Pacto entre enemigos. Ana Isora
llegó este murmullo malhumorado, y supo que era Blecaeno, que acababa de despertar.
—Está bien —dijo. Había hecho un rápido balance de la situación. Se sentía muy débil, pero al menos estaban vivos—, si nos organizamos creo que podemos escapar con el tiempo. Los romanos…
Pero no pudo terminar la frase. La entrada se abrió de un portazo y entró un chorro de luz. De manera que no era de noche. Aldana guiñó los ojos.
—¡Eh! ¡Mirad quién ha despertado! ¿Te sigue escociendo la flecha, bonita?
—Es lo que pasa cuando te metes con nosotros —añadió otro hombre, divertido.
Aldana sintió una oleada de asco. Reconocía aquellas voces. La primera era la del rival que se había entretenido jugando con ella, cuando ya no podía más. En cuanto a la segunda… No estaba en el círculo que la había rodeado, pero tampoco era algo bueno. Creía recordar que un hombre parecido había acabado con Elaeso.
—Idos a la mierda —dijo, con más repugnancia de la que podía expresar. Deva la observó, nerviosa.
Los romanos se miraron, sorprendidos, y luego se echaron a reír.
—¡Caramba con la muchacha! ¡Si sabe responder! —Le guiñó un ojo—. Comprendemos algo de la lengua astur. Pero no hemos venido a hablar de eso. Hemos venido a preguntarte qué se siente ahora que tienes que obedecer a un romano, besando hasta por donde pisa. ¿Jode mucho despertarse como esclava de Roma?
A Aldana le ardían las mejillas, pero no contestó. Ya se las devolvería todas, y pronto.
—Y hablando de esclavas… —El militar se lamió los labios, mirándola—, tenemos que entregarte en el mercado, pero no importará que llegues algo estropeada. Ese cabello rojo es una belleza, zorrita. Sería una pena que no te disfrutáramos antes de entregarte a un desconocido.
—Un desconocido que no ha hecho nada por ganarte —apuntó el otro, con gesto serio.
—Venga —dijo el primero—. Spurio y yo hemos apostado. Los niños tienen las manos atadas, tú no. Queremos saber cuánto tardas en resistir hasta que te tomemos, como a tu aldea. Al fin y al cabo, casi me hieres antes de desmayarte. Debes de ser buena luchadora.
—¡La pasión es la pasión! En todo.
Aldana jadeó. Iban a violarla, y si no lo evitaba, lo harían delante de los niños. Sintió un odio cerval, profundo y feroz contra Roma.
—Acércate —musitó, con hielo en las venas— y muere. Lo que te pase a ti será lo que haría a tu amado emperador Augusto, si pudiese tocarlo.
Los soldados fingieron escandalizarse, muertos de risa. Después, todo fue rápido. El primero se abalanzó sobre Aldana y trató de taparle la boca, aplastándola; mientras el segundo se encargaba de desabrocharle el cinturón. Aldana tomó aire. Y luego, un horrible grito resonó por todo el lugar.
[2] Treinta kilómetros. En las marchas más duras, se aumentaba a sesenta.
Capítulo 5
A Marco le costó recoger sus cosas. No era solo amontonarlas en cajas y despreocuparse, sino también decir adiós a aquel mundo. El gladio, regalado por un buen amigo; las condecoraciones, con toda su historia; las túnicas desgastadas y otros recuerdos fueron a parar todos al mismo baúl; y a Marco le sorprendió ver que una vida pudiese abarcar tan poco. No obstante, continuó sin titubear, y hacia el mediodía estaba listo. Publio lo esperaba fuera.
—Te echaremos de menos —le dijo.
Procuraba parecer afectado. Marco hizo un ademán, quitándole importancia.
—Ya me he hecho a la idea. Seguro que hay mucho que hacer en Roma. En todo este tiempo solo he conocido la vida castrense, quizás sea hora de alejarse y probar algo distinto.
Publio asintió, y los dos hombres se dieron la mano:
—Te puedo recomendar para otros trabajos —dijo. Mientras Marco estuviese lejos y sin hacerle competencia, no le deseaba ningún mal—. Tal vez te sean útiles.
Marco se encogió de hombros.
—De momento no creo que me hagan falta. Pero gracias de todos modos —repuso, separándose.
Una multitud les sorprendió.
—¡Viva Marco, nuestro centurión!
—¡Viva!
—¡Un hombre valiente!
—Sí —rio alguien—, los astures al fin podrán descansar tranquilos.
Marco se quedó mudo. Cientos de militares estaban allí, y su modo de arroparle lo conmovió. No era un hombre dado a las manifestaciones de efusividad, pero esbozó una leve sonrisa, agradecido.
—Gracias —les contestó—, pero yo no sería nada sin vosotros. Cuando regrese a Roma, seréis lo que más extrañe. Soldados… ¡vivan nuestras fuerzas!
—¡Vivan!
Más emocionado de lo que nunca se atrevería a admitir, Marco saludó por última vez a sus hombres y se dio la vuelta. La comitiva esperaba.
—Venga, muchachos —les dijo—, adelante y hacia Roma.
—Así será. ¡Que Mercurio nos guarde!
Las carretas se pusieron de nuevo en marcha y Marco contempló alejarse aquel paisaje umbrío y frondoso, que tanto le había dado y sabido quitar al mismo tiempo. Comenzaba una nueva vida. La incertidumbre lo atenazó.
El viaje hasta la capital del Imperio no fue nada incómodo, y Marco pudo disfrutar bastante durante el trayecto. Recorrió toda Hispania, hasta el sur, aprovechando la hospitalidad de las tribus que lo consideraban a él un valiente y a Roma una aliada; lo cual constituyó un agradable cambio. La Península Ibérica era un hermoso territorio, agreste y montaraz, y sintió que podría vivir allí si no hubiese conocido antes a su amada Italia. De cualquier forma, se llevó un buen recuerdo de los paisajes y de las gentes; e incluso vivió una curiosa anécdota en la domus[3] de Iulius Caeco, un hispanorromano que adoraba a Augusto sobre todas las cosas y que intentó emparejarle con su hija, que lo miraba con buenos ojos. Iulia era muy agradable, pero Marco tuvo que rechazarla.
—Me esperan en Roma —le explicó, amablemente—. Debo volver. Ya tengo pareja.
Y era cierto. Aunque Marco nunca había estado casado (su vida militar no se lo hubiese permitido[4]), Pudentilla y él llevaban manteniendo una relación intermitente desde hacía años. La convivencia no estaba del todo mal vista en la Antigua Roma, y eran muchos los que escogían vivir de aquella manera. Pudentilla agradaba a Marco, y Marco agradaba a Pudentilla, por lo que siempre lo recibía en su alcoba cuando este regresaba a la Ciudad Eterna. No habían llevado las cosas más lejos, pero Marco le era fiel, algo raro en un militar por aquel entonces. Esperaba que supiera entenderlo cuando le contase lo de su pierna. Necesitaba la atención de un alma amiga.
Marco tardó tres semanas en llegar al puerto de Tarraco, y algunos días más en embarcar. Las galeras, pesadas y malolientes, no eran del gusto de nadie, pero todo el mundo las utilizaba porque no se conocía nada mejor. Marco negoció con un capitán huraño y malencarado, hasta conseguir un pasaje en una de sus naves. El haber sido oficial le sirvió de ayuda, y pronto se halló esperando para soltar amarras. La brisa era fresca y el clima caliente. Marco se sintió en plenitud observando aquel intenso azul, propio del Mare Nostrum: había llegado el momento de regresar a casa.
Los primeros días de travesía fueron espantosos. Ninguna vivencia anterior podía compararse al bamboleo constante del barco, y el centurión se pasó horas con el estómago del revés, sintiéndose morir. Pero luego se acostumbró y empezó a disfrutar. En el fondo, no había forma más pura de contactar con los dioses que