La Biblioteca de Ismara. Javier L. Ibarz

La Biblioteca de Ismara - Javier L. Ibarz


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puso en marcha el viejo Citroën. No quería que Óscar o Gabriel la oyeran—. La he visto muchas veces en gente que no podía perdonarse; por decepcionar a sus maestros, por haber flaqueado en el camino, por creerse indigno de lo que le entregaba la vida… Los seres humanos somos bastante absurdos. Solemos culparnos de lo que no somos responsables y en cambio cargamos sobre los otros nuestros verdaderos errores. No sé de qué te sientes culpable, mais piensa bien en lo que has hecho y luego decide si es tu responsabilidad o no. Si puedes corregirlo, hazlo; si le has hecho daño a alguien, pídele perdón. Mais deja de sentirte culpable, porque la culpa es un sentimiento inútil. No soluciona lo que has hecho, ni ayuda a nadie. Solo te hunde y te hace sentir miserable.

      ¿Era simpatía lo que estaba empezando a experimentar? ¿Así empezaba lo que llamaban síndrome de Estocolmo? No lo sabía. Lo único que sentía es que no tenía derecho a recibir la amabilidad de nadie. «Si supieras lo que he hecho, ni me hablarías» —pensó; la gente que podría perdonarla ya no estaba y ella no podía hacer nada para solucionarlo.

      Llegaron a Andorra y a las tres menos cuarto estaban comprando ropa. Pasaron por varias boutiques y Clara se fue animando un poco. Sobre todo por los zapatos. Sophie tenía un gusto exquisito y le permitió comprarse unos de tacón, que le sentaban de maravilla. Lucas estaría encantado de haberla visto así. Pero Lucas ni estaba ni se le esperaba.

      —Sophie —dijo, de pronto, Clara.

      —Dime, ma petite.

      —¿Podré volver a ver a mis amigos de Madrid?

      —Sí, claro —contestó, sonriente, Sophie—. Mais no de momento. Si todo va bien, antes de que llegue el verano se acabará el esconderse.

      —¿Y si va mal?

      Sophie dudó un momento antes de responder.

      —Si va mal —dijo—, ver a tus amigos será la última de tus preocupaciones.

      2

      A las seis de la tarde era ya de noche en Andorra la Vella. Clara estaba agotada, pero tenía ropa para estrenar en los próximos dos meses: dos abrigos estupendos, varias faldas, pantalones, chaquetas, vestidos, jerséis de cuello alto, barco, en pico, redondo… Se sentía como la prota de una serie de moda. Había sido increíble no tener que elegir. Como tenía que renovar todo su vestuario de una sentada, le habían comprado casi todo lo que le apetecía.

      Gabriel y Óscar habían actuado de convidados de piedra y todo el proceso lo habían orquestado Sophie y Clara. Ahora, dando por terminado el día, se sentaron a merendar en una cafetería del centro.

      Y entonces Clara volvió a alucinar.

      A través del ventanal del establecimiento se podía ver, en la acera de enfrente, a Adolfo, su profesor de Lengua, metiendo unos bultos en la trasera de un monovolumen de color oscuro.

      Por un segundo dudó. ¿Era cierto, entonces? ¿La estaban siguiendo de verdad y el profesor era un miembro de una secta rival? Enseguida rechazó esa paranoia. Seguro que estaba en Andorra por casualidad, y hablar con él era la oportunidad que necesitaba para volver a contactar con sus amigos. Pero claro, si su tío se enteraba no le dejaría hablar con el profesor y volverían a salir huyendo. Se excusó diciendo que iba al baño y salió de la cafetería por una escalera lateral.

      Intentó llamar al profesor lo más fuerte posible, procurando que los suyos no le oyeran. Adolfo Recarte se volvió, sorprendido y encantado.

      —¿Clara? —exclamó, sonriendo—. ¿Clara? ¿Qué haces aquí? ¿Te has venido a vivir a Andorra?

      Le pareció una contestación muy normal, pero necesitaba asegurarse.

      —¿Y usted? ¿qué hace usted aquí?

      —Me encanta el esquí —respondió él con toda naturalidad—, y tengo un pequeño apartamento en Pal. Suelo venir todos los años en cuanto caen las primeras nieves. Y ahora estaba aquí, en Andorra la Vella, comprando para la temporada.

      Lógico y razonable. Eso confirmaba que su tío y su secta estaban como una cabra.

      —¡Qué casualidad! —dijo ella, llevándole detrás del monovolumen, de modo que pudieran hablar sin ser vistos desde la cafetería—. Yo también he venido de compras. ¿Cómo está? ¿Cómo están todos? No pude despedirme de nadie…

      —Bueno, se quedaron bastante sorprendidos al verte salir tan deprisa —contestó Adolfo—, pero la verdad es que desde ayer no he vuelto a verles.

      Ayer. Parecía haber pasado un siglo desde que salieron de Madrid, pero apenas habían transcurrido veinticuatro horas.

      —Quiero que me dé su mail —dijo Clara, acelerada. En cualquier momento Gabriel y los demás se preguntarían por qué tardaba tanto en volver del baño. No podía entretenerse—; le mandaré mi dirección en cuanto la sepa y así podrá dársela a Patricia y a Lucas. Por ahora no tengo ni móvil ni nada…

      —Pero si tú ya tienes mi email —le interrumpió Adolfo.

      —No, ya no. Perdí la tarjeta.

      —Vaya, lo siento… pero no me refería a la tarjeta. Te lo escribí en la libreta, ¿no te acuerdas?

      Clara lo recordó.

      —Es verdad. Me lo escribió con su propio boli…

      —Clara. —Adolfo la miró fijamente.

      —¿Si?

      —¿Quieres venirte conmigo? —Hizo una pausa para que digiriera la propuesta—. Al principio tendrías que quedarte con los servicios sociales, pero en unos pocos meses podría pedir tu custodia y convertirme en tu tutor legal. Lo que está haciendo tu tío contigo es cruel…

      ¿Podía ser verdad? ¿Podía ser tan fácil recuperar lo perdido? Volver a una vida normal, rodeada de gente normal, en su casa de nuevo…

      —¡Clara! —La potente voz de Óscar atravesó la calle.

      —Es Óscar —dijo, sobresaltada—. Que no lo vea. Si saben que he hablado con usted, me registrarán entera y me quitarán la libreta.

      —Podemos marcharnos ahora mismo, si quieres. —Y Adolfo le indicó la puerta del vehículo.

      Era tan tentador volver a Madrid, a su instituto, con Patricia, con Lucas, volver a su vida…

      —No, no, ahora no —razonó, a su pesar, Clara—. Empezarían a buscarme y me encontrarían enseguida. No. Ahora que tengo su email y su teléfono, podré ponerme en contacto con usted.

      Adolfo sacó del bolsillo otra tarjeta.

      —Toma mi tarjeta entonces, por si acaso —le ofreció.

      —No —susurró Clara—. Si me la encuentran, sabrán que hemos hablado y no podré contactar con usted. No pueden sospechar que nos hemos visto.

      —¡Clara! Que nos vamos. —Óscar oteaba en todas direcciones. Su voz parecía firme, pero no podía ocultar un cierto nerviosismo.

      —Adiós, pues —se despidió Adolfo, con un mohín tristón.

      —Adiós —respondió Clara.

      Óscar volvió a entrar en la cafetería y Clara aprovechó para llegar hasta las escaleras laterales y hacer lo propio. Óscar la vio acceder al establecimiento, pero en lugar de sermonearle, pareció respirar aliviado.

      —Es que he visto un poco de nieve y me apetecía tocarla —mintió Clara—. ¿Nos vamos ya?

      —Sí —dijo Óscar.

      Y Clara se despidió con discreción de la sombra que se ocultaba en la calle contigua.

      3

      —No. Que no la


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