Invitados del viento. Robinson Quintero Ossa

Invitados del viento - Robinson Quintero Ossa


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vehículos: “Sigo los buses que viajan veloces en la noche | cuando la tiniebla es más cerrada | y apenas los distingue | el destello de las luces || [...] || Las estrellas cumplen arriba | su destino | Pero más hermosa que la luz | inmóvil | es la luz que huye”.

      El viaje, siempre por carretera, depara otras apariciones que Robinson convierte en poemas: las cruces que señalan los lugares donde alguien encontró la muerte, los cementerios de gente, los cementerios de carros, los túneles, otros carros que vienen y se cruzan con el bus, como el camión de ganado, como otro bus que saluda con una formidable bocina: “Es rutina entre los choferes de buses, cuando se cruzan por las carreteras solitarias, a manera de saludo, soplar a todo volumen los vientos de sus cornetas hasta que los carros se pierden en las distancias”.

      En cierto modo, los poemas de Quintero son pioneros en el tema de viaje como pasajero de bus; una situación cotidiana, en principio patéticamente prosaica, es ganada por él para la poesía. Y sus personajes, anónimos, en apariencia rudamente vulgares, adquieren un perfil poético: la frutera que vende a orillas de la vía, el montallantas (“Agradece con un buen deseo el trabajo del montallantas || Sucio | desarrapado | en un paraje de la carretera | se esmera en su oficio || Rápido | y con destreza | repone el neumático | coloca la llanta en el eje | y gracias a él es posible continuar el viaje | que demoró el imprevisto”) y los ayudantes (“Desde niño admiré su osadía de viajar | colgados del borde de las puertas | de los buses | asidos a una manija por una mano de aire”).

      Párrafo aparte merecen los choferes de bus: “los pensamientos del chofer | mientras gira silencioso | con el volante el mundo || ¿Qué bulle en ese solitario corredor de fondo | entre tanto pasan árboles | precipicios | y sombras?”. Al chofer le dedica un epitafio y un homenaje: “Aquí yace | quien enseñó | no el mundo | sino una manera de mirarlo”.

      Más allá de los protagonistas, de los testigos, más allá de los paisajes, Quintero indaga el sentido profundo del viaje, su significado iniciático, hasta su fatalidad: “Porque el asunto es moverse | errar | remontar la distancia | ser uno mismo lejanía”. Revela la búsqueda, casi más importante, al menos más duradera, que el hallazgo mismo: “El que viaja || Desea a veces la quietud | no el continuo viaje | no el afán de arribar para partir | siempre || un poco de solaz | un paraje silencioso | una oculta corriente de agua”.

      Paradójicamente, el viajero también manifiesta su carencia, que ahora es la quietud, e invoca a “El que es pasajero y nunca emprendió viajes | a esos lugares de donde llama | su alma | viaja ahora en este poema”. Por esto mismo no es de extrañar que ese personaje con aires de explorador se recoja: la siguiente parte del libro revela con su título la intención: “El poeta da una vuelta a su casa”. Y, sí, está en su casa, pero allí reivindica su vocación de errancia: camina por la casa, va por la calle pateando una piedrita, pasea por la calle con su perro.

      Caminar es distinto a viajar en cualquier vehículo. Dice David Le Breton que “el conductor [¡y el pasajero!] de automóvil es el hombre del olvido: el paisaje desfila a su lado más allá del parabrisas, sin que él sienta nada, en una especie de anestesia sensorial y de hipnosis con la carretera. Es también el hombre de la urgencia: sin necesidad de detenerse en el camino, es únicamente un ojo hipertrofiado que lo recorre a gran velocidad. Además, ni las carreteras ni las autopistas son propicias para la exploración o el vagabundeo [...]. El caminante siente la tierra bajo los pies, en contacto vivo con el camino”. Antes ha dicho que “caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo”, ha dicho que “caminar reduce la inmensidad del mundo a las proporciones del cuerpo” y ha dicho, también con tino, que “caminar es la confrontación con lo elemental”.

      Si el viaje largo significa medir el mundo, ampliar el rincón del paraíso que aquí se llama Caramanta y confrontarlo con otros cielos y otros infiernos, la caminada es algo más íntimo que suscita la visión interior; aun moverse dentro de la casa significa descubrimientos: “Una vuelta a su casa para burlar el tiempo | mirar en otra cara | o ver las cosas de otro modo”. Ese detenerse sirve, también, para reconocerse móvil: “la sombría media luz de la casa | la consistencia del resguardo | no son para mis versos || [...] || Mis palabras prefieren | para dejarse ver | la intemperie: || los días son dioses y adioses || [...]|| Caminar es ya tener una casa | Escribir es ya tener una casa”. En el mismo poema dice que “Poeta que no camina | ¿a qué horas templa su melodía?”, siguiendo con esto el aforismo de Nietzsche: “no escribo solo con la mano: el pie quiere escribir también. Firme y valiente corre, ya por el campo, ya sobre el papel”.

      En el recogimiento también se le aparecen los pájaros:

      Surcan el bajo cielo de mi casa multitud de pájaros: bajan a los muros o se ponen a hacer nada en los árboles. Trotan sobre la hierba, pican el plátano de los cebaderos, vuelven al aire y se esfuman. Algunos se extravían buscando la ruta de la bandada y otro —como este— se estrella en el abismo de la ventana.

      Y en las caminadas de vecindario va al ritmo de su perro:

      Tiene mi perro un estilo de pasear que lo distingue, un paso fluido que despierta la admiración de la gente, un ir plácido por las aceras que da gusto mirarlo, un vagar distraído que dan ganas de seguir su rastro; su andar pisa entre más firme más suelto, su trote queda en el aire después de que pasa, su correteo da vueltas en redondo y pone a girar las calles. Se escucha, en lo que escribo, su paso. Con quiebres de gozque, sin lazo de atar, va mi perro en su paseo de olores.

      El caminante se permite hacer una taxonomía de las calles. El común denominador es que siempre son distintas: “Hay las calles que pasado un largo tiempo | volvemos a caminar | [...] || Hay las calles que anduvimos ya en una ocasión | —no sabemos qué ocasión fue— | pero en la ruta | nada recuerda nuestro paso || Y hay las que paseamos por primera vez | y en las que nos estremece | el presentimiento | de que ya las caminamos”.

      No es extraño que sea caminando cuando el poeta halla su doble que siempre va adelante de él, si bien nadie puede estar seguro nunca de cuál es el original, si lo hay, y cuál la copia, si la hay. En todo caso, entretenido con pájaros o consigo mismo, buscándose a sí mismo o recogiendo piedras, el poeta descubre el mundo mientras camina y descubre el poder curativo de los guijarros: “Sea un andrajo de pedrusco o un pulido guijarro, hay que guardarlas en los bolsillos, darles un sitio en la mesa, llevarlas de ronda, descansar su peso. La piedra que levita la calle, la que hace pila entre el andén y el muro, la que luce sus bordes en el charco del patio, ensimismada. Hay que hablar las piedras, decirlas sin prisa. Dan calma”. En todo caso se autoprescribe unos mandamientos que sigue con fe: “Agradecer cada día el misterio del que nace el poema. | Ir sin prisa entre el mirar y el admirar. | Ser la luz secreta que medita”.

      A Luzmila Ossa Abello y a mis hermanas

      A Yayi, Alejandro y Juan Manuel

      A Jaime Quintero Cabal

      A Luis Germán Sierra

      Caramanta

      En el principio la luz. Y la hora primera

      en la que los labios aún en el barro

      prueban las cosas del mundo

      Odysseas Elytis

      Iniciación

      Las naranjas maduras doblando con su peso las ramas

      la mariposa en la grieta del muro

      el sol del estanque desvivido en su brillo

      como un trozo de oro

      y tú en medio del patio

      a solas

      sintiendo lo intenso de la luz sobre las cosas

      De pronto

      en el diáfano festejo

      la sospecha de la Nada

      eso que empezabas a temer

      mientras ocultabas los ojos entre los párpados

      calientes

      Desde entonces te intimidó esa oscuridad

      desde


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