Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación. Группа авторов
ha alcanzado entidad en la primera persona). Y el poeta, al acercarse a la tierra, siente que Todo oscila a lo lejos con un parpadeante dibujo,/ como blancos veleros que atracasen duramente en mi lecho,/ como el alborozo de unos pájaros que invaden mis sueños/ desde un nido donde mi adolescencia brilla como una perla./ (Reconozco una voz, caigo bajo una mirada, soy herido por la luz) (p. 73). La poesía, entonces, no es solo quehacer estético; el poema se dispara hacia algo más que su propia belleza. El pensar se funde con el sentir, trabaja sobre este en profundidad, no en discurso lógico sino como una mirada que penetrara aquello en que se fija y lo trascendiera; el poema es ahora el resultado de esa fusión, el objeto en que se plasma. Su condición, de este modo, es abstracta, pero ya no decididamente elusiva. Un poco abrumados por las vestiduras retóricas y el brillo de las imágenes que se multiplican, apuntan en esta etapa el movimiento generador y el sentido de la posterior poesía de Sologuren: el afán de reconciliación con lo externo, de comunión con el mundo donde, en un tiempo no llagado (p. 45), fue feliz. La total negación cede y el poeta se acerca a lo más inofensivo entre lo vivo, a lo que menos puede dañarlo; inicia su diálogo con la naturaleza, y el árbol, el viento, una flor, las nubes, son los primeros destinatarios de sus confidencias; o la noche, cuando la realidad lo hiere y tiende otra vez a encerrarse en sí mismo, cuando recobra su rigidez la incompatibilidad entre vida y poesía y solo es deseable no ser9. La segunda persona se hace así frecuente en sus poemas y pasa de vocativo vacío —mero recurso retórico en libros anteriores— a tener una (precaria) existencia de interlocutor pensado.
Aproximar la poesía a la vida es, para Sologuren, un proceso lento y difícil que se cumple con recaídas constantes en el sueño, que sigue siendo su escudo: Yo sueño, y un rayo de nieve y una ola/ y una mano estelar envuelta en llamas/ con una rosa inmóvil me reúne (p. 82). La torre sigue en pie; el poeta no ha hecho otra cosa que abrir esas ventanas que cada vez más se mencionan en sus versos aunque, en su mayor parte, funcionan como pantallas para proyectar los sueños. Porque la poesía es, aún, todo aquello que la realidad no concede, el lugar donde cobra forma la ausencia. Una forma que poco a poco se hace semejante a la realidad, todo lo semejante que permite un ejercicio poético que despoja al asunto vivido que lo motiva de su circunstancia y sus atributos particulares hasta hacerle perder la condición de recuerdo, pues lo que pretende es el rescate de las últimas esencias, la captación del olvido (p. 80).
Dédalo dormido, Bajo los ojos del amor, todos los poemas de «Varia II» se publicaron o fueron escritos en México entre 1948 y 1950: sin embargo, su poesía es indiferente a este hecho porque, no importa donde esté, el poeta siempre está ausente. Cuando se habla de aproximación a la realidad hay que entender, pues, la expresión de un modo relativo y dentro del conjunto de la obra contenida en Vida Continua. Solo un poema de esta época, «Grabación», tiene una circunstancia definida, se genera en un contexto real perceptible de inmediato, utiliza recuerdos concretos y adopta una función desidealizadora muy rara en Sologuren: Y sé que el cielo es una casa habitada por una familia modesta;/ que no hay vestido espléndido, delicados perfumes,/ viajes repentinos por un espacio enjoyado,/ pasos de un baile suavemente regido por los astros (p. 74). En él se evidencia el resquebrajamiento que traerá a tierra el níveo bien. El poeta ha comprendido que de nada vale edificar un paraíso inhabitable, pero no renuncia al paraíso; en vez de inventarlo buscará la forma de hacerlo posible por la única vía que conoce: la de la poesía.
Nueve años habrán de pasar antes de que Sologuren publique otro libro. La cosecha de ese largo periodo está en Otoño, endechas y en «Varia III». Entre los poemas, escritos en Suecia, de este último grupo hay uno que expresa la nostalgia del autor por su país, de un modo inusitado por ser tan directo y, sobre todo, porque expresa. Pero algo no menos importante ocurre aquí: la retórica se despoja de los lujos anteriores, la idea poética figura menos revestida, la palabra y sus símbolos parecen obedecer a una motivación más urgente que preocupa hondamente al poeta: la de buscar su rostro en la obra que ha hecho. El resultado es revelador de la conciencia crítica que empieza a cobrar de su condición soñadora y ausente, conciencia que se hará más aguda en Otoño, endechas. Si en «Al pie de la ventana»… (p. 107) se limita a comprobar y dice: Yo estaba todo en viaje como pájaro en vuelo, en otro poema afirma: No, no todo ha de ser un viaje sin destino,/ dolorosa distancia sin poder alcanzarme,/ piedra sin llama y noche sin latido./ No. Mi rostro busco, mi música en la niebla,/ mi cifra a la deriva en mar y sueños (p. 92). El poeta encuentra ahora que su complacencia en llamar a la puerta de lo que no existe, su persecución del Nirvana, su negativa a vivir lo han llevado a conformarse con la sustitución, a elegir un placer engañoso y que la poesía no es eso, no ese juego con un puñado terrestre que se incendia y un misterio (p. 81). Los cambios de tono y de lenguaje, las formas de transición visibles en este insatisfecho Sologuren están determinadas por esta toma de conciencia, por esta reflexión sobre sí mismo que lo lleva a formular un «arte poética» retrospectiva10 que es una suerte de ensalmo melancólico. Es como si el tiempo hubiese pasado en vano y no le quedara de todo lo vivido sino un puñado de versos arrancados al silencio y al olvido, palabras nacidas de la soledad e inasibles como la música. Y ese tiempo pesa sobre él, se acusa, se acorta, se hace urgente, lo hace verse al margen de la vida que le negó a la poesía de la que hizo su vida y que, sin embargo —confiesa en un dramático poema en el que la interroga— aún no se le entrega. El verso final de ese poema implica la negación del concepto que tuvo hasta entonces de poesía: y solo creo en el dolor haberte visto (p. 100).
El dolor, núcleo del temido fuego terrestre, es, ahora, tras el fracaso del níveo bien, vía de acceso a la poesía. Es decir, en virtud de la aceptación del hedor y de la gran migaja/ oscura de la tierra ante las cuales la muerte fue esperada como una «Primavera secreta» (p. 83), en virtud de la aceptación de aquello de lo que se pretendía evadir en el refugio del ensueño, podrá alcanzarse la poesía, merecerse su cielo. Un cielo que, de alguna manera, es dable en este mundo mediante la purificación por el dolor. La realidad, antes deprimida por su contraste con la ilusión, adquiere, desde que el poeta está dispuesto a entregarse al corazón mismo de sus llamas, valores que le fueron negados. Con esta nueva actitud —que es el supuesto tácito de la obra que emprenderá— el poeta está listo para residir en la tierra, puede arriesgarse a vivir.
Un año después, en Estancias (1960), se da el cambio profundo que paulatinamente se anunciaba en la poesía de Sologuren. Ahora existe el amor del hombre y la mujer, un amor que da frutos de carne a través de cuyos ojos es posible asomarse al confiado/ estar el mundo (p. 130); se ha descubierto que el mundo es compañía (p. 131) y con ella todo adquiere sabor y hasta la miseria de la realidad son soportables. El poeta inicia su redescubrimiento de la tierra por lo más elemental y lo más simple; vuelve a ser lo que fue, al tiempo no llagado, todo lo canta con la inocencia de entonces, lo ve con la luz nueva que hay en su corazón. Las Estancias son un retorno a lo natural que el poeta realiza a través de una poesía en la que la palabra se hace transparente hasta identificarse con aquello que nombra y al mismo tiempo depura hasta su más íntima sustancia y que ilumina y enriquece con una economía estricta y sabia. No solo el ser de lo nombrado se alberga y exalta en el poema, convertido en un instrumento para conocer, sino que se humaniza; los viejos materiales poéticos —el sueño, la noche, la nieve— toman, de este modo, otro sentido dentro de una visión armonizadora donde todo tiene su lugar: la sed y el vino, la música y el hambre. Vencidos los espectros surgidos de la soledad y el temor de no poder vencerla, el poeta ha descubierto que el mundo es nombrable sin traicionar a la poesía. Su canto se hace, entonces, como esa agua preciosa, humilde y casta que es como la palabra del seráfico Francisco (p. 127). Y así, como esta poesía, debe ser ahora la vida. «Debe ser» porque el futuro es ya algo construible en la vigilia gracias a ese amor de hombre y mujer que mano a mano/ levantaran el árbol/ de la vida,/ y su aire y sus pájaros (p. 131).
Pero el estar en el mundo de Sologuren tiene características singulares. Si bien establece un diálogo cierto con la realidad, y sus vocativos poseen ya carta de ciudadanía terrestre, la que comunica es una realidad interiorizada, destilada, sometida a un proceso del que no sale, como antes, «otra», sino «purificada», «espiritualizada». Porque la pureza es la gran aspiración de Sologuren; por ella se inventó otro mundo y en Estancias descarna el mundo hasta quedarse casi sin otra cosa que su idea. Luego de arrojar toda la pedrería y el vestuario, la escenografía de su obra antigua, su lenguaje se ajusta