La Biblioteca de Ismara. Javier L. Ibarz
3
«Es imposible».
Eso se decía Antoine Lachance una y otra vez, como si esperara que lo que había descubierto se desvaneciera si lo repetía suficientes veces. Observaba, desconcertado, los nombres que había extraído de sus notas. Entre esos nombres tenía que encontrarse el del topo al servicio de Ramyr. Pero no podía ser ninguno de ellos. Y sin embargo…
Había pasado meses en la Biblioteca de Ismara investigando sobre la familia Riglos y el Alquimista Oscuro, buceando entre lo poco que la Hermandad no había robado o destruido cuando arrasaron las salas de Genealogía y Heráldica en la última guerra. Miles de ejemplares descritos en el Index habían desaparecido para siempre. Incluso las fichas, que registraban automáticamente fechas y datos de cada consulta, habían sido destruidas.
Pero esa misma mañana había descubierto que una obra sobre Ramyr podía haberse salvado del saqueo. Una reseña indicaba que la habían ocultado en otra sala de la Biblioteca. Sin embargo, no aparecía en el Index correspondiente, y sin esa referencia sería imposible de encontrar entre miles y miles de volúmenes.
Tras buscar sin resultado la ficha del libro u otra referencia en los archivadores, había creído ver un leve resplandor verdoso al fondo del mueble, más intenso cuanto más acercaba el medallón. El tipo de fosforescencia típico de la Societas. El origen de la luz estaba al fondo del cajón, adherido a la pared del mueble; una tarjeta con la nomenclatura de la Biblioteca para indicar situación de un libro: II-16-Bz-α.
Pero allí tampoco encontró La conjura de Ramyr. Parecía una gymkana que no acababa nunca. ¿Gymkana…? ¡Claro, eso era!; ¡una pista más! Buscó resortes, trampas, dobles fondos… nada. Pasó el medallón por el lomo de los volúmenes… y entonces, sí, uno de ellos se iluminó débilmente. Lo abrió.
Estaba hueco, y en su interior encontró una gran cantidad de fichas de libros que hablaban de Ramyr y de los Riglos. Libros que se habían salvado de la guerra y que Antoine había buscado sin éxito durante semanas. Alguien los había ocultado, y ahora conocía su nueva localización: en el Reservorio de la torre donde se restauraban los volúmenes deteriorados.
Tampoco en la torre había rastro de ellos. Alguien con acceso a la Biblioteca los había hecho desaparecer mucho después de la guerra, hacía menos de veinte años; alguien que no quería que fueran encontrados; alguien que era un miserable traidor. Alguien, no obstante, que había pasado por alto un hecho: las fichas se habían conservado y ahora seguían reflejando, tozudas, las últimas personas que habían consultado cada libro y en qué momento. Y Antoine tenía ante sí los nombres de esas personas:
La alcaldesa de Ismara, Sophie, Óscar, Rebeca, Natalia y Gabriel.
Por eso se repetía que era imposible. Habría puesto la mano en el fuego por todos. Y, sin embargo, uno de ellos tenía que ser el topo.
4
—No me has invitado —dijo Daniel, molesto. Clara no contestó. Su fiesta era la comidilla del instituto y ella aún no había decidido si le gustaba o no ser el centro de atención hasta ese punto.
—No —le contestó Nuria—. Ni lo hará. No queremos imbéciles que solo buscan una cosa.
—Vale —replicó Daniel, despectivo—, pero ¿por qué no dejas que me conteste ella? No me gusta tu voz.
—Ya la has oído. —Esta vez sí era Clara—. No te he invitado porque no quiero que vengas.
Daniel acusó el golpe.
—Te equivocas conmigo —alegó—. Entendiste mal lo que te dije. Me gustaría que me dieras la oportunidad de probarte que no soy el capullo que todos creéis que soy. Lástima. Pensé que tú y yo teníamos mucho en común.
—Sí, el instituto y un cromosoma X —se burló Nuria, emocionada por poder meter «cromosoma X» en una frase.
Clara sonrió; Daniel también esbozó una mueca amarga y se dio media vuelta, resignado. A Clara le podían los cachorrillos mojados con mirada triste y estuvo a punto de pararle, pero Nuria la agarró del brazo y musitó: «Ni se te ocurra».
Clara se lo agradeció. Aunque a veces Nuria podía ser un poco dictadora, lo cierto es que sin ella no hubiera podido sobrevivir en Bosca. Sin ella y sin Inés. Eran como mosqueteras, todas para una y una para todas. Y en la preparación de la fiesta se encontraron con su D’Artagnan: Ana, una chica de la edad de Clara que estaba en el equipo local de Gimnasia Rítmica. Inés la había conocido en los ensayos de la función de Navidad, y cuando la presentó en el grupo, congeniaron enseguida. Las tres le ayudaban en lo que podían (o en lo que Gabriel les dejaba, porque no tenían permitido entrar en el local) y gracias a ellas Clara estaba consiguiendo disfrutar un poco de los preliminares.
La semana se convirtió en un no parar de imprimir invitaciones, elegir decoraciones y hacer collares, esto último a cargo de Óscar y Gabriel. Con tanto movimiento, a Clara casi se le había olvidado que quería conectarse a internet.
Casi.
Durante los desplazamientos al salón donde se iba a celebrar la fiesta, había localizado un cibercafé en una calle cercana. Como Gabriel se negaba a que los amigos de Clara le ayudaran dentro del local, siempre iba allí sola. Y en uno de los viajes, aprovechando que ni Gabriel ni Óscar venían con ella, entró en el establecimiento, pagó la tarifa mínima y se sentó, al fondo, frente a un ordenador. Suspiró un momento antes de entrar en su cuenta de Facebook. Introdujo su email: [email protected]…
O lo intentó, porque cuando intentaba escribir «Carrasco», en la pantalla aparecían otros caracteres. Menuda mierda el amuleto ese.
Se lo quitó; nada. Lo guardó en el bolsillo; nada. Le pidió a la chica que atendía el Cíber que se lo guardara…; nada. Debía tener un radio de acción enorme.
Tendría que abrir una nueva cuenta de correo.
Al cabo de un rato la tenía configurada: [email protected] (cuanto más se pareciera a su correo antiguo, más fácil sería que supieran quién era). Ya podía crear una cuenta de Facebook con su nuevo nombre. Intentó usar la cámara del ordenador para hacerse una foto, pero solo obtuvo una masa de colores remotamente humanos en donde debía estar la cara. Lo intentó un par de veces más, sin éxito. La computadora debía estar estropeada. Pues sin foto, qué demonios. Abrió su cuaderno de notas, dispuesta a enviarle un correo a Adolfo… Y entonces se dio cuenta de que con el apellido cambiado y sin una foto iba a ser difícil que la reconocieran.
Cuando estaba dándole vueltas a la solución del problema, miró por la ventana y vio a su tío dirigirse al local del cumpleaños. Se levantó a toda prisa y salió corriendo; tenía que llegar antes que él o se acabarían las escapadas sorpresa. Evitó el recorrido que seguía Gabriel, metiéndose por calles secundarias, y logró entrar en el local segundos antes de que su tío llegara.
Al menos ya tenía configurada la cuenta. La próxima vez, la usaría.
5
Bruno Candial había dormido en Ismara. Desde los ataques de la Hermandad, cada vez lo hacía más a menudo. Siempre se había sentido más seguro en Ismara que en la superficie, pero ahora no era una cuestión de percepción. La superficie era peligrosa. Bruno era de la vieja guardia, de los pocos que aún se negaban a rodearse de electromagnetismo, módems, routers y todos esos aparatos modernos. Que le dieran un buen par de legajos, oliendo a polvo y ácaros, algo tangible, y lo verían disfrutar.
A las cinco encendía el fuego en su tahona, una de las pocas panaderías con horno de leña que quedaban en Bosca, y allí se dirigía cuando vio a Antoine salir de la Biblioteca de Ismara. Bruno observó cómo miraba a uno y otro lado antes de dirigirse a una de las salidas. Le pareció que no quería ser visto, y él mismo se ocultó. No era una hora habitual y ese comportamiento era sospechoso. Habían empezado a