Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación. Группа авторов
recoge en libro —los que agrupa en «Varia I»— pues tocan su historia personal. En ellos habla de su soledad, cuenta que el amor le ha sido negado, hecho que lo lleva a perder la esperanza —nada sucederá, ya no habrá nada (p. 45)— a abdicar el futuro. Y en ellos se define a sí mismo como un ser indeciso entre dos fuerzas contrarias representadas por el níveo bien y el fuego terrestre (p. 46). Como en tanto que poeta ya ha elegido lo primero, los sonetos de «Varia I» son segregados: eran la vida, no la poesía.
Veinte años después, con otra concepción de esta, los rescatará e integrará a su Vida Continua.
El único rastro del drama interior que vive el poeta, de su desgarramiento, está en la naturaleza evasiva de su poesía «oficial». Para hacerla ha tenido que borrar uno de los polos del conflicto: el mundo (del cual se ha refugiado en la soledad de su corazón que resulta también insatisfactoria) y fundar, fuera de la realidad, un paraíso pasivo, donde todo es quieto y yacente y adquiere una rumorosa condición vegetal (p. 23). Entre los procedimientos estudiados por Luis Hernán Ramírez6 hay uno que expresa con mucha claridad tal condición: el empleo frecuente de verbos pronominales, que no solo frenan el dinamismo verbal y que más que introducir «un movimiento del alma en la frase» (Ramírez) dan la sensación de un suceder que se produce sin sujeto causante, de modo autónomo, enigmático, como se abre una flor o se amarilla una hoja. Es decir, con el fuego terrestre el poeta borra también la voluntad. En los dominios del níveo bien, de lo perfecto y lo eterno, la facultad de decidir es superflua. Se alcanza así la superación del yo vacilante, se cumple la construcción del antimundo. Es de este modo como la poesía de Sologuren hinca sus raíces en la realidad que pretende abolir. Y es así como la actitud del hombre y la modalidad del poeta se comunican. Esta comunicación, sin embargo, no aparecerá consciente hasta Otoño, endechas (1959). Entre tanto, la poesía del autor experimenta una progresiva transformación, reflejo de sus cambios de actitud para con una realidad que, al irse relajando la oposición entre vida y poesía, empieza a ingresar, idealizada, en esta. El poeta no puede mantenerse por mucho tiempo tan radicalmente escindido.
Así, en el primer poema de Detenimientos (1947), por contraste con los medios tonos y la enrarecida atmósfera de El Morador, parecería que se inaugurase la vida: Hallo la transparencia del aire en la sonrisa; hallo la flor que se desprende de la luz (…) Desciendo a la profunda animación de la fábrica corpórea (…) Aquí y allá las obras de la tierra (p. 27). Esta impresión es falsa, aunque el paisaje que admiten los versos de este libro es más reconocible que el anterior y hay en él sentimientos que apuntan vagamente como vividos por alguien no del todo sepultado bajo el lujo de las imágenes. «Morir», por ejemplo, es un poema que ilustra bien cómo la poesía de Sologuren sigue opuesta a lo real. La hermosa muerte que se propone allí, dándole tono desiderativo a un modo infinitivo, no tiene otro objeto que preservar la ilusión, lo soñado, de su confrontación con real; esa muerte expresa el temor a la realización, al acto. Aun cuando no persigan sino un propósito estético, las imágenes de ese poema hablan con elocuencia de la incompatibilidad entre poesía y vida, y su morir evoca más que la muerte, un deseo de entrega pasiva y definitiva a una belleza inalcanzable. La intemporalidad, la mórbida quietud, subsisten en Detenimientos, triunfan sobre la aproximación a una realidad idealizada.
Mas si el principio poético de Sologuren continúa intacto, deja asomar un elemento activo, el deseo, con el que terminarán por reaparecer las dudas y volverá a plantearse el dilema resuelto en esta primera fase de su obra; dilema que llevado a su crisis provocará en ella un cambio fundamental. Por ahora no hay sino anhelos que, como el de morir, se enajenan de lo anhelado para convertirse en materia poética7. Esta empieza a alumbrar n titubeante círculo de amor y sueños (p. 33), algo parecido a una existencia manifiesta aun en visiones fragmentarias porque la timidez vital inhibe al poeta de algo más que una relación entre soñadora y contemplativa que tiene el efecto de subrayar la distancia entre sus sueños y la realidad. Es de este modo oblicuo que ella asoma. Serena y tersa, exangüe, delicada, esta poesía flota en el vacío como un ángel que duerme.
Pese al título, Dédalo dormido (1949) iniciará el despertar. En uno de sus poemas se admiten por primera vez en la poesía de Sologuren cosas cotidianas, menciones con peso humano: Esta hora que alcanza tiernamente a su propia distancia,/ en la que un par de zapatos bien puede ser/ la historia de un hombre sobre la tierra/ y esta o aquella mujerzuela una mujer únicamente (p. 54). Esos zapatos, esa mujer, y más este tibio alimento pegado a nuestros labios (p. 52), son las materias corrompidas a las que cerró siempre los ojos el poeta, ese casto sonámbulo que había dicho: En mis ojos el sueño es un juguete de hielo,/ una flecha preciosa que no alcanza a herirme (p. 52) y que ahora con una larga garra de tristeza busca la pálida altura de una planta femenina (p. 52). Su sueño se impregna de nostalgia, de la nostalgia de una dicha cuya imaginación ya no basta y que solo puede tener lugar sobe la tierra. Aunque no lo admite, el poeta lo sabe. El juguete ha terminado por herirlo, la flecha abre una huella profunda, una ciega baraja/ abre un pecho donde la eternidad transita a solas/ en una desgarrada dulzura de sonidos y estrellas (p. 54). Por esa herida ingresará el tiempo en esta poesía fuera del tiempo, la historia personal donde no había historia. En el pequeño universo incontaminado, inalterable, se ha abierto una brecha y el viento que se desliza por ella instaura allí la agitación: No estoy en mí, no soy mío (p. 51) dice el poeta que se despierta en el vacío y descubre que no es sino un fantasma entre las flores de la aurora (p. 52).
Para apreciar mejor el cambio en proceso se puede comparar «La visita del mar» con «La ciudadela», soneto de «Varia I» del que aquel resulta, en cierto modo, una versión más elaborada y hermosa, y muchísimo menos directa; lo importante aquí es que el autor haya reincidido en un asunto colocado por él al margen de la poesía8. Dédalo dormido marca, pues, una alteración en su poética. Si la realidad y la imaginación empiezan a barajarse es porque la poesía admite a la vida y los sueños confundidos (p. 46). El mundo de Sologuren se amplía así notablemente: multitud de cosas irrumpen en un aparente desorden para armar imágenes deslumbradoras, los contrarios concurren no ya contrapuestos para alcanzar un punto inmóvil por igual alejado de los extremos, sino para enfrentarse, entrechocarse, penetrarse. La poesía es ahora el lugar donde el caos se encauza y adquiere hermosas formas porque es ella quien domina: la poesía. La superficie del poema, ya no tersa sino tensa por la agitación de las corrientes submarinas que a él confluyen, testimonia ese triunfo. El aparente desorden de las enumeraciones, el ingreso de ciertos elementos de la realidad dentro de la irrealidad, los vestigios de historia, los sentimientos que pugnan por ser más que un motivo estético, expresan que se ha tocado la tierra, pero para ponerla al servicio del poema. Este se torna lujoso; sobrecargado de joyas se estructura, sin embargo, no ya sobre atmósferas o visiones sino sobre ideas poéticas cada vez más precisas. El autor asoma en su obra y con él una vibración, un temblor que introducen un sutil pathos en sus versos, ahora canto arrancado a la tumultuosa soledad de un pecho humano (p. 62).
La soledad, ubicada en la zona central de la poesía de Sologuren, deja de aparecer como un simple tema poético y se siente como un pesar, una sombra de angustia. El poeta se vuelve entonces hacia el amor, cuyas menciones aumentan. Con él será posible la vida, realizar en ella la poesía. Pero un poema: Bajo los ojos del amor (1950) identificará estos tres términos: el que se canta allí es a la poesía, dama recóndita que el poeta trata de crear, como otra Eva, con su propia sustancia. Todo fluye del mismo punto al que refluye. Esta concepción circular preside la creación del poeta en estos años; con ella se ratifica en su soledad y confirma a la literatura en su función compensatoria. El poeta toma a la poesía por pareja y trata, con ella, platónicamente, de «reproducirse en la belleza». Su canto entonces es acto de amor, se enciende y es fuego,/ fuego la constelación que desata en nuestros labios,/ la gota más pura del fuego del amor y de la noche,/ la quemante palabra en que fluye el amor, aún (p. 66).
Quebrado el presente absoluto donde inicialmente permaneció congelada, con el pasado y el futuro en esta poesía ingresa la sombra de la muerte. Las cosas empiezan a tener origen y destino y cuando se alude a su misterio este ya no es solo un ingrediente estético; un leve temblor de angustia lo denuncia: Algo tomo de este alimento que la soledad me ofrece,/ algo como un fuego perdurable hecho de amargo delirio/ y de flores invadidas por el viento de la tarde./ Ahora sé que huye sin bullicio para dar