Los pequeños macabros. Yesenia Cabrera
Estaba vestido como uno de esos seres de colores. Entonces comencé a gritar mientras forcejeaba con el traje.
Rosi entró a la sala, me miró como si fuera una madre reprendiendo a su hijo. Me ordenó que me quitara ese «maldito traje apestoso», que no me asustara, que no me pusiera nervioso, que era un traje y ya. Cuando la miré, algo hizo que su sonrisa condescendiente se apagara.
—¿Te la pegaste? ¿Qué chingados te pasa? Aunque sea quítate la nariz —dijo con fastidio al no poderme desprender ni una hebra de la peluca.
—No puedo, ni la nariz ni el cabello. ¡El maldito traje no se mueve!, quizá sudé y esta cosa se encogió y se me pegó, encarnó, querido, a la piel. La nariz también se me pegó con el sudor.
—Traeré unas tijeras para quitarte esa cosa roja de la cara.
—¡Aaaaah! ¿Qué haces? ¡Me arrancas la nariz! —le grité desesperado— ¡Ayúdame! Jala la peluca, ¡despégala! ¡Ah, me arrancas la piel! ¿Qué carajo tenía la nariz?, ¿Kola loca? Me arderá todo el día. Mi nariz, mi nariz ¿Quién tiene tu nariz, niño?, ¿quién la tiene? ¡RECÓGELA DEL SUELO!
Mi esposa soltó un grito agudo y largo. Después me miró como si estuviera maldito y me preguntó con palabras entrecortadas por el traje, quería saber dónde lo había comprado. Al decírselo, hizo una mueca de asco y terror. Tanto que sentí pena por mí mismo, por haber descubierto mis miedos más ocultos, por sentirme terriblemente sucio, contaminado. Me tocaba la nariz con la ligera sospecha de que algo se movía dentro de mí.
—No lo compré, lo encontré ayer en un cofrecito, esa caja que saqué ayer de nuestro terreno. Esta cosa debe de tener años y por eso se me encogió. Es como látex, o piel vieja. Sí, muchachito, una piel tan vieja que no podrías adivinar cuántos años lleva aquí enterrada, esperando.
Mi esposa se quedó callada. No sabía qué más decir. Parecía completamente aterrorizada. Aun así, trató de recomponerse.
—¡Cariño!, no puedes salir así e irte como si nada a trabajar en la casa, le diré a tu padre que te sentiste mal y estás en cama, parece que nos llevaremos todo el día quitándote eso.
Comienza el hambre. Comienza el ansia, la desesperación de hacer algo ahora que tengo este traje ajustado. Intento salir de la casa para tomar aire. Mi hijo ya se ha levantado y dice, adormilado, «Aquí está todavía el payasito, mamá».
Deseo comer algo tierno, muy tierno, algo que mis afilados dientes puedan deformar fácilmente por la presión, que sea fácil de partir, masticar, deseo esa carne tierna…tierna como un niño. La mirada de Rosi es turbia, la voz que trata de salir es apenas un gorgoteo. Mi hijo me mira sin comprender, creo que no tiene miedo. Yo sí lo tengo, pues lo olfateo y me gusta eso que huelo, me abre el apetito.
SUEÑO ARLEQUINO O EL NUEVO REY
Para Ángel, con amor
Papá me llevó a la cama. Cada noche me cuenta un cuento, pero con el paseo de hoy ambos sabíamos que ya no era el momento para otra historia. Él sabe disimular muy bien, pero yo sé que le dieron miedo esos extraños relatos que escuchamos junto al circo. Nunca lo había visto tan alterado. Cuando notamos los susurros, me tomó de la mano y caminamos tan rápido que la carpa del circo desapareció en unos segundos. Mi papá cree que por ser chico no entiendo las cosas, y es cierto, pero lo que sí es que lo conozco, siempre tan protector. Sé que inventará cualquier excusa para que no entremos al circo. Es por eso que no le puedo decir que vi a uno de aquellos niños.
Me siento un poco enojado; ya había acordado con papá. Nos faltaba bien poquito para entrar, nada más comprar los boletos. Pasaban muchas personas y parecía que todos hablaban en murmullos. Decían algo sobre un grupo de niños que fueron al circo y algo les ocurrió porque se desmayaron y no han despertado de su sueño. Como siempre, no pude decir nada al respecto, mi papá me ha dicho que no me meta en las conversaciones de los adultos, aunque estas sean de lo más tontas. Cuando le contaron a mi papá sobre los niños, no pude evitar escabullirme e ir a echar un vistazo a la entrada del circo tan colorido, de cortinas rojas y naranjas por dentro, asientos de teatro forrados de fino terciopelo, luces que salían de la carpa azul como enormes gusanos blancos, banderas amarillas, estrellas rojas impresas en la enorme carpa, globos de colores y risas de payasitos y malabaristas, y ese olor, ese rico olor a palomitas. Después, un niño escondido tras las cortinas naranjas llamó mi atención; al principio pensé que era un payasito, pero no he visto payasitos tan verdes, asustados y usando una nariz amarilla.
Entonces regresamos a casa, y aquí estoy, acostado. Empiezo a tener sueño, me siento agotado; caigo. Comienzo a soñar con un pueblo fantasma. El paisaje es todo blanco, casi desértico; comienzan a caer cosas del cielo: muebles, instrumentos musicales, negocios de feria, algodones de azúcar y hasta palomitas, como si fuera una caricatura. Todas van armándose casi diabólicamente. Veo cómo muchos estantes se forman en fila, hasta que una carpa de lona azul cae. Todo se enciende y huele delicioso. Tengo miedo, pero me gana el entusiasmo de entrar a esa carpa maravillosa y ver qué es lo que tiene dentro.
Nada más entrar, me encuentro con dos pasillos divididos por un estante de madera colocado justo en medio, lleno de juguetes. Hay dos más a los costados, conformando una increíble exhibición. Inicio mi recorrido por el lado derecho y cuanto más avanzo, más escucho los ruidos de afuera. Desde la pared de la lona azul se reflejan luces de colores y las siluetas de personas y otras cosas caminantes que no recuerdo haberme topado. Todo se bloquea, tengo unos segundos de consciencia. Me mareo, pero entiendo lo que sucede. Tengo la opción de despertar o simplemente caminar por esta carpa hasta ver todos los juguetes.
Me quedo. En el estante derecho encuentro una cámara instantánea un poco vieja, pero que aún sirve. La bajo y tomo una foto panorámica. Por el borde trasero sale una fotografía no muy grande. Me le quedo viendo y aparece una imagen: en ella están todos los juguetes de la exhibición. Pero me sorprende descubrir que todos están cambiados, tienen algo de más o algo de menos, o aparecen en distinta posición: los rostros de las muñecas de trapo y de porcelana hacen muecas o parecen locas, los monos parlantes tocan un tambor distinto al suyo, las cajas de música están abiertas y las bailarinas se mueven en zigzag, los payasos están gritando, a los cochecitos se les encienden luces, los muñecos son de un extraño color amarillo, los conejos de peluche sacan el relleno de sus tiernas bocas, los cohetes están colocados en distinta dirección, las marionetas parecen danzar y los muñecos, poseer ojos de verdad y mirar hacia la cámara… Dejo de ver la captura y miro nuevamente los estantes. Todos están en su lugar. Corro hacia la salida sintiendo miradas encima, temo quedarme ahí atrapado.
Una vez fuera, escucho cosas en el aire, quizá no a gran altura, pues casi puedo sentirlas sobre mi cabeza; sin embargo, soy incapaz de ver nada. Tomo otra foto a la nada frente de mí; la veo. Es una mujer reptiliana con una cola larga a punto de caerse de tan podrida que está. La criatura posa ante la cámara. Miro alrededor pero solo veo la calle casi vacía, con algunos puestos de paletas acarameladas y algodones. Sigo explorando el lugar, busco una posible salida, ignoro a la mujer invisible y me pongo a caminar, incómodo y con prisa.
La carpa se convierte en remolque cirquero. De inmediato todo comienza a ponerse colorido, focos feriales, la banda sonora de la presentación de un circo, y una pianola de fondo.
Veo un tráiler a lo lejos, sujeto a la antigua carpa, ahora transformada en remolque. Tengo la idea de subirme y manejarlo, pues parece el único medio de transporte posible en muchos metros a la redonda, y no confío en mis pies. Suena una canción extraña y repetitiva desde algún punto que no logro precisar. Parece una composición hecha con risas de hienas y órganos de iglesia. Tengo náuseas, algo revolotea en mi estómago. Me mantengo congelado donde estoy y siento el movimiento de cosas con garras y pezuñas. Escucho, sin saber de dónde viene, el sonido de un desfile de payasos y arlequines que parecen hacer bromas junto a mí.
A pesar de todo el miedo que empieza a hacerme sentir como si tuviera las piernas todas guangas, me armo de valor y camino tomando fotos de parejas de malabaristas deformes que se pasean por doquier, luces de colores violentándose, más y más payasos, todos dedicándose a hacer lo suyo: jugar, bromear, balancearse,