Identidad robada. Carmen María Montiel

Identidad robada - Carmen María Montiel


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luego añadieron—: El problema es que ha faltado muchos días a clase y está entrando en la zona peligrosa. Podría perder el año.

      Terminé la conversación y, luego de colgar, la llamé y le envié un mensaje de texto. No respondió. Tardó un tiempo hasta que por fin me llamó.

      —Mamá, ¿qué pasa? —contestó con voz soñolienta.

      —¿Dónde estás? —le pregunté.

      —En el apartamento al que se mudó papá.

      —¿En el apartamento al que se mudó tu papá? ¿No se supone que deberías estar en la escuela?

      —Estoy enferma.

      —¿Nuevamente enferma? Estabas enferma el viernes pasado. —Bueno, estoy enferma otra vez.

      —¿Por qué tu padre no llamó al colegio y les hizo saber que estabas enferma?

      —Supongo que no se dio cuenta de que yo todavía estaba aquí.

      —¿Qué? ¿Él no sabe si estás en casa o no?

      —¡Vamos, mamá!

      Finalizamos la conversación. Yo estaba frustrada y desesperada. Llamé a mi abogado y le expliqué lo que la escuela acababa de informarme. El abogado me dijo que iba a pedir el registro de asistencia de Alexandra. A partir de allí comencé a hacer uso de todos los recursos a mi alcance para recuperar a mi hija.

      Sabía que Alexandra no estaba bien pero, al mismo tiempo, no quería obligarla a regresar. Quería que volviera voluntariamente.

      El martes fue un día tranquilo. No supe nada de ella ni de la escuela. No sabía qué pensar. Hay quien dice que con los niños el silencio no es bueno, mientras que para otros no tener noticias son buenas noticias…

      El miércoles, Alexandra me llamó alrededor de las tres de la tarde:

      —Mommm...

      Esa ha sido siempre su forma de decirme “mamá” cuando me necesita, algo que me derrite.

      —¡Hola, mi amor!

      —Ma, ¿sabes que llevaron perros a la escuela?

      —¿Perros? ¿Tú sabes lo que eso significa, Alexandra? Estás en problemas.

      La escuela suele llevar, al azar y sin anunciar cuando lo hacen, perros antidrogas a la instalación y los pasean por toda la escuela y los automóviles de los estudiantes.

      —No, mami.

      La interrumpí:

      —Perros antidroga… ¿Estás expulsada, Alexandra?

      —No, mamá, no. No me están expulsando. Lo que me encontraron fue una bolsita, que no era mía, con un tallo de marihuana.

      La vieja historia del “no es mía, es de un amigo”.

      —Alexandra... ¿quién te va a creer eso?

      —¡Mamá, es verdad! De cualquier forma, le dije al Sr. Waugh que te llamara pues, aunque vivo con mi papá, hay que mantenerte informada a ti también. Por favor, espera su llamada.

      “¡Oh, Dios mío! A mi hija la van a expulsar del colegio”, pensé.

      La escuela siempre ha mantenido una política de tolerancia cero en cuanto a las drogas. Yo sabía que en años anteriores habían expulsado a algunos niños a pesar de haber ofrecido todas las excusas habidas y por haber, tal como estaba haciendo Alexandra. “¿Por qué iba a ser diferente esta vez?”, me dije para mis adentros.

      El Sr. Waugh por fin llamó. Yo sabía del sincero cariño que sentía por Alexandra. Se trataba de un hombre que conocía la psicología de los adolescentes de una manera increíble; había tratado con ellos a diario durante años. No se podía pedir un mejor jefe de bachillerato.

      Finalmente me explicó lo sucedido. Me informó que el incidente había ocurrido el martes y que esa mañana habían tenido una reunión con los padres de los dos niños involucrados, solo que a mí Alejandro nunca me informó.

      Me dijo que Alexandra había colaborado y que lo dicho por ella había sido creíble. Que la escuela no iba a expulsarla, pero que habría consecuencias y que el lunes sería informada de cuáles serían. Ella y el otro chico habían sido suspendidos hasta ese día.

      Estaba agradecida con la escuela por la forma como habían manejado todo. Yo sabía que expulsar a mi hija en la situación que estábamos viviendo sería catastrófico pero, por otra parte, no entendía por qué la escuela la estaba protegiendo. Expulsarla la habría destruido y habría perdido a mi hija por completo.

      Me dije: “¡Esta es la gota que derramó el vaso!”. Llamé de nuevo a mis abogados y les hice saber que tenían que acelerar el recurso en el tribunal para recuperar a mi hija, que era obvio que no estaba siendo supervisada por su padre y que aquello había llegado muy lejos. Mi hija estaba a punto de perder el año, bien fuera por los días que había faltado o por el riesgo de expulsión.

      El jueves transcurrió en calma hasta alrededor de las siete de la noche, cuando Alexandra me llamó de nuevo.

      —¡Mommmm! Me remolcaron el coche. Necesito que vengas conmigo a buscarlo, porque está a tu nombre.

      —Alexandra, ¿te has dado cuenta de que ha pasado algo malo contigo cada uno de los días de esta semana?

      Ella comenzó a gritarme:

      —¡Mamá! Ya que…

      ¡Clic! Tranqué el teléfono. Mi hija llamó de nuevo.

      —¿Me trancaste? —preguntó.

      —¡Sí! Soy tu madre y mientras no me respetes no voy a hablar contigo.

      —¡Mamá…! —dijo gritando de nuevo.

      ¡Clic! Le volví a colgar.

      Al igual que el de otras personas, había perdido incluso el respeto de mi hija.

      Tenía una cita el viernes siguiente en el despacho de mi abogado. Estaba aprendiendo cómo desenvolverme en el tribunal cuando me llamaran al estrado. Nunca había hecho eso antes y el abogado de Alejandro trataría de destruirme cuando fuera su turno de interrogarme. Para que eso no pasara, tenía que saber enfrentarlos. En otras palabras, debía aprender cómo subir al estrado.

      ¡Pues sí! Aunque suene increíble, era necesario recibir ese tipo de entrenamiento porque, de no hacerlo, la otra parte se conduciría de manera apropiada y correría con ventaja.

      El Tribunal de Familia es un teatro. No siempre gana la verdad, a menos que se sepa expresar y no se permita ser destruida por la contraparte.

      Ese día por la tarde, alrededor de las dos, Alexandra me llamó.

      —Mommmmm, ¿puedes llevarme a buscar mi carro?

      Esta vez su voz era dulce, pero sonaba triste y deprimida.

      —Por supuesto, mi cielo. Estoy en una reunión. Tan pronto termine voy a buscarte para ir a recoger tu auto.

      Tranqué el teléfono y le pregunté al entrenador cuánto tiempo más necesitábamos. Él me respondió que aproximadamente una hora. Por lo tanto, continuamos.

      Alrededor de media hora más tarde, mi hija llamó nuevamente.

      —Mommmmm, ¿puedes venir a buscarme, por favor?

      Esta vez sonaba como que estaba llorando. Les dije a todos:

      —Tengo que irme. No me gusta el sonido de su voz.

      Salí corriendo del bufete de mi abogado, me subí a mi auto, ¡pero no podía correr! ¡No debía correr!

      Desde que enfrentaba todos los problemas judiciales en los que Alejandro me había involucrado, no podía arriesgarme a cometer ni siquiera una infracción de tránsito, así que manejaba con suma prudencia. Me mantuve dentro del límite de velocidad y no di el menor paso en falso, a pesar de sentir


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