Matilde debe morir. Cristian Acevedo
usted lo entiende: si usted escribiera de seguro crearía un personaje opuesto a usted mismo, uno muy distinto. Quizás elegiría a un pibe, a un pícaro pibe del conurbano. Quizás a una vieja que pasa sus días tejiendo para alimentar a sus nietos, un detective idealista de Los Ángeles tal vez. Si escribiera una novela, no querría que sus pensamientos y reflexiones, sus más vergonzosos secretos y sus temores más íntimos se revelaran a la primera. No. Mejor que hablen otros y no usted. Esa sería una buena manera de sorprenderse uno mismo también.
Sin dudas, haría como Matilde: escogería un narrador cuya voz no se pareciera a la suya. Buscaría la manera de que no lo reconozcan a usted en sus personajes. Incluso hasta usaría la tercera persona, como para distanciarse un poco más. O, ¿por qué no, la segunda persona?
Se quedará pensando en eso: ¿Usted había leído alguna vez una historia narrada en segunda persona? No lo recordará. En seguida su atención volverá a caer en Matilde.
Ella levantará el brazo y lo sostendrá en el aire hasta que Valentín se dé por aludido. Y para eso, pasarán unos largos segundos. Y usted advertirá que Matilde tiene un tatuaje en su brazo, tatuaje que durante estas semanas ha permanecido oculto y que hoy, con ese brazo arriba que se demora suspendido en el aire, se asoma desde la manga como si necesitara emerger a la superficie para respirar. O para cerciorarse de que su ama, la dueña de aquel brazo levantado, no corre ningún peligro.
Ese tatuaje, al parecer una serpiente o algún reptil escurridizo, tampoco sabe que en unos días —tal vez hoy mismo— su ama morirá. Y que ya no podrá emerger desde la manga de ninguna prenda. Ni desde ningún otro lado.
Pero a usted lo que le llamará la atención no será ese tatuaje, sino lo que se esconde por debajo. Porque usted notará, en aquel brazo que baja lentamente, que el tatuaje ha sido pintado para tapar una cicatriz. Y desde su ubicación, sentirá pena por Matilde. Porque la serpiente o lo que fuera que lleva tatuado no ha conseguido disimular las marcas de una herida que a usted se le antojará producto de un suceso atroz y no de un mero accidente.
Y en un chasquido y gracias a su imaginación, Matilde se convertirá en una mujer que ha debido soportar el dolor de un mundo hostil y aterrador. Mil imágenes, mil posibilidades representará en su cabeza. Y en todas, ella será la víctima de abusos y de atropellos y de múltiples vejaciones. Entonces, con esa costumbre suya de pasar las tardes fabulando, olvidará a la Matilde que hace un instante decía, con total desfachatez, haberse librado de su hermanito.
Valentín se acercará a la mesa. Y, recién en ese momento, usted notará que el bigotudo de la mesa 2 ha desaparecido.
CAPÍTULO V
El bigotudo ya se habrá ido. Matilde habrá pagado, habrá juntado sus cosas y habrá salido del bar sin dedicarle a usted siquiera una mirada casual.
En la mesa 2 no quedará ni el diario. Valentín vaciará la mesa de Matilde, después la del bigotudo y se meterá por el pasillo que da a los baños y a la puerta del depósito, aquella que tiene el cartel de “Solo empleados” y que siempre está abierta y que deja ver una torre de casilleros y la mugre de botellas vacías y de cajones de cerveza.
Usted guardará su pequeño libro en el bolsillo de su campera, dejará por las dudas un billete debajo de su taza, le hará un gesto al encargado y seguirá los pasos de Valentín con la idea de averiguar un poco más acerca de él. Falto de una idea que justifique su intrusión en el depósito, se decidirá por la puerta del baño (del baño de hombres, por supuesto: usted ha usurpado el cuerpo de un hombre). Entrará y meditará sus siguientes movimientos. Y frente al espejo del lavatorio, pensará: “¿Será mejor salir corriendo y ver adónde ha ido Matilde? ¿O lo mejor será perseguir al bigotudo misterioso de la mesa 2?”.
Y como usted es un hombre signado por la buena suerte —con esa absurda creencia andaba usted por la vida hasta hoy—, oirá la voz de Valentín filtrarse por un ventiluz abierto. Entonces entrará en esa segunda puerta y se encerrará en ese cuartito de dos por dos. Se parará sobre un endeble inodoro y acercará la oreja al ventiluz. Lo oirá a Valentín hablando con alguien más. Oirá lo siguiente:
—Dejaste pasar otra oportunidad —dirá una voz grave y rasposa, como de fumador.
—Yo no lo veo así, Federico. ¿Federico era tu nombre, no?
—Sí. Federico Axot. Así me llamo.
—Bueno, Federico Axot, yo no lo veo así, ¿está? Y ya te dije que no quiero escucharte más. Dejame, querés. Tengo que volver.
—Oíme, Valentín: no nos queda otra que trabajar en equipo.
—¿No nos queda otra? ¿Equipo? Vos estás muy equivocado: la otra precisamente es que cierres el pico y me dejes a mí manejar la situación.
—Vos no entendés: yo no estoy acá porque quiero. No me queda otra, así como a vos no te queda otra que seguir escuchándome.
—Callate, Federico. Callate y dejá que yo me haga cargo.
—¿Que te deje? ¿Que me calle? Si acabás de perder otra oportunidad…
—Yo no lo veo así.
—Valentín: vos no podrías ver un colectivo que viene de frente en una ruta desierta.
—Te equivocás. Yo voy a saber cuándo hablarle, ¿está?
—¿Y si esperás tanto que llegás tarde? Acordate que sabemos qué, pero no sabemos exactamente cuándo.
—…
—O le hablás vos, Valentín, o le hablo yo: hay que advertirla. De la próxima no pasa.
Alguien golpeará la puerta, y usted dirá “ocupado”. Y con esa interrupción, las voces que se filtraban por el ventiluz callarán, o seguirán la discusión en algún otro sitio. Y, aunque usted se quedará unos segundos fingiendo hacer lo suyo, no volverá a oír ni a Valentín ni a la áspera voz de ese tal Federico.
Y saldrá dando un portazo. Y le clavará una mirada de desaprobación al tipo que acaba de golpear. Y ya sin otra cosa que hacer, abandonará el bar hasta el día siguiente.
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