Rivales enamorados. Valerie Parv
no estaba en la feria y tampoco lo estaría su real propietaria, pero Hugh conocería a la princesa Adrienne por la noche, durante la gala benéfica. No le apetecía mucho soportar tanta pompa, pero era la única forma de convencerla de que debía venderle a Carazzan.
El público empezó a aplaudir y Hugh se concentró en los jinetes que montaban a pelo sobre los hermosos caballos de la isla.
El corazón de Adrienne latía con fuerza mientras los jinetes realizaban su exhibición. Era algo típico, basado en los grabados encontrados en las cuevas de Nuee. Desde tiempo inmemorial, los jinetes de la isla entrenaban a sus caballos para realizar hazañas como lanzarse a caballo desde un precipicio y llegar a la playa sin soltar las crines del animal.
Adrienne habría dado cualquier cosa por presenciar aquello. Según la leyenda, los jinetes vivían con sus caballos y, a veces, morían con ellos.
La prueba de que eran los mejores del mundo estaba frente a ella. Con increíble rapidez y exactitud, los caballos y sus jinetes hacían una demostración en la arena que dejaba a los espectadores boquiabiertos y emocionados, a veces incluso obligándolos a levantarse de su asiento, con el corazón encogido. Cuando terminó el espectáculo, se sentía tan cansada como si ella misma hubiera estado montando.
Por la fuerza de la costumbre, Adrienne se dirigió a los establos, como solía hacer cuando asistía oficialmente a aquel tipo de espectáculo, pero se dio cuenta de su error cuando se encontró con un jinete borracho en uno de los estrechos pasillos.
–No se puede pasar.
–Perdón –murmuró ella, dándose la vuelta.
–Pero puedo enseñarle los establos si quiere –dijo el borracho, tomándola del brazo.
–No, gracias.
–No hay prisa, guapa. Seguro que te gustan los jinetes –rio el hombre. El olor a alcohol que despedía era tan fuerte que la mareaba.
–Por favor, suélteme –dijo Adrienne intentando aparentar tranquilidad, aunque su corazón latía acelerado.
–Me llamo Kye. ¿Tú cómo te llamas?
–Dee –contestó ella. Lo último que deseaba era provocar una escena y que todo el mundo descubriera quién era en realidad.
–Ven, voy a enseñarte mi caballo.
El hombre empezó a tirar de ella hacia los establos y, cuando el globo que llevaba atado a la muñeca se soltó, Adrienne intentó no asustarse.
–No puedo. Estoy con una persona.
El hombre miró hacia atrás.
–Pues yo no veo a nadie.
–Estoy aquí –gritó ella, como si se dirigiera a alguien.
–No hagas tonterías.
El hombre le puso una mano sobre la boca para ahogar sus gritos y Adrienne tuvo que reunir todo su valor para no desmayarse. Casi se le doblaron las piernas de alivio cuando vio aparecer a un hombre a la entrada del pasillo. Era el hombre con el que había hablado antes del espectáculo. Desesperada, Adrienne mordió la mano del borracho y este se apartó con un gesto de dolor.
–¡Auxilio! –gritó Adrienne antes de que volviera a taparle la boca.
El hombre se acercó a ellos.
–¿Qué pasa aquí?
–Parece que esta chica y yo no nos ponemos de acuerdo. No es asunto suyo.
–¿Por qué no suelta a la señorita para que pueda hablar ella misma? –dijo el estadounidense con aparente tranquilidad. Pero algo en él había cambiado; su lenguaje corporal decía que estaba dispuesto a obligarlo si era necesario.
El borracho se dio cuenta también, pero se irguió de forma beligerante sin soltar su presa.
–Ella está conmigo.
Hugh la miró. Aquel borracho no podía ser la persona a la que ella esperaba.
–¿Está con él?
–No lo había visto en mi vida. Solo quiero que me suelte.
De nuevo, Hugh se sintió turbado por su cara de muñeca. Tenía la piel de color melocotón y bajo el sombrero podía ver un cabello negro como la noche. No podía ver los ojos tras las gafas de sol, pero imaginaba que serían tan hermosos como el resto de su cara. ¿Qué hacía una mujer como ella en los establos de una feria? ¿No sabía que los jinetes, hombres acostumbrados a vivir la vida, se creían donjuanes en cuanto tomaban dos copas?
–Suéltela.
Era una orden y el borracho se dio cuenta. Hugh era tan alto como él y mucho más fuerte, pero aquella chica era muy guapa y el jinete parecía debatirse entre pelear por ella o dejarla ir.
Antes de que dijera nada, la joven lo golpeó con la rodilla en la entrepierna y el hombre lanzó un grito de dolor. Después, se alejó cojeando y lanzando maldiciones.
–Voy a llamar a seguridad –dijo Hugh.
Adrienne le puso una mano en el brazo.
–No hace falta.
–Pero ese hombre la ha atacado.
–Está borracho. No sabía lo que hacía.
–¿Y si lo intenta con otra mujer?
Otra mujer podría no tener la suerte de que apareciera alguien para salvarla, tuvo que admitir la Princesa.
–Yo… llamaré a la policía cuando llegue a casa. Pero no creo que hoy vuelva a intentar nada con nadie.
–Eso es verdad –dijo él, pero no parecía muy convencido.
–Gracias por ayudarme. ¿Cómo ha sabido que estaba aquí?
–Vi el globo flotando a la entrada de este pasillo y pensé que le habría ocurrido algo –contestó él–. ¿Seguro que se encuentra bien?
–Sí –asintió Adrienne, pero no pudo disimular un escalofrío.
–¿Le apetece tomar algo?
–Sí, gracias.
Se dirigieron a una de las terrazas de la feria y el hombre eligió una mesa apartada.
–¿Qué quiere tomar?
–Un té, por favor. No puedo quedarme mucho tiempo.
Ella pareció un poco más calmada después de tomar su té.
–¿Se encuentra mejor?
–Sí, gracias.
–¿Puedo preguntarle cómo se llama?
–Dee –contestó Adrienne.
–¿Va a llamar a la policía, Dee?
–Sí, claro –murmuró Adrienne, pero no podía hacerlo. ¿Cómo iba a explicarles lo que había pasado? Tendría que buscar otra forma de solucionar el asunto. Adrienne se sintió aliviada cuando una conmoción al otro lado de la terraza le ahorró la explicación–. ¿Qué pasa?
–Están presentado a la reina de la feria.
Al ver las cámaras, Adrienne se levantó.
–Debo irme.
–No ha terminado su té –protestó el estadounidense. Adrienne se colocó de espaldas a los periodistas. Si alguno de ellos la reconocía, estaba perdida–. Está nerviosa, pero no me sorprende. Después de lo que ha pasado, cualquiera lo estaría.
Ella lo miró, sorprendida. Aquel hombre parecía genuinamente preocupado por ella. Adrienne estaba acostumbrada a los halagos de todo el mundo por su condición de princesa, pero era tan raro que alguien se preocupase por ella como persona que se sintió emocionada.
–Le agradezco mucho su preocupación.
–No