Obras Completas de Platón. Plato
un principio de las cosas desprovisto de sabiduría, de inteligencia y de razón; afirma, por el contrario, que este principio es a sus ojos una inteligencia suprema, una sabiduría absoluta, y la prueba la encuentra en el aspecto del universo. Lo compara al hombre, que es un compuesto de agua, de aire, de tierra y de fuego, estos cuatro elementos primordiales de los antiguos, unidos a un alma, fuerza vital y conservadora a la vez, que procede de la causa primera y creadora, y cree firmemente que el universo, que es también un cuerpo compuesto de los mismos elementos, pero más complicado aún y más admirable que el cuerpo humano, no puede menos de tener un alma que lo anime y que lo gobierne. Esta alma, que bajo tantos aspectos merece los nombres de sabiduría y de inteligencia, es de igual género que la misma causa primera. He aquí por lo tanto la sabiduría identificada con la causa primera, y colocada de hecho por encima del placer. Por lo tanto, en su mezcla con el placer, es la sabiduría verdaderamente el elemento predominante, es decir, el elemento determinante de la felicidad.
Después de esta argumentación, tan fuerte y tan elevada, en favor de la sabiduría, Sócrates, recurriendo a nuevos argumentos, propone estudiar en su lugar, en su origen, en sus caracteres y sus diferencias, la sabiduría y el placer; comenzando por este, sin olvidar el dolor, que está estrechamente unido a aquel.
He aquí los resultados de este estudio minucioso y delicado, modelo admirable de análisis psicológico, y que es quizá la parte más interesante del Filebo.
Las afecciones del placer y del dolor pertenecen a una naturaleza finita, dotada de un cuerpo y un alma, a un compuesto de elementos diversos, que aspiran a mantenerse en equilibrio y en una proporción perpetuamente movible y variable, cuyo restablecimiento produce el placer con el orden, y cuya dislocación produce el desorden con el dolor; afecciones que solo convienen al animal y al hombre, y de ninguna manera a la naturaleza divina, simple e infinita en sí, incapaz igualmente de gozar y de sufrir. Platón relega también al dominio de la fábula la vieja historia de los dioses, y hace concebir, acerca de la persona divina, una idea, que oscurecía aún el antropomorfismo, que en todos tiempos la ha falseado.
Ciertas afecciones solo tocan al cuerpo, pero el alma tiene también sus dolores y sus placeres, que le son comunes con el cuerpo, gracias a la memoria que guarda, por decirlo así, el recuerdo de todas nuestras modificaciones sensibles, ya de una manera espontánea, pero vaga e incompleta, ya por una reflexión voluntaria, debida clara y completamente al esfuerzo de la reminiscencia. Esta especie de memoria es aquella de la que nace el deseo que se encuentra también unido a la inteligencia.
La verdad y la falsedad son condiciones del placer y del dolor, lo mismo que de nuestras opiniones, tan pronto conformes con su objeto como disconformes; es un placer falso la alegría por un suceso irrealizable; es un dolor falso el temor de una desgracia imaginaria. El placer y el dolor verdaderos tienen siempre un objeto real.
El alma no está necesariamente en un estado continuo de placer o de pena, opinión que concuerda con la precedente: que ciertas afecciones solo interesan al cuerpo. En efecto, si el alma no tiene conciencia de todos los fenómenos de la sensibilidad, pueden concebirse momentos en que no tenga placer, ni pena.
Platón en este pasaje alude a la opinión, bien conocida en su tiempo en Grecia, de Antístenes y de sus secuaces sobre el placer y el dolor. Era esta la escuela de los cínicos, quienes, por horror al placer y a sus consecuencias, negaban que existiese un placer en sí mismo; y rehusándole todo carácter positivo y real, lo definían como la ausencia del dolor. Según ellos no hay placer verdadero. Alejándose de la escuela cínica, Platón toma de ella argumentos contra los sensualistas exagerados, y entre otros el siguiente: «Los placeres mayores y más vivos no son los mejores; primero, porque no se obtienen sino al precio de los deseos más violentos y de las necesidades más exigentes, es decir, al precio de los dolores inevitables; y segundo, porque no pertenecen a la vida del sabio, quien sostiene la prudente máxima: nada en demasía; sino que siguen al estragado, que se entrega al placer sin prudencia y sin freno». Otro argumento de la misma escuela: «Gran número de placeres y de dolores, tanto del cuerpo como del alma, propenden a una mezcla íntima de dolor y de placer, de tal modo confundidos, que es imposible excluir el uno sin el otro, por más que sea justo decir que tan pronto es el dolor el que predomina como es el placer».
Pero la existencia de estos placeres mezclados, no prueba nada contra la realidad de otros sin mezcla, aquellos que Platón llama placeres verdaderos. Éstos no tienen por objeto el espectáculo móvil y variable de las figuras, de los colores, de los sonidos, de las apariencias de todas clases, que nos ofrece el mundo sensible.
Filebo o del placer, la inteligencia y el bien
SÓCRATES — PROTARCO — FILEBO
SÓCRATES. —Mira, Protarco, qué parte de la opinión de Filebo quieres defender, y lo que te propones atacar de la mía, pues no están conformes con tu manera de pensar. ¿Quieres que hagamos un resumen de ambas opiniones?
PROTARCO. —Con mucho gusto.
SÓCRATES. —Filebo dice que el Bien para todos los seres animados consiste en la alegría, el placer, el recreo y todas las demás cosas de este género. Yo sostengo, por el contrario, que no es esto, sino que la sabiduría, la inteligencia, la memoria y todo lo que es de la misma naturaleza, la justa opinión y los razonamientos verdaderos son, para todos los que los poseen, mejores y más apreciables que el placer a la par que más ventajosos a todos los seres presentes y futuros, capaces de participar de ellos. ¿No es esto, Filebo, lo que uno y otro sostenemos?
FILEBO. —Eso es, Sócrates.
SÓCRATES. —Y bien, Protarco, ¿te encargas de este juicio que se pone en tus manos?
PROTARCO. —Necesariamente me he de encargar, puesto que el buen Filebo se ha acobardado.
SÓCRATES. —Es de absoluta necesidad que indaguemos lo que hay de cierto en esta materia.
PROTARCO. —Sí, es preciso sin duda.
SÓCRATES. —Pasemos adelante. Además de lo que se acaba de decir, convengamos en lo siguiente.
PROTARCO. —¿Y qué es?
SÓCRATES. —Que uno y otro nos propongamos explicar cuál es la manera de ser y la disposición del alma capaz de procurar a todos los hombres una vida dichosa. ¿No es éste nuestro objeto?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No decís Filebo y tú, que esta manera de ser consiste en el placer, y yo que consiste en la sabiduría?
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Y qué resultaría, si descubriéramos algún otro medio preferible a estos dos?, ¿no es cierto que si nos encontramos con que este tercer medio tiene más afinidad con el placer, apareceremos en verdad tú y yo por debajo de este tercer medio, en que se unirán el placer y la sabiduría, pero quedando la vida del placer con mayor influencia sobre la vida de la sabiduría?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y que si este tercer medio se aproxima más a la sabiduría, la sabiduría triunfará del placer, y será este vencido?, ¿estáis de acuerdo conmigo sobre esto?, ¿qué pensáis uno y otro?
PROTARCO. —A mí me parece que sí.
SÓCRATES. —Y a ti, Filebo, ¿qué te parece?
FILEBO. —Creo y creeré siempre, que la victoria está sin duda del lado del placer. Por lo demás, Protarco, tú mismo juzgarás.
PROTARCO. —Puesto que tú, Filebo, pones en nuestras manos la cuestión, no eres árbitro de conceder o negar nada a Sócrates.
FILEBO. —Tienes razón, y heme aquí fuera de la disputa; sea de ello testigo la diosa misma del placer.
PROTARCO. —Nosotros seremos ante ella testigos de lo que acabas de decir. Y ahora, Sócrates, tratemos de terminar esta discusión con beneplácito de Filebo, o de cualquiera manera que sea.
SÓCRATES. —Sí, y comencemos por esta