora, tanto que decidió informarnos antes que perder la vida. Pues lo mismo deberías haber hecho tú con lo tuyo. De todas formas, creo que el anciano Servio ha muerto hace poco, y durante tu infancia te tuvo mucho «cariño» —añadió, empleando las palabras de tal modo que su afirmación pareciese sucia—. Seguro que te ha dejado algo, al igual que hizo tu padre en otro tiempo. De niño eras su favorito.

      Marco se dio cuenta de que Publio hablaba de nuevo y sintió deseos de abofetearle, tanto por el primer comentario como por el último. Servio había sido un mentor para Marco, y el tono de Publio, con su dañina sugerencia, lo irritaba profundamente. Con razón alababa al joven druida, eran tal para cual. Esperaba que al menos no se fueran a la cama juntos: si se obraba un milagro y tenían hijos, en vez de chiquillos, saldrían serpientes.

      —Muy bien, no te preocupes, Publio —contestó—, ya me las arreglaré. ¿Hasta cuándo puedo quedarme?

      —Oh, todo lo que necesites. Pero ten en cuenta que estamos en zona de guerra, y que despejaremos este campamento pronto. Te convendría irte antes de que hagamos una marcha larga o de que alguna tribu se dé cuenta de que hemos aniquilado a los rebeldes. A nosotros no nos pueden atacar, pero a un hombre solo… eso es más fácil. Te recomendaría usar el transporte de intendencia, e irte con los soldados que nos traen víveres cada cierto mes. Al menos seréis más numerosos.

      Marco asintió. Era un plan lógico. Si tan mal se encontraba, no podría defenderse ante un posible ataque. Publio no quería matarlo, solo perderlo de vista. Lo antes posible.

      —Está bien, esperaré entonces. Tendré todo preparado para ese día. ¿Qué parte me corresponde del botín?

      El dinero le daría un poco de margen a la hora de buscar trabajo. Publio hizo una mueca, pero luego se corrigió. Hasta él parecía entender que aquello era justo.

      —No te preocupes —dijo—, lo he contabilizado todo. Nos reuniremos y te daré lo que es tuyo. Te va a ser necesario.

      Marco suspiró. Oh, sí. Iba a serlo.

      Aldana despertó en la oscuridad. El ambiente estaba cargado y olía a suciedad, a húmedo y a moho. Del frente le llegó una tosecilla. No veía nada, por lo que la sensación de claustrofobia era aplastante. Se palpó a duras penas. La flecha había desaparecido, y su hombro estaba vendado. Alguien se había ocupado de ella, pero unas gruesas cadenas le aprisionaban los pies. Por lo tanto, no era libre.

      “Padre…”, pensó, desesperada. Él siempre la había enseñado a luchar, a defenderse y, sobre todo, a no caer en manos del enemigo. Si hubiese sabido que estaba a merced de los romanos… Aldana no podía imaginarse su reacción. Se hubiera muerto de pena.

      —¿Blecaeno? —preguntó, en la penumbra. Él había sido lo último que había oído.

      Le llegó una voz muy triste:

      —Él duerme aún, Aldana. Yo soy Deva.

      ¡Deva! Entonces, sus peores temores resultaban ser ciertos.

      —Deva… pero ¿no huisteis a través del pasadizo?

      La niña negó, con los ojos llenos de lágrimas.

      —Los romanos nos descubrieron poco antes de que tú cayeras. Te vimos. Algunos padres mataron a sus hijos antes de suicidarse ellos también. Y mi madre intentó… Era por mi bien… Pero yo no quise… ¡Oh, Aldana! ¡Soy una cobarde! —La niña rompió a llorar.

      A Aldana se le encogió el corazón. La reacción de los padres solo podía estar inspirada por el temor más terrible, pero aun así se le hacía muy duro imaginar a Stena acabando con la vida de su pequeña hija ¿Qué niño desea morir? Únicamente la amenaza de un destino espantoso podía haber hecho que se plantease semejante cosa. Deva había obrado de manera natural al huir. Deseó abrazarla, conmovida, pero las cadenas no se lo permitieron.

      —¿Cuántos somos? —preguntó, con voz amable.

      —Los romanos capturaron a varios hombres antes de que se suicidaran… creo que los quieren para las minas. Y Blecaeno, al igual que yo, está bien. Arausa —mencionó el nombre de una mujer de la tribu— también vive. Y ya está. Pero solo estamos aquí nosotros cuatro, las mujeres y los niños. Los romanos nos trasladaron, a los hombres los han dejado en


Скачать книгу