El síndrome de Falcón. Leonardo Valencia
un “Cuaderno de Iowa”, los cuales contienen 309 y 413 fragmentos de no ficción respectivamente; “apuntes” según el autor. Como arguye el salvadoreño en otro artículo publicado en el mismo suplemento, las percepciones de su cohorte tendrían que ver con cómo los narradores recientes presentan su obra temáticamente y al mundo exterior, y yo añadiría cómo perciben la política. Limitándose a la recepción anglófona de la ficción de Bolaño, Castellanos Moya está de acuerdo con la visión de que “era muy difícil vender al lector estadounidense el mundo de los iPods y de las novelas de espías nazis como la nueva imagen de Latinoamérica y su literatura” (p. 8). Ese énfasis en la contemporaneidad tecnológica debe sopesarse con el hecho de que la no ficción ha sido el género más cambiado por la red mundial, que puede convertir una biografía o un libro de historia en una serie de pistas poco atractivas. En ese contexto, intuye Valencia en los escritos que dedica al tema, cada lector o lectora conlleva su propia curiosidad a los textos impresos sin que el amor por ellos sea una forma de nostalgia, construyendo su versión personalizada de investigaciones adjuntas o suplementarias. Es como decir que mientras más se use una pantalla para leer, mayor será el poder que se le asigna a los libros como objetos.
El progreso de la historia literaria puede cambiar todo eso, y se podría revelar en las obras futuras de autores como Valencia; pero la plantilla no es obviamente la misma que enfrentaron los narradores del boom. Así, para la narrativa nacional Las segundas criaturas (2010) de Diego Cornejo Menacho (contemporáneo de Aira) y Memorias de Andrés Chiliquinga (2013) de Carlos Arcos Cabrera son las novelas más logradas de las que critican o parodian el discurso demótico (mediante el cual un rico o un pobre puede leer cualquier ficción, kitsch o clásica, donde sea, para redefinirse), descaminado y lleno de banalidades de la izquierda patriótica ecuatoriana. Paralelamente, ambos novelistas ponen en perspectiva la obra y recepción de los héroes político-literarios de los canónicos años treinta a los años sesenta y setenta, en particular el indigenismo de Jorge Icaza como tesoro antropológico. Para Castellanos Moya “la izquierda resultó más hipócrita porque se inventó todo tipo de discursos cuando en realidad lo que sus líderes hacían era embolsarse el dinero” (Tarifeño 2016: p. 7). Esta condición amplía una idea ambivalente de Aira en Sobre el arte contemporáneo (2016) aplicable a varios géneros: “Un argumento en el que suele basarse la denostación al Arte Contemporáneo, en realidad el argumento central que exhibe el Enemigo del Arte Contemporáneo, es que hoy en día la obra de arte no se sostiene sin el discurso que la envuelve y justifica. No ‘habla por sí misma’ sino que necesita de ventrílocuos avezados, por lo general críticos o curadores” (p. 45).
Además de esa situación, desde por lo menos James Joyce y sus coetáneos, y la tradición anglófona que recogen y revisan, se reconoce otra consideración puntualizada por De Obaldia, “bajo la influencia ensayística, la novela se convierte en fragmentaria, heterogénea (‘polifónica, multi-estilística y frecuentemente multilingüe´), abierta e intensamente auto-reflexiva. A la vez, la novela ensayística no sólo reproduce sino que contribuye y enaltece el espíritu ensayístico” (p. 236). Con ella novelistas como Valencia travesean, hacen mezcolanzas, restan y sobre todo suman con todas estas posibilidades para mostrar los riesgos que toman y, tal vez, sugieren que deben tomarlos todo prosista. Recordando el carácter fetichista de la duplicidad entre la autonomía del arte y el hecho social, Adorno propone que “Las obras de arte y su verdad no se agotan en el concepto del arte” (p. 298). Es decir, las mantiene un espíritu de redefinición, y Adorno matiza más allá del contenido de verdad de ellas (pp. 174-175), proponiendo que la verdad de las obras de arte es también su verdad social, y afirmando que “con su culpable fetichismo las obras de arte no desaparecen, como tampoco desaparece nada por el hecho de hallarse cargado de culpa, ya que nada en el mundo, sometido a la universal mediación de lo social, está fuera de un contexto de culpa” (p. 298). La culpa, si piensan en ella algunos novelistas actuales, es diferente de la que ocasionó la idea de Adorno después de la Segunda Guerra Mundial, y parece que los últimos piensan más en el arte, sobre todo el pictórico.
El arte en/de la novela
En “Nunca me fui con tu nombre por la tierra”, hablando de su El libro flotante de Caytran Dölphin, Valencia cuenta una anécdota que para él tiene que ver con la expectativa de que un escritor represente a su patria. Dice que después de leer su novela unos amigos españoles se sorprendieron del Guayaquil que les mostró en diapositivas:
Meses después viajé a Ecuador y de regreso a Barcelona traje muchas fotos de Guayaquil y en una reunión con estos amigos las proyecté. Al final de la sesión lo primero que me dijeron fue que no se habían imaginado que Guayaquil fuera así, tal como aparecía en la fotos, comparada con lo que habían leído en mi novela. Estaban un poco apenados al decírmelo, finalmente son amigos míos, pero quizá se sorprendieron porque yo, en vez de desanimarme, me alegré. Y me acordé de la famosa anécdota de Matisse, y se las conté: una señora que contemplaba un cuadro del pintor, en el que aparecía una mujer, le dijo a Matisse: ‘Disculpe, pero el brazo de esa mujer es muy largo’, a lo que el pintor, tranquilamente, respondió: ‘Señora, eso que usted ve no es una mujer, es un cuadro’ (pp. 291).
Para él esa reacción tiene que ver con visiones estereotipadas de que la prosa puede “corregir”. Para mí, la reacción también tiene que ver con los clichés e ignorancia que siguen existiendo sobre la utilidad del arte en este momento, incluso entre las clases medianamente enteradas. Pero lo que más me interesa es la especie de comienzo de la casi obsesión actual de él como ensayista acerca de la relación entre la literatura y las artes visuales, muy en particular el arte generalmente abstracto. Gracq, una de sus influencias no reconocidas hasta ahora, concluye su ensayo sobre literatura y pintura diciendo en 1980:
[Los últimos quince años], que aparentemente no cuentan para nada en la historia de nuestra literatura, han causado más cambios en la industria editorial y el negocio de las librerías que los que hemos conocido desde Gutenbreg. La historia de la literatura, por lo menos momentáneamente, se ha desacelerado; la historia del libro ha tomado su lugar. Sin embargo, lo que hoy nos parece ser un nuevo desarrollo en la literatura de hecho cumplimenta la historia de la pintura, repleta de períodos en que la importancia yacía no en los nombres y las escuelas sino en los cambios en técnica, materiales, medios y mercados: el invento de pintura al óleo, el transcurso del fresco a la pintura en caballete y su clientela, etc. (p. 21, énfasis suyo).8
En el ensayo “Dino Buzzati y la prosa de la espera” Valencia habla de Gracq y sus pocos pares, señalando que “un largo coma narrativo que subvierte el síndrome de la novela: la paradoja de llegar al final aunque ese llegar ponga fin a nuestro placer de la lectura. Sin embargo, con los autores de la prosa de la espera, las historias no pueden acabar, continúan más allá de la última página. Ya no se trata de la perfección del círculo, sino el círculo desviado de la espiral, que crece y se aleja pero siempre sobre sí mismo” (p. 223).
Reitero que una indagación acerca de los lazos entre los intereses artísticos de Valencia conduce a la polinización cruzada de varias artes, en particular el arte pictórico en su narrativa y no ficción (incluida su columna periodística quincenal). Ese es el caso desde su primer libro, los cuentos de La luna nómada; y de manera patente en la hibridez genérica y colaborativa del arco que va de la novela corta Kazbek (publicada primero en España y luego en la Argentina y Ecuador) a los ensayos explicativos y conceptuales de Soles de Mussfeldt: viaje al círculo de fuego (2014), confluencias que llegan hasta hoy, en las digresiones y apartes de La escalera de Bramante (la historia de la artista constructivista Araceli Gilbert, pp.229-232 et passim). Como ya mencioné arriba respecto al nomadismo que le hace ver arte por todas partes, puede haber una impronta generacional en esa perspectiva. No obstante flaco favor le haría a él ver así el asunto si se piensa en la manera en que, paciente y sesudamente, ha ido armando un andamiaje que obliga a intuir que sus cavilaciones (siempre apoyadas en investigaciones eruditas y una labor exhaustiva de verificación en varios idiomas) son parte de un proceso creativo que no tiene un fin aparente. Ese andamiaje enriquece la experiencia de leerlo bien, y lo asemeja a por lo menos uno de sus coetáneos, de una generación un poco anterior.
Se trata de Aira y su Sobre el arte contemporáneo, en el que, olvidando El túnel (1948), de Sabato, y Dejemos hablar al viento (1979), de Onetti,