Truman Capote. Liliane Kerjan
imborrable de los pequeños momentos intimistas que había pasado con ellas. Aquí con Sook: “Mi amiga Miss Faulk está cosiendo un trozo de tela acolchada con un estampado que combina rosas y uvas. Ahora lo lleva hacia su mentón. Hay una lámpara de petróleo cerca de la cama. Me desea un feliz cumpleaños. Sopla la lámpara” (Autorretrato).
Mary Ida, la bonita hermana menor de su madre, se había casado con Jennings Carter, un hombre apuesto y reservado, que tocaba el piano y recibió generosamente al niño en la “granja Carter”, como la llamó Truman en sus escritos. Sus protectoras, las hermanas solteras, también lo querían mucho, sobre todo Jennie, que lo escuchaba y realmente tenía una debilidad por ese hermoso niño rubio de espíritu vivaz. Las tres lo recibieron de inmediato en su gran casa de la avenida de Alabama, que tenía muchas habitaciones y un vestíbulo central. Alabama, entre Misisipi, Georgia y Florida: el Sur, por supuesto. El niño dormía siempre solo, porque ellas sabían que no le gustaba compartir la cama, y cuando hacía frío, se arropaba con los edredones apilados. Allí estaba de buen humor y, por lo tanto, siempre era bienvenido. Leía mucho, hasta muy tarde en la noche, acurrucado o sentado en el piso con su libro, cerca de una lámpara. Por eso, a la mañana siguiente se despertaba tarde, a las ocho. Jennie y Sook le llevaban el café a la cama, mientras que sus primos ya habían salido al campo al amanecer. La propiedad era espaciosa, con un jardín en el que criaban gallinas y pavos, y para el invierno mataban dos cerdos criados en el campo cercano a la ciudad que, en esa época, había alcanzado orgullosamente la cifra de 1355 habitantes. A los siete años, Truman estaba muy cerca de su “tía” Sook, una mujer de cabello blanco de más de sesenta años, que tenía los hombros deformados por una enfermedad contraída en su infancia, y estaba a cargo de la cocina y la administración de la casa. En Navidad, ella hacía pasteles de frutas, limones y cerezas, jengibre y vainilla, uvas y nueces, cortezas de naranja y ananás de Hawái. Cuando Jennie regresaba a la noche, se dirigía rápidamente hacia un placard en el fondo de la casa, ingería sus medicamentos de un trago y luego dejaba sobre una mesita el ingreso diario de su tienda, que había colocado dentro de una bolsita de tela. Jennie guardaba todos los billetes grandes, y una vez por semana, los sábados, Sook introducía su mano en la bolsita para tomar unos pocos dólares y las monedas de su dinero de bolsillo, que acomodaba en una bolsa de color perla y escondía en un lugar secreto. Un poco más tarde, compartiría ese tesoro con Truman.
Sin ser tímida, Sook mantenía su privacidad y no hacía las compras en la ciudad ni iba a misa, aunque creía en un dios omnipresente en el campo. No le gustaba el cine: prefería los relatos de los libros.
Es pequeña y combativa, pero como consecuencia de una larga enfermedad de su juventud, sus hombros están penosamente encorvados. Su extraño rostro se parece un poco al de Lincoln, igualmente surcado de arrugas, igualmente curtido por el sol y el viento. Pero es delicado, con una fina estructura, y sus ojos son del color del jerez y tímidos. (“Un recuerdo navideño”, en Desayuno en Tiffany’s).
Sook vivía en su pequeño mundo, contaba historias de fantasmas, domesticaba colibríes y conocía las recetas mágicas de los indios para curar. Aspiraba tabaco, preferentemente el Brown Mule, y solía dar paseos por los bosques, a los que llevaba a Truman con la perrita Queenie, una cazadora de ratas de pelo duro, naranja y blanco. ¿Su mayor hazaña? Matar con una pala una serpiente de cascabel de dieciséis anillos. Usaban una vieja carreta para llevar flores y espárragos silvestres, cazaban mariposas y volvían a soltarlas, recogían hongos enormes. Sook llamaba “Buddy” al niño. Estaban casi siempre juntos: eran dos solitarios que compartían una amistad inhabitual, hasta el punto de que Capote murió pensando en ella y repitiendo la palabra “Buddy”. Conversaban, jugaban a las cartas, competían en habilidad remontando sus cometas, recortaban imágenes y plantaban helechos silvestres en las vasijas que estaban en el porche. Por su parte, Jennie, apasionada por el jardín y sus canteros de flores exóticas, llevaba allí al niño, que se extasiaba. En una palabra: las hermanas Faulk de Monroeville adoraban a su pequeño pensionista y disfrutaban al cuidarlo y educarlo.
¿Cómo describir el Sur de los años treinta en el campo? Los niños encendían fuego para asar malvaviscos y maíz, las niñas pequeñas sacaban pañuelos impregnados de menta, la gente tenía la piel tostada por el sol, los ricos cultivadores de algodón apenas se veían detrás del humo violáceo de los habanos, las damas olían a cedrón. Bebían jugo de cereza en el porche esperando la salida de la luna, mientras en el interior, los globos amarillos de las lámparas a petróleo horadaban la oscuridad. Había que ir a buscar agua a la bomba y calentarse junto a las chimeneas y las estufas. Afuera, la exuberancia de la fauna y la flora. Al joven Truman, todo le parecía desmesurado: las grandes corolas de las flores, las hierbas, los arbustos, las lianas que se enredaban y se aplastaban en montículos perfumados, los sicomoros que hacían llover sus hojas rojizas como especias, los árboles adornados con un musgo español que pretendía invadirlo todo, los senderos que serpenteaban como venas después de las fuertes lluvias de tormenta. Entonces salían los sapos, que lanzaban gritos agudos, y la terrible serpiente mocasín de agua, cuya mordedura podía ser mortal, una víbora ágil y danzante, que le daba miedo y lo fascinaba. Estaban los ríos y los pozos de agua donde la gente se bañaba, los bajos fondos pantanosos con grandes lirios silvestres, los troncos cortados que brillaban en la sombra negra de las aguas estancadas: era un mundo al mismo tiempo maléfico y maravilloso para el niño de la ciudad.
El campo era un reino desconcertante, como lo describió en su relato “Árbol de noche”:
Kay sabía qué la asustaba: era un recuerdo, un recuerdo infantil de los terrores que una vez, hacía mucho tiempo, habían planeado sobre ella como las ramas espectrales de un árbol de noche. Tías, cocineras, desconocidos, todos ansiosos por contar historias o enseñar canciones, que hablaban de fantasmas o de muerte, de presagios, espíritus y demonios… Y siempre volvía la invariable amenaza del coco: “¡No te alejes de casa, niño, o vendrá el coco y te comerá vivo!”. El coco estaba en todas partes y en todas partes había peligro. (“Un árbol de noche”, en Un árbol de noche y otras historias).
En la casa podía haber, en temporada, hasta unas quince personas, entre jornaleros, la cocinera, que se levantaba a las cuatro de la mañana para encender el fuego, y sus auxiliares.
Truman descubrió los mercados del sábado, una multitud densa de niños recién bañados y descalzos, con tres céntimos en el bolsillo para comprar un cucurucho de maíz tostado envuelto en melaza, y mujeres perfumadas con esencia de vainilla o agua de colonia comprada en el bazar, que usaban amuletos, tenían el pelo corto y maquillaje rojo en las mejillas. Agitaban sus abanicos de papel de colores, conversaban bajo un porche y, después de haber hecho las compras, aguardaban a los hombres que habían regresado, junto a sus caballos, a la caballeriza, donde la botella de whisky circulaba en ronda. Se comunicaban mutuamente las noticias, hablaban de las cosechas, iban al abrevadero, cubierto de lentejas de agua verdes, donde revoloteaban las libélulas irisadas, algunos lanzaban un puñetazo en una pelea, porque tenían sangre caliente, otros jugaban a arrojar cuchillos. Una parada en el bar, que en una pizarra colocada en la puerta, prometía parrilladas, sabrosos pescados, helados deliciosos, diversos refrescos y cerveza bien fría. La pausa era bienvenida. Todos habían llegado temprano, al amanecer, en sus carretas, sus autos viejos o descapotables. Ya anochecía, las luciérnagas parpadeaban, había que atar las mulas y regresar a las plantaciones.
En Monroeville, la escuela de Truman estaba cerca de su casa, de modo que podía volver a almorzar y deleitarse con tartas de banana. Ya sabía leer y escribir, tenía un pequeño diccionario, le gustaban los lápices y era aplicado. Contrariamente a las costumbres, se negaba a pelear y prefería negociar. Sin embargo, lo llamaban “Bulldog”, o “Bulldog Persons”, desde el día en que había arremetido con la cabeza baja contra un grandote que quiso humillarlo. Luego tendría otro apodo, “Tiny Terror”, por su lengua filosa. Era avispado y de imaginación desbordante, maduro, sabía ya muchas cosas e incluso empezó a interesarse en las palabras cruzadas de su vecino, Mr. Lee, el padre de Nelle, su compañerita de juegos. Siempre impecable, Truman se vestía de blanco de la cabeza a los pies. Usaba una camisa de lino claro y un pantalón que hacía juego, corbata, calcetines y zapatos blancos. Se veía magnífico. Sus tías hacían que se cambiara la ropa todos los días. A veces, su madre,