Obras Completas de Platón. Plato
ellos poseen nociones preliminares de la retórica y se figuran con esto saber la retórica misma; y cuando enseñan todos estos detalles a sus discípulos, creen enseñarles perfectamente el arte oratorio; pero, en cuanto al arte de ordenar todos estos medios, con la mira de producir el convencimiento y dar forma a todo el discurso, creyendo ser esto cosa demasiado fácil, dejan a sus discípulos el cuidado de gobernarse por sí mismos, cuando tengan que componer una arenga.
FEDRO. —Podrá suceder que tal sea el arte de la retórica que estos hombres tan célebres enseñan en sus lecciones y en sus tratados, y creo que en este punto tú tienes razón. Pero la verdadera retórica, el arte de persuadir, ¿cómo y dónde puede adquirirse?
SÓCRATES. —La perfección en las luchas de la palabra está sometida, a mi parecer, a las mismas condiciones que la perfección en las demás clases de lucha. Si la naturaleza te ha hecho orador, y si cultivas estas buenas disposiciones mediante la ciencia y el estudio, llegarás a ser notable algún día; pero si te falta alguna de estas condiciones, jamás tendrás sino una elocuencia imperfecta. En cuanto al arte, existe un método que debe seguirse; pero Tisias y Trasímaco no me parecen los mejores guías.
FEDRO. —¿Cuál es ese método?
SÓCRATES. —Pericles pudo haber sido el hombre más consumado en el arte oratorio.
FEDRO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Todas las grandes artes se inspiran en estas especulaciones ociosas e indiscretas que pretenden penetrar los secretos de la naturaleza;[33] sin ellas no puede elevarse el espíritu ni perfeccionarse en ninguna ciencia, cualquiera que sea.[34] Pericles desarrolló mediante estos estudios trascendentales su talento natural; tropezó, yo creo, con Anaxágoras, que se había entregado por entero a los mismos estudios y se nutrió cerca de él con estas especulaciones. Anaxágoras le enseñó la distinción de los seres dotados de razón y de los seres privados de inteligencia, materia que trató muy por extenso, y Pericles sacó de aquí para el arte oratorio todo lo que le podía ser útil.
FEDRO. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Con la retórica sucede lo mismo que con la medicina.
FEDRO. —Explícate.
SÓCRATES. —Estas dos artes piden un análisis exacto de la naturaleza, uno de la naturaleza del cuerpo, otro de la naturaleza del alma; siempre que no tomes por única guía la rutina y la experiencia, y que reclames al arte sus luces, para dar al cuerpo salud y fuerza por medio de los remedios y el régimen, y dar al alma convicciones y virtudes por medio de sabios discursos y útiles enseñanzas.
FEDRO. —Es muy probable, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Piensas que se pueda conocer suficientemente la naturaleza del alma, sin conocer la naturaleza universal?
FEDRO. —Si hemos de creer a Hipócrates, el descendiente de los hijos de Asclepio, no es posible, sin este estudio preparatorio, conocer la naturaleza del cuerpo.
SÓCRATES. —Muy bien, amigo mío; sin embargo, después de haber consultado a Hipócrates, es preciso consultar la razón, y ver si está de acuerdo con ella.
FEDRO. —Soy de tu dictamen.
SÓCRATES. —Examina, pues, lo que Hipócrates y la recta razón dicen sobre la naturaleza. ¿No es así como debemos proceder en las reflexiones que hagamos sobre la naturaleza de cada cosa? Lo primero que debemos examinar, es el objeto que nos proponemos y que queremos hacer conocer a los demás, si es simple o compuesto; después, si es simple, cuáles son sus propiedades, cómo y sobre qué cosas obra, y de qué manera puede ser afectado; si es compuesto, contaremos las partes que puedan distinguirse, y sobre cada una de ellas haremos el mismo examen que hubiésemos hecho sobre el objeto reducido a la unidad, para determinar así todos las propiedades activas y pasivas.
FEDRO. —Ese procedimiento es quizá el mejor.
SÓCRATES. —Todo el que siga otro se lanza por un camino desconocido. No es obra de un ciego, ni de un sordo, tratar un objeto cualquiera conforme a las reglas del método. El que, por ejemplo, siga en todos sus discursos un orden metódico, explicará exactamente la esencia del objeto a que se refieren todas sus palabras, y este objeto no es otro que el alma.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No es, en efecto, por este rumbo por donde debe dirigir todos sus esfuerzos? ¿No es el alma el asiento de la convicción? ¿Qué te parece de esto?
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Es evidente, que Trasímaco o cualquier otro que quiera enseñar seriamente la retórica, describirá por lo pronto el alma con exactitud, y hará ver si es una sustancia simple e idéntica, o si es compuesta como el cuerpo. ¿No es esto explicar la naturaleza de una cosa?
FEDRO. —Sí.
SÓCRATES. —En seguida describirá sus facultades y las diversas maneras como puede ser afectada.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —En fin, después de haber hecho una clasificación de las diferentes especies de discursos y de almas, dirá cómo puede obrarse sobre ellas, apropiando cada género de elocuencia a cada auditorio; y demostrará cómo ciertos discursos deben persuadir a ciertos espíritus y no tendrán influencia sobre otros.
FEDRO. —Tu método me parece maravilloso.
SÓCRATES. —Por lo tanto, amigo mío, lo que se enseñe o componga de otra manera no puede serlo con arte, ya recaiga sobre esta materia o ya sobre cualquier otra. Pero los que en nuestros días han escrito tratados de retórica, de que has oído hablar, han hecho farsas con las que disimulan el exacto conocimiento que sus autores tienen del alma humana. Mientras no hablen y escriban de la manera dicha, no creamos que poseen el arte verdadero.
FEDRO. —¿Cuál es esa manera?
SÓCRATES. —Es difícil encontrar términos exactos para hacerte la explicación. Pero ensayaré, en cuanto me sea posible, decirte el orden que se debe seguir en un tratado redactado con arte.
FEDRO. —Habla.
SÓCRATES. —Puesto que el arte oratorio no es más que el arte de conducir las almas, es preciso que el que quiera hacerse orador sepa cuántas especies de almas hay. Hay cierto número de ellas y tienen ciertas cualidades, de donde procede que los hombres tienen diferentes caracteres. Sentada esta división, es preciso distinguir también cada especie de discursos por sus cualidades particulares.
Así es que hay hombres a quienes persuadirán ciertos discursos en determinadas circunstancias por tal o cual razón, mientras que los mismos argumentos moverán muy poco a otros espíritus. En seguida es preciso que el orador, que ha profundizado suficientemente estos principios, sea capaz de hacer la aplicación de ellos en la práctica de la vida, y de discernir con una ojeada rápida el momento en que es preciso usar de ellos; de otra manera nunca sabrá más de lo que sabía al lado de los maestros. Cuando esté en posición de poder decir mediante qué discursos se puede llevar la convicción a las almas más diversas; cuando, puesto en presencia de un individuo, sepa leer en su corazón y pueda decirse a sí mismo: «He aquí el hombre, he aquí el carácter que mis maestros me han pintado; él está delante de mí; y para persuadirle de tal o cual cosa deberé usar de tal o cual lenguaje»; cuando él posea todos estos conocimientos; cuando sepa distinguir las ocasiones en que es preciso hablar y en las que es preciso callar; cuando sepa emplear o evitar con oportunidad el estilo conciso, las quejas lastimeras, las amplificaciones magníficas y todos los demás giros que la escuela le haya enseñado; solo entonces poseerá el arte de la palabra. Pero cualquiera que en sus discursos, sus lecciones o sus obras, olvide alguna de estas reglas, nosotros no le creeremos, si pretende que habla con arte. —¡Y bien!, Sócrates, ¡y bien!, Fedro, nos dirá quizá el autor de nuestra retórica, ¿es así o de otra manera, a juicio vuestro, como debe concebirse el arte de la palabra?
FEDRO. —No es posible formar del asunto una idea diferente, mi querido Sócrates; pero no es poco emprender tan extenso estudio.
SÓCRATES.