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con una servilleta de papel.
Sin embargo, la última vez que usted la verá con vida, ella escribirá con una sonrisa inusual adherida a la cara. Y usted conjeturará que tal regocijo tiene que ver con que por fin ha terminado su trabajo.
De modo que su muerte coincidirá —si acaso será una coincidencia— con la culminación de su obra.
Que la obra es una novela será más que una conjetura inicial: al dar por cerrado cada capítulo —lo que usted creerá cada capítulo—, Matilde lo lee en voz baja. Y así es como usted llegará a la conclusión de que ella escribe una novela, que es clara escribiendo: consigue con facilidad que sus palabras se conviertan en imágenes; y que, además, Matilde posee una hermosa voz.
Del otro lado de la barra, Valentín no sabrá que ella ha entrado. Y, aunque siempre está pendiente de la llegada de Matilde, hoy no la verá: para cuando ella entre, Valentín estará soportando las quejas del encargado. Que preste atención, que en la mesa 7 estuvieron esperando casi diez minutos y que se fueron a las puteadas. Que no es la primera vez y que la próxima va a tener que suspenderlo. “Concentrate, Valentín”, dirá el encargado, “Andá que llegan más clientes”.
Por eso Valentín no notará la llegada de Matilde sino hasta que termine de atender al bigotudo de la mesa 2.
El bigotudo de la mesa 2 también es frecuente: todas las tardes, prácticamente a la misma hora en que Matilde se sienta a la mesa que da a la ventana de la calle Charcas, se ubica en la otra punta del bar, a escasos metros de la columna que sostiene el 42 pulgadas.
Hoy, al igual que todas las tardes, pedirá un capuchino. Y pasará las horas hojeando el Clarín.
Valentín se habrá acercado y le habrá tomado el pedido. “¿Lo de siempre?”. Y el bigotudo habrá contestado con un ademán. Y habrá vuelto la vista al diario.
Como ya se ha dicho, todas las tardes —además de pedirse un capuchino—, el bigotudo de la mesa 2 lee el diario. Sin embargo, jamás levanta la cabeza para ver las noticias en el 42 pulgadas colgado a unos metros. Lo que a usted, después de observarlo durante poco más de dos semanas (de observar —de puro aburrido— su recurrente actitud en este bar de sobradas recurrencias), le parecerá levemente extraño. Es decir: el bigotudo se interesa por las noticias del diario, ya caducas, pero jamás por las imágenes que se repiten, estridentes, cinematográficas, frente a sus ojos.
Pero, para el caso, el bigotudo no le parecerá más extraño que la mismísima Matilde, que pasa las tardes ajena a todo, escribiendo y leyendo y resoplando y, muy rara vez, sonriendo. Ni más extraño que la conducta de Valentín, con ese absurdo moño y ese chaleco enorme que lleva estampado su nombre, que toda vez que advierte la presencia de Matilde se queda idiotizado y no puede dejar de mirar —tanto de reojo y al pasar, como en dilatadas miradas de amor— a la chica que escribe y que murmura junto a la ventana de la calle Charcas.
Valentín, quien muchas veces parece ingresar en un estado de pausa programada, carente de voluntad y movimiento, casi catatónico, no es más extraño que el bigotudo de la mesa 2. No es más extraño que usted, que deja transcurrir sus tardes observando lo que sucede en este bar, ignorando el pequeño libro que trae siempre consigo y que ni siquiera sabe de qué trata. Y, a pesar de que ya ha establecido que no hay extrañeza que predomine, usted focalizará la atención en aquel bigotudo.
Usted sabe que él no se irá del bar sino hasta las 19:30, minutos después de que lo haga Matilde. De modo que usted decidirá que la mejor manera de atravesar las siguientes dos horas será estudiando en detalle a este sujeto.
Y confirmará lo que viene observando hace ya unos días. Que el bigotudo se demora unos diez minutos por página. Que lee el diario de principio a fin: primero la tapa, después la contratapa; y que, una vez leídos los chistes, vuelve a la página uno, que lo lee de arriba abajo, sin desatender ninguna nota, ninguna reseña, ningún comentario. El bigotudo lee apuntando con el dedo: arrastra su índice desde el primer renglón, aquel que señala el precio del diario, hasta la marca en negrita que anuncia el número de la página. Usted razonará: “El bigotudo este no lee. Más bien analiza el diario, lo descuartiza”.
Y a usted se le ocurrirá que el bigotudo de la mesa 2 padece la lectura de las noticias tanto como Matilde padece la escritura de su novela.
En el momento en el que usted meditará acerca de esto, advertirá que el bigotudo levanta la vista: un movimiento fugaz, apenas perceptible. Pero usted, que no estará haciendo más que examinarlo, lo captará enseguida: es a Matilde a quien esos ojos han apuntado. Usted será el único en notar aquello: el bigotudo, aunque finja interesarse en los sucesos del día, en realidad está acá por otra cosa.
CAPÍTULO III
Valentín le llevará el capuchino al bigotudo de la mesa 2. Y, antes de volver a su posición junto a la barra, notará que ha llegado la chica que escribe junto a la ventana de la calle Charcas. Se estirará el chaleco y se acercará a ella:
—Buenas tardes.
—Hola —responderá ella—. Un café con leche con dos medialunas de manteca, por favor.
—¿Eso solo?
—Sí, por ahora eso.
—¿No querés una medialuna más? —habrá dicho Valentín antes de que Matilde termine de hablar.
—No, con dos está bien.
—La promo viene con tres medialunas…
—Con dos estoy bien hoy, gracias. —Matilde bajará la mirada.
—Enseguida —dirá él, y se quedará parado unos segundos frente a Matilde. Murmurará algo que usted no oirá.
Ella no lo notará, o fingirá no hacerlo; y él volverá tras sus pasos, en silencio y mirando a las demás mesas. En ese momento, Valentín y usted cruzarán sus miradas. Y usted, que solo entonces ha abandonado la vigilancia de la mesa 2, empezará a dudar. Tal vez Valentín no gusta de Matilde. Tal vez usted estaba equivocado: no son ni miradas de amor ni de pasión. Tampoco ternura es lo que irradian sus ojos al verla. Es posible que haya otra cosa. Una, acaso, igual de poderosa y secreta, igual de profunda, que lo lleva a comportarse como un idiota enamorado. Pero ¿qué cosa? ¿Temor? ¿Repulsión? ¿Rencor?
Valentín seguirá hasta la barra y le pasará el pedido al encargado. Y volverá a mirar a la chica de la ventana, que ahora bufa, que garabatea sobre el margen de una hoja.
Matilde será asesinada esta semana y, acaso, Valentín aún no lo sabe. Aunque —usted ya habrá empezado a figurarlo— es posible que Valentín sí lo sepa. Que lo haya planeado durante todo este tiempo en que ella ha venido al bar.
Usted será uno de los sospechosos —ya se lo he dicho—. Por eso es que analizará con excesiva atención la actividad de los otros dos involucrados. Ya no por el tedio de una tarde que se repite igual a la anterior, sino porque más le vale zafar de todo este embrollo. La vigilancia, entonces, deberá ser por partida doble: vigilará al bigotudo de la mesa 2 y a Valentín en igual medida.
Matilde dará vuelta la hoja de su cuaderno y leerá en voz baja. Usted no alcanzará a escucharla. A escuchar lo que ella escribe. No importa. Esto es un libro, y usted no necesitará escuchar nada. Le bastará con dar vuelta la página. Y tendrá acceso libre al escrito de Matilde. No porque sea relevante, sino para que después no me venga con que no le fue suministrada toda la información.
Así que no me lo agradezca, lo que viene no es gran cosa. Incluso podría salteárselo, seguir este asunto allá por el capítulo IV. Porque nada tiene que ver lo siguiente con la muerte de Matilde. Lo que viene es un texto suelto. Uno que ella ha escrito y que permanece absolutamente ajeno a la historia de su futuro asesinato. ¿Por qué incluirlo entonces? ¿Por capricho? Sí. Exactamente. Pero no es un capricho del autor. El capricho le pertenece a usted, lector. A su curiosidad. Usted, que no puede avanzar sin saber qué es lo que Matilde acaba de escribir. Usted, que, como no alcanza a escuchar la voz tenue de Matilde, no podrá hacer otra cosa más