El continente vacío. Eduardo Subirats

El continente vacío - Eduardo Subirats


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todos estos valores y formas culturales, por abstractos que lleguen a ser, ya se trate de una concepción de la armonía cromática o musical, de las formas de la cultura amorosa o los mitos de la creación, no existen como elementos separados de la relación social con la naturaleza, de las formas de vida comunitaria o de las formas de producción.

      El segundo problema reside en la propia historia y, por consiguiente, en nuestra memoria del proceso uniformador y destructor de civilizaciones y culturas. Esta destrucción no es solamente el resultado de una industrialización implantada a menudo violentamente en el orbe entero; ni es siquiera la consecuencia de una «cultura científico-técnica» que por doquier impone sus valores de cálculo y eficacia, y de una omnipotente racionalidad formal. Semejante expansión del sistema industrial parte al mismo tiempo de un principio interior de universalidad y ha sido formulado históricamente, antes de constituirse en una fuerza política, económica y aún militar, como un concepto filosófico, teológico y teológico-político de emancipación o de salvación. Se trata de la pureza trascendental del sujeto moderno. Es la constitución de un principio de identidad que en su misma formulación epistemológica y científica se ha vaciado de sus componentes históricos y sociales. Es el sujeto teológica y políticamente exiliado de su comunidad real, de su núcleo ético y de su memoria histórica. El Yo vacío inherente al racionalismo cartesiano y de la ética loyoliana que le precedía. Y el problema de la no-identidad y de la pérdida de carácter, de la homologación y homogeneización de las culturas históricas en el seno de la civilización industrial es inseparable de la constitución del sujeto moderno, según lo definió el idealismo trascendental de Kant y la teología política del apóstol Paulo. Se trata de la constitución filosófica, jurídica y teológica del «alma» moderna, de la «interioridad», del Yo como principio racional de dominación ajeno y enajenador de cualesquiera formas de vida, exiliado de la comunidad y la naturaleza, y opuesto a ellos como un principio intelectual de dominación, es decir, como un principio colonizador en el más elemental de los sentidos. Son, no en último, sino en primer lugar, sus antecedentes político-religiosos: el ideal misionero de subjetivación; el principio cristiano de redención que despoja al alma exiliada de su comunidad y su memoria, y de sus subsiguientes reformulaciones y refundiciones humanistas a lo largo del siglo del Renacimiento europeo.

      De ahí también que el discurso de la colonización que recorre el proceso social de esta pérdida de realidad solo pueda comprenderse conceptualmente a partir de la mutua interacción de la conquista y construcción del «continente vacío», a través de esa «fortaleza vacía» que es el sujeto moderno: de su principio radical de abstracción y trascendencia, y de su consiguiente vocación universal de dominio. Ambas perspectivas, la expansión colonial del Occidente cristiano entendida como proceso indefinido de una homogeneización violenta del planeta, y la constitución de un sujeto de la dominación que paga la extensión universal de su potencia al precio de su vaciamiento individual y colectivo, son inseparables. Por eso es un error, profundamente arraigado en las culturas europeas y cabalmente formulado por la filosofía hegeliana, contraponer el reino sublime del espíritu subjetivo, como principio de libertad, a la positividad siniestra de la conquista de nuevos territorios de ultramar. Es un error contraponerlos como un romantizado mundo interior de ensoñadas riquezas espirituales, frente al mundo real de las rapiñas coloniales de oro y esclavos. Ambos momentos son cultural y filosóficamente diferentes; y ambos se combatieron militarmente en las guerras de religión europeas del siglo XVI como espíritu cristiano de la Reforma contra el catolicismo dogmático y contrarreformista. Pero ambos se contrapusieron entre sí como las dos caras de uno y el mismo proceso civilizador.

      Ricoeur, entre muchos otros, señaló el conflicto inherente al discurso del progreso en su forma contemporánea: conflicto de un progreso cuyo sentido universal carece de contenidos simbólicos y de un auténtico significado ético y, por tanto, de una fuerza creadora capaz de generar nuevas formas de vida a partir de sí misma. En última instancia, se trata de un progreso amenazado por su propio carácter formalista, su insustancialidad e insostenibilidad. Nunca podría ponerse de manifiesto con mayor evidencia esta aporía de la razón y la historia modernas que en el panorama actual precisamente. Por una parte nos encontramos con una sociedad colonizada con todos los estigmas del expolio y la destrucción de sus memorias y formas históricas de vida; por otra, con una civilización metropolitana que ha tenido que vaciarse de su propia memoria para poder asumir un principio teológico y tecnológico de dominación. Esta ha tratado de llenar en vano su vacío en nombre de identidades amenazadoras de nación, de destinos universales y globales, y de identidades heroicas y beligerantes. Mientras tanto, las culturas colonizadas tienen que contentarse con semióticas hibridizadas, identidades subalternas y modernidades conceptualmente vacías. Pero es preciso ir más allá de la simple descripción fenomenológica de este conflicto entre universalismo formal de la civilización industrial moderna y los signos de su real regresión.

      Es el dilema de un proyecto civilizador que desde las cruzadas medievales y el llamado descubrimiento del Nuevo Mundo destruyó las realidades comunitarias de una Europa cosmopolita, pluriétnica y plurireligiosa, en beneficio de un proyecto político universalista y radicalmente uniformador: el orbis christianus, cuyo nombre y significado modernos se formularon precisamente en el contexto de la polémica humanista en torno a la conquista y cristianización del Nuevo Mundo. El sentido último de este orbe cristiano no residía tanto o precisamente en la realización plena de un conjunto de comunidades históricas existentes. Sucedió exactamente lo contrario. La destrucción de las comunidades judías a lo largo de la Europa medieval y en la España moderna, la liquidación de culturas árabes a lo largo de la historia europea, o la encarnizada lucha contra los vestigios de culturas paganas que se prolongó en diversos puntos de Europa hasta el siglo XVIII son una excelente ilustración de este curso de los acontecimientos históricos.

      El sentido último del orden cristiano-universal era la salvación en el más allá, el designio apocalíptico de una trasposición de la ciudad terrenal a la ciudad espiritual, y de la ciudad contingente y sus conflictos a la ciudad letrada de los redimidos. Semejante principio de emancipación pasaba, en el caso del pueblo hispanojudío y de las ciudades hispanoárabes, y más tarde, y a una escala incomparablemente mayor, de las altas culturas americanas, por su eliminación pura y simple. Eliminación que comprendía los significados de una guerra santa, junto a las estrategias cruentas de conversión, vigilancia e inquisición, más las prácticas confesionales y los sistemas de formación compulsiva de los nuevos sujetos/subjectos. Se trataba de una destrucción estratégicamente formulada de la ciudad terrenal, de la comunidad real de estos pueblos como un falso orden o como un orden ético inexistente, o como una forma de vida negativamente definida como diabólica.

      El orden universal en cuyo sistema discursivo se cumplía aquella liberación de los sujetos, y bajo el que se reducían las formas históricas de vida, era, al mismo tiempo, un proyecto histórico real: la expansión universal de un modelo de vida, definida por el humanismo cristiano precisamente como el medio de alcanzar aquella felicidad perpetua en un virtual reino de los cielos. Y eso significaba la expansión imperialista de un delirio de salvación trascendente, poderoso por su fuerza económica y militar, y por su designio universalista, pero vacío desde el punto de vista de las formas de vida que amordazaba y destruía. El concepto cristiano de civilización global que encierra la palabra griega katholikos llevaba implícito el vaciamiento de un continente. Por un lado, significaba comprender programáticamente al Nuevo Mundo como continente vacío de historia y reales comunidades humanas; por otro, suponía la instauración del discurso universal de una identidad trascendente y absoluta en ese mundo vaciado de memorias y de sentido.

      Todo ello circunscribe el concepto amplio de una «lógica de la colonización»: primero, la constitución de una identidad absoluta, sin memoria y sin realidad histórica, o sea, el héroe cristiano y el conquistador español que llegaban a una tierra sin nombre y sin ley como enviados del cielo; segundo, la transformación de las formas originales de vida a partir de las normas de racionalización económica e institucional. Transformación colonizadora que se define tempranamente como proceso de vaciamiento y subordinación de los individuos, las comunidades y los pueblos bajo los requerimientos teológicos del alma cristiana y las condiciones epistemológicas del sujeto trascendental moderno. Colonización que comienza con el ideal humanista-cristiano de un orden universal y


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