La Biblioteca de Ismara. Javier L. Ibarz

La Biblioteca de Ismara - Javier L. Ibarz


Скачать книгу

      Era un túnel cortito. Entonces seguían en Francia.

      Bajaron del coche, sacaron las compras y entraron en la casa.

      Era amplia, pero no hacía frío. Como si hubieran puesto la calefacción antes de llegar.

      —Bienvenida a Bosca —dijo su tío—. Esta será tu casa desde ahora.

      ¿Bosca? ¿Esa ciudad de cincuenta mil habitantes al pie del Pirineo, donde los osos se morían de frío en invierno y solo se iba a esquiar? ¿Bosca? Maldita sea, ¿en qué momento del viaje se había dormido?, porque no es que la geografía fuera su fuerte, pero habían recorrido bastante menos de los, como mínimo, ciento y pico kilómetros que separaban Bosca de Pau.

      Miró el reloj de la casa. Cinco minutos antes estaban en el jardín de Sophie. No podía ser. No había cambio horario entre Francia y España. Sencillamente, era imposible.

      Entró en el salón y una luz anaranjada empezó a parpadear.

      —¿Un localizador? —se extrañó Óscar—. Pero si lo miramos todo anoche.

      —Alguien de los suyos nos ha visto en Pau, seguro. Hay que pasar otra vez los detectores.

      Revisaron una a una todas las prendas. Nada.

      —Ven, Clara. Veamos si lo tienes tú. —Gabriel empezó a pasar el detector por las cosas de Clara. El aparato parpadeó al pasar por la libreta. Ella se asustó.

      —No. No me tires la libreta, por favor. Otra cosa más no. Me la regaló papá.

      —No te la voy a quitar —la tranquilizó su tío—. Solo voy a desactivarla.

      Introdujeron la libreta en una caja de boj decorada con filigranas plateadas y, al salir, la luz anaranjada no volvió a encenderse.

      —Ya está. Alguien debió meterte algún localizador.

      —Pero si en casa de Sophie no encontrasteis ninguno —apuntó Clara.

      —El detector de Sophie solo capta los localizadores móviles y el de tu libreta debía ser fijo. Ella se niega a poner un detector de fijos porque dice que le da dolor de cabeza, y que como su casa está protegida contra transmisiones, basta con detectar los móviles. Y este es el resultado.

      «Lo que está claro es que se tragan sus propias paranoias», pensó Clara. Lejos de Sophie, todo parecía aún más irreal. Detectores fijos, móviles, dolores de cabeza… Ella sí que tenía la cabeza como un bombo. En cuanto pudiera le mandaría un mensaje a Adolfo y…

      —¿Te enseño tu habitación? —Óscar le indicó las escaleras. Clara asintió. Aunque no le apeteciera demasiado conocer su nueva celda, al menos allí podría estar un rato a solas.

      Subieron a la segunda planta y luego a la tercera. El pasillo era elegante, pintado en un gris suave con las puertas lacadas en blanco. Todo parecía antiguo y nuevo a la vez, como recién restaurado. Al final de unas escaleras más estrechas estaba su habitación.

      Una estancia circular, de unos 5 metros de diámetro, en una torre, rodeada de ventanas. ¡Y para ella sola!

      —Es preciosa —dijo con sinceridad—. ¿Tengo internet?

      —No.

      —¿Tendré móvil?

      —No.

      —¿Play?

      —¿Cómo?

      —Consola de videojuegos.

      —Sí. Sin conexión a internet, claro.

      —Esto es una mierda de aburrimiento.

      Óscar la dejó sola. Y Clara volvió a repasar su nueva habitación.

      Si la viera Patricia, iba a flipar en colores y si la viera Lucas, la coronaba como la tía más guay de todo el instituto y si la vier…

      No la iba a ver nadie.

      Ella estaría allí, en esa ciudad helada y perdida al sur de los Pirineos, eternamente sola para el resto de su vida. Su habitación era guay, la casa era guay, pero estaban en el sitio equivocado. ¿De qué servía tener lo mejor de lo mejor si no había nadie con quien te apeteciera compartirlo?

      Pero, aunque no quiso reconocérselo a su tío, cuando esa noche miró por la ventana y vio lo que parecía un bosque en medio de la ciudad, sintió que esa habitación tenía algo que le hacía sentirse bien, cómoda. Que la recibía como si, por fin, hubiera llegado a su hogar.

      7 Una pariente de España.

      X

      EL INSTITUTO NUEVO

      Gabriel acompañó a Clara, visiblemente nervioso, hasta la entrada del IES Carlos Saura, un inmueble de los años treinta, racionalista, con dos alas anexas. Pero la muchacha no veía el momento de separarse de él. «Con la pereza que me da conocer gente nueva —pensaba—, solo me faltaría empezar aquí de pardilla». Tenía claro el plan: en cuanto entrara, iría directa al aula de informática y contactaría con sus compañeros de clase de Madrid. Bueno, sobre todo con Patricia y Lucas.

      —Aquí te dejo. —Gabriel la despidió en la puerta. Y antes de marcharse le dio un par de besos con una cierta torpeza—. Que tengas un buen día.

      Clara abrió la mochila que le había preparado Óscar. El horario y los libros estaban allí. Óscar, el ordenado. Nunca fallaba. Miró qué aula le correspondía y entró en el edificio.

      —Perdone, estoy buscando la clase de cuarto C —preguntó al bedel.

      —¿Tú eres la nueva?

      —¿Perdón?

      —Sí. Ya te acostumbrarás. Aquí nos conocemos todos y enseguida se sabe donde están los buenos. Espera, que cierro la portería y te acompaño.

      Subieron por unas escaleras de mármol hasta un rellano con el busto de un señor con gafas, que Clara supuso que era el susodicho Carlos Saura. Allí la escalera se dividía en dos tramos que convergían en el hall del primer piso. Sendos pasillos se abrían a derecha e izquierda. Tomaron el de la derecha y el bedel le indicó una puerta, al fondo. Por las ventanas, a la derecha del pasillo, se veía un jardín bien cuidado con una fuente en el centro.

      La penúltima clase era la suya: 4 °C.

      Entró en el aula y todos la cartografiaron con la mirada para volver luego a sus conversaciones, esperando al profesor. Según el programa, tocaba Inglés, de primeras y sin anestesia. Sacó el manual de su mochila y buscó con la mirada dónde sentarse.

      Una chica de pelo castaño oscuro y sonrisa amplia le hizo señas.

      —Aquí —gritó—. Aquí hay un sitio libre.

      En cuanto Clara se sentó a su lado, se presentó, hablando a toda velocidad.

      —Soy Nuria. Te dejaré los apuntes, no te preocupes. Y te pondré al día de quiénes son de fiar y quiénes más falsos que un billete de ocho euros. La mayoría son buena gente, aunque algunos son un poco pesaditos… Pero luego te cuento, que viene la profesora…

      Pasó la primera parte de las clases y llegó el recreo. Nuria y su panda, bastante heterogénea, estaban bombardeándola a preguntas cuando un chico moreno, guapo, con los ojos de un verde intenso, se acercó al grupo.

      —Bienvenida al instituto —le dijo a Clara, con una sonrisa de oreja a oreja —. Es bueno comprobar que los estándares van subiendo. Daniel Ramírez, para lo que necesites.

      Clara se quedó enganchada en esos ojos y solo acertó a balbucear:

      —Clara Caskrauostra.

      —¿Cómo?

      El maldito amuleto. Tenía que decir su nuevo nombre.


Скачать книгу