El significado del dolor. Nick Potter
target="_blank" rel="nofollow" href="#fb3_img_img_b2f814eb-4f90-5e8f-a443-c43b458a133b.jpg" alt="cover"/>
A mi increíble esposa Bex y a mis maravillosos hijos Emi y Jack
La esencia del descubrimiento científico no reside en ver algo por primera vez, sino en establecer conexiones sólidas entre lo previamente conocido y lo hasta ahora desconocido. Es este proceso de vinculación el que mejor promoverá el verdadero entendimiento y el verdadero progreso.
Hans Selye, The Stress of Life
Introducción
Es mucho más importante saber qué persona tiene la enfermedad que cuál enfermedad tiene la persona. —Hipócrates
Siempre me gusta saber por qué alguien decide escribir un libro —qué lo motiva a hacerlo y si se debe a algo que experimentó en carne propia a nivel profesional o personal. En lo que respecta al dolor, creo que yo poseo ambas experiencias.
Soy consultor osteópata de profesión y, a lo largo de 27 años de práctica clínica, cientos de pacientes han puesto sus problemas y su cuerpo en mis manos. Hoy dirijo una clínica en el Hospital Princesa Grace en Londres, y antes pasé 17 años en la Clínica de Columna Vertebral de Londres, donde me especialicé en padecimientos de la columna cervical, la zona alrededor del cuello. Fue ahí donde me apodaron “Nick, el pescuezo” y con mucho orgullo logré reducir las cirugías de cuello en 80 por ciento.
Tras graduarme de la licenciatura en Medicina Osteopática en Londres, pronto me di cuenta de que, aunque mi entrenamiento universitario fue maravilloso y me sentí inspirado por muchos profesores, no era suficiente. Así que decidí prepararme más y trabajé en Estados Unidos, Francia, Australia y Alemania. Al exponerme a una amplia gama de enfoques médicos y alternativos en distintos contextos culturales, poco a poco fui construyendo mi propio conjunto de habilidades.
Durante las últimas dos décadas, mi vida se ha dividido entre mi clínica y lo que conocemos como medicina del rendimiento, la cual se enfoca en la optimización del desempeño, especialmente en los deportes. A finales de la década de 1990, cuando el Club Chelsea Harbour abrió en Londres, un grupo de colegas y yo decidimos establecer una clínica de medicina del deporte llamada Total Health, donde empleamos un enfoque multidisciplinario en torno a la salud y el acondicionamiento físico (algo bastante revolucionario para la época).
Más tarde, en 1999, me uní al Instituto Biomédico de Deportes y Vida (ibsv), fundado por el doctor François Duforez, quien era médico del piloto de Fórmula 1 Alain Prost. Con sede en París, el ibsv evaluaba periódicamente a los pilotos para incrementar su rendimiento, y como resultado pronto advertimos la importancia de recabar datos y tendencias en otros campos de estudio menos explorados tales como el sueño, el estrés, los viajes por el mundo, la nutrición, la exposición a la luz, la mentalidad y un largo etcétera. En ese entonces, lo único que nos faltaba era tener Bluetooth y la tecnología inalámbrica necesaria para monitorear estas tendencias con mayor regularidad y precisión —esto marcaría un punto de inflexión—, sin embargo, incluso sin estas herramientas digitales, pronto notamos que lo que aprendíamos sobre el tratamiento de los deportistas de élite, sobre todo en lo relativo al estrés, podía aplicarse de manera más amplia, especialmente en el mundo corporativo. Comenzamos a formular un conjunto especial de evaluaciones para la gente que operaba en un ambiente ejecutivo altamente estresante bajo la noción del “atleta corporativo”. Y, dado que esto sucedió a principios de la frenética década del 2000, al poco tiempo algunos directores generales y ejecutivos de alto nivel que padecían problemas similares a los de los atletas de élite comenzaron a solicitar nuestra ayuda. Al igual que los atletas de alto rendimiento, los ejecutivos que trabajan para compañías con altos niveles de estrés pueden terminar por aislarse de sus colegas y ocultar el estrés que sienten para que no lo perciban como una debilidad. Esto tiene consecuencias claras que se manifiestan en su cuerpo, algo que ya habíamos aprendido a medir. Los dos padecimientos más comunes que los aquejaban eran la falta de sueño y el dolor musculoesquelético. Al final del día, ambos eran ocasionados por el estrés. Hoy continúo trabajando esto, recientemente al colaborar para un importante fondo de inversiones, donde analizo el impacto del estrés en los corredores financieros y cómo manejarlo.
La experiencia temprana de trabajar en medicina del rendimiento —que también incluyó periodos de trabajo con los equipos de Fórmula 1 de Jordania, Jaguar y McLaren, así como en el golf, tenis y atletismo de élite— me dotó de varias herramientas. Me permitió satisfacer mi obsesión por observar a la gente, pues involucraba descifrar las motivaciones humanas y me mostró que cada atleta era diferente y que, por ende, un programa general de entrenamiento nunca sería suficiente. Ahora entiendo que estábamos muy adelantados a nuestro tiempo y tuve la gran suerte de trabajar con verdaderos expertos e innovadores. Esto también influyó en mi forma de trabajar en un ambiente clínico.
Cuando comencé en la práctica clínica, la osteopatía era considerada demasiado “alternativa” y “complementaria” por algunos, e incluso estaba envuelta en un halo de charlatanería. De hecho, era posible denunciar a los médicos generales que refirieran a sus pacientes con un osteópata. ¡Cómo han cambiado las cosas! A lo largo de los años he visto a la comunidad médica adoptar los principios de la osteopatía y de alguna manera he sido pionero de la disciplina al incorporar su “arte científico” en un ambiente tradicional y altamente médico. Muchas de las nuevas técnicas de imagenología e investigación que se han desarrollado a lo largo de los últimos años han apoyado y constatado los principios y la eficacia de la filosofía osteopática y sus técnicas.
Habiendo dicho esto, creo firmemente que, en un intento por obtener el “reconocimiento” de la comunidad ortodoxa, quienes pertenecemos a esta profesión debemos mantener la filosofía que nos ha distinguido y nos ha dado la ventaja sobre la medicina moderna basada en los medicamentos y la cirugía. En años recientes, he sido testigo de un cambio radical (como el movimiento de un péndulo) en el enfoque de la medicina moderna. Ha pasado de ser una profesión impulsada por la tecnología de la cirugía mínimamente invasiva y las medicinas inteligentes a una que es cada vez más cautelosa cuando se trata de realizar intervenciones de cualquier tipo debido a que muchas de ellas, en términos de recuperación, no funcionan ni son más efectivas al paso del tiempo. En gran medida, el viejo modelo intervencionista nació de la necesidad de reducir costos al sistema de salud e implementar lo que fuera eficiente en el corto plazo por encima de lo que realmente funcionaba. Dicho modelo fue impulsado por una demanda proveniente de pacientes ansiosos por ser curados y el reconocimiento de las compañías farmacéuticas y quirúrgicas de que existía una demanda atractiva por satisfacer. Pero lo que no consideraban era que el cuerpo humano depende de sistemas que no funcionan en aislamiento, sino que están unidos por una red de innumerables conexiones dentro de un ser único y consciente. Esto es particularmente cierto en el campo del dolor.
Entonces, ¿por qué un chico de veinte años proveniente de un sector privilegiado y altamente tradicional incursionó en una profesión tan incierta? ¿Por qué eligió “el camino menos transitado”, como dijera el poeta estadunidense Robert Frost?
Estudié en una escuela intensamente competitiva ubicada al norte de Londres, donde me enseñaron a ser curioso, a desarrollar un amor por el conocimiento y a siempre cuestionar lo que sabemos. Aunque el ambiente competitivo y una buena dosis de miedo al fracaso resultaban agotadores, también implicaban que nunca podía saber lo suficiente. Es una actitud que ha permanecido conmigo desde entonces y, como bien lo sabe mi esposa, sigo siendo así. También sospecho que, de haberse conocido en aquel entonces, me hubieran diagnosticado déficit de atención.
Algo que influyó enormemente sobre mí durante mis últimos días en la escuela fue sufrir una lesión de espalda; de hecho, fue uno de los factores que impulsó mi decisión de dedicarme a la osteopatía. Siempre fui deportista, aunque también fui un niño regordete hasta los 16 años cuando perdí el exceso de peso y lo convertí en músculo. En ese entonces, yo jugaba rugby a nivel competitivo y durante mi último año fui el orgulloso capitán del equipo principal de quince jugadores de mi escuela. Jugué como pilar en la primera fila, pero el hecho de ser constantemente aplastado por 254 kilogramos de jóvenes formados en dos bloques comenzaba a provocarme episodios recurrentes de dolor agudo en