Los pequeños macabros. Yesenia Cabrera
pateé. Rodó por el suelo. Cuando se detuvo me di cuenta de que era un cofre. Tenía que ser una broma, una puta broma. Los ojos se me nublaron mientras volvía a escuchar los gritos de una docena de niños: «Ya llegaron los payasos, traen puestas sus narices rojas», «Ven a jugar con nosotros, ponte los trajes, ven a disfrazarte de colores, ponte los zapatos, donde tus uñas enterradas nunca volverán a lastimarte», «¡Ven, Orlando, quítate la nariz y usa la roja, la roja, la roja!».
Dentro del cofre había un traje mugroso, raído y descolorido, un maldito traje de payaso.
Mantuve los ojos cerrados. Los gritos se desvanecieron poco a poco. «¡Puta madre!», grité, mientras soltaba una patada contra el suelo. El dolor del pie me hizo sentir mejor. Estaba aquí, ahora, en una zanja, en mi terreno, en el terreno donde estaría mi casa. Me tranquilicé, tenía que hacerlo, el día siguiente sería difícil, la fiesta de los sobrinos se haría justo allí. «Si me apuro con la casita tal vez esta sea la última vez que ocupen el terreno para las fiestas», pensé mientras mi respiración se calmaba. Un cofre. La maldita caja era un cofre. Se parecía demasiado al que, muchos años atrás, habían dejado unos payasos. Y al día siguiente volverían a presentarse ellos. Tenía que ser una broma .
—Cariño, qué bueno que por fin entras, ¿estuvo buena la escavada, verdad? Tu papá me dijo que te la pasaste de vago rascando y jugando con una caja que encontraste. Ya veo que te manchaste todo de tierra, hasta la nariz traes sucia, pareces payasito —dijo Rosi mientras soltaba unas risitas.
—No soy un... bueno, mejor dime si llamaron los ingenieros.
—Mañana vienen, mi amor. Por favor, levántate temprano para que te vean en la obra y cuando se vayan nos vamos a la fiesta de los pequeños.
—No hay de otra —respondí.
Mi esposa me miró extrañada, más cuando le pedí que no dejara salir a nuestro hijo. Tenía miedo de que cruzara la calle y se fuera a jugar al terreno donde estaría nuestra casa.
Esa noche no pude dormir. Sentía la proximidad de algo extraño, y esa sensación me incomodaba. No quería contagiar a mi esposa con mis temores. Tampoco que le parecieran ridículos, que me viera como un niño asustado. No le había contado nada de la caja.
Mi mujer descansaba sin abrir la boca, con la respiración tranquila y una expresión serena. Sentí envidia. Ella no tenía traumas, o tal vez los había superado. Es en esas noches cuando me acerco a su cuello y respiro hondo hasta saborear su aroma. Ella, tranquila y ligera; ¿yo?, un manojo de nervios. Tal vez hacía bien al estar nervioso.
El ingeniero vino al otro día. Era un buen amigo de mi papá, y había trabajado durante mucho tiempo como albañil. Despreciaba a los arquitectos. Yo no, pero no tenía para pagar uno. Le dije de la tierra, del nivelado y de lo que había encontrado bajo el suelo. Por supuesto, nada de eso importó. Tomó medidas y se fue.
Me sentí tranquilo mientras él estuvo trabajando conmigo. No quería pensar en nada. No dejaba de sentirme nervioso.
No me gustan las fiestas infantiles. Puedo tolerar el grito de los niños, que mi hijo se embarre de pastel, que tengamos que cambiarlo o ver a primos o tíos que no soporto. Puedo con todo eso, pero no con los bufones. Siempre me pongo muy tenso cuando llegan gritando y aplaudiendo. Me siento bien cuando un niño se pone a llorar. Lo comprendía muy bien. Él tenía razón. Asustarse con los payasos es normal, es la única maldita respuesta que provocan.
Rara vez hablaba de mis miedos, así que cuando me avisaron que me tocaba ir por los payasos no dije nada. Le contesté a Rosi que no tardaba, que iba por ellos. Comenzó a gritarme porque era un irresponsable, porque dejaba las cosas para final. Pero no podía ser de otra manera, tenía que dejar la contratación de los payasos al último, era la única manera de lidiar con mis miedos.
No me sentía de humor, no quería visitar a ningún grupillo de payasos. Yo... yo podría hacerlo. Así no me darían miedo, no me pondría tenso ni tendría por qué fingir. Claro, «el sueño más hermoso de mi vida», ser uno de aquellos seres coloridos. Ponerme un traje que huela bien, no como el de los payasos gordos y sucios de los pueblos. Claro que olería bien …
Sabía lo que haría. No me agradaba del todo la idea, pero era algo que podía hacer, además, me serviría para enfrentarme a mis propios traumas: me vestiría con el traje de payaso. Había dejado el cofre en el terreno, cerca de una caseta donde guardábamos algunas herramientas. Aquí estás, saco inmundo. Qué asco de tela, parece un zacate con el que lavarme la piel por dentro y por fuera hasta dejarla limpia, muy limpita mi piel, sin mugre, ni espinillas, ni pus, ni sangre, ni costras. Espinas para agarrarse muy bien, para no deslizarse, para ser piel.
Sentí que el traje me escocía, pero no importaba. Dentro de la caja también estaba una nariz roja y una peluca. Maldita nariz, si hubiera sabido. Me la puse, al igual que la peluca, y me fui directito a la casa de Fabiola.
Mi prima me vio y se acercó para decirme: «¡Qué chingón eres, Orlando! ¡Mira que vestirte de payaso… te ves como un profesional, qué regalo para tus sobrinos!». Después me dejó para acomodar los manteles de las mesas. ¿Maquillaje?, pensé, ¿maquillaje?, no recordaba haberme puesto maquillaje, pero…
—¿Orlando, eres tú? —preguntó Rosi mientras examinaba mi figura. En su mirada percibí algo muy cercano al miedo, al asco. Pero no dijo mucho—. Pensé que contratarías a unos payasos, no que tú te vestirías como uno.
Mugroso, apestas y apestas a carne echada a perder. Vengo a decirles a todos ustedes, amiguitos y amiguitas, que se van a ir al infierno conmigo, que se van a comer cada uno de los pedacitos de este traje, porque van a engordar, y después…
—¿De dónde sacaste el traje? —preguntó de nuevo Rosi.
No le respondí, tan solo le aseguré que el traje olía un poco mal, demasiado mal, a carne muerta, nauseabunda, putrefacta carne. Me puse algo de perfume o desodorante, no lo sé, algo que ocultara, aunque fuera a medias, el hedor.
—¡Eh!, ¡ha llegado el payasito! —grité hacia los niños.
Me sentía ya uno de aquellos seres coloridos. Me gustó la sensación, cómo se escuchaba mi voz deformada por la máscara y el maquillaje, pero esto no es maquillaje. Esta vez mi rostro no estaba marcado por la tensión; al contrario, sonreía.
—¡Hola niñitos bonitos y sabrosos!, ¡he venido por ustedes para llevármelos conmigo adonde las sonrisas siempre reinan… digo, he venido a divertirlos!
Claro que los llevaré adonde me llevaron ellos. Que vean nuestras huesudas manos, nuestros pies largos y deformes, la nariz gigantesca y el cabello medusino… claro que será el lugar más divertido de todos. Ahí jugaremos, comeremos y dormiremos y volveremos a comer. Me asusté de mí mismo; no estaba seguro de mis palabras, de cuáles había pronunciado en voz alta y cuáles solo eran pensamientos. No quería continuar pero tenía que hacer la función. Y, como si me dejara caer en un precipicio hondo, muy hondo, llamé a los niños de la fiesta y seguí con mi show.
—Te felicito, mi amor, lo lograste, esos niños se rieron como poseídos; ven cariño, quiero besarte, mereces una recompensa, quítate el traje —dijo mi esposa, a quien apenas reconocía por el cansancio.
—Lo siento, estoy agotado, hoy no, mañana viene el ingeniero y tengo que seguir con la casa. Ahorita me quito el traje y en un momento te alcanzo —le dije.
La casa estaba muy tranquila. Mis padres se fueron a dormir de inmediato, así que estaba solo en la oscuridad. No quería prender luz alguna. Me senté en un sillón de la sala. Quise encender la televisión, prepararme un café, tomar una cerveza, fumar un rato. No hice nada, estuve sentado mirando la pantalla negra. Después caí dormido.
Cuando desperté, apenas amanecía. Me dolía la cabeza, como si me hubieran plantado un árbol y sus raíces escarbaran en mi cerebro. Al masajear mis sienes descubrí que llevaba puesta la peluca.
No pude quitármela. No recuerdo que tuviera pegamento, tan solo un resorte algo flojo. Aun así, ¡la maldita peluca no salía! ¿Cómo me iba a arrancar aquello