Errores del corazón - Un hombre enamorado - Alma de hielo. Linda Lael Miller

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ocurrido algo.

      —Ya ha comprobado que no —Stacie dejó escapar una risita seca. Se trataba de reír o de echarse a llorar—. ¿Cuántas mujeres tienen su perro guardián personal?

      Lauren le lanzó una mirada interrogativa.

      —Josh vino a buscarme —explicó Stacie—. No estaba seguro de que Paul fuera de confianza.

      —Bienvenida al mundo del Viejo Oeste —Anna sonrió—, donde los hombres creen que todas las mujeres necesitan su protección.

      —Fue muy tierno de su parte —admitió Stacie—, teniendo en cuenta que apenas nos conocemos.

      Lauren se atragantó con su sándwich y Anna soltó un resoplido muy poco femenino.

      —¿Qué pasa, chicas? —Stacie las miró con el ceño fruncido.

      —Por favor —dijo Lauren—. Anoche vi cómo os mirabais y cuánto os apretabais al bailar. Sólo habría conseguido mejor publicidad para mi investigación si hubierais estado desnudos y haciéndolo en el suelo.

      —Oh, Dios mío, Lauren —la carcajada de Anna resonó por la habitación—, eres terrible.

      —Bueno, pero ésa fue nuestra última cita —Stacie, ruborosa, tomó un sorbo de café.

      —¿Por qué? —preguntó Anna—. Yo vi química.

      —Montones de química —añadió Lauren con una sonrisa traviesa en los labios.

      —Josh y yo decidimos en la primera cita que no éramos… —Stacie hizo una pausa. Decir que no eran buena pareja sería una crítica a la investigación de Lauren—. Que aunque nos llevamos muy bien, no buscamos lo mismo en la vida. Un caso parecido al de Amber y Paul.

      —Podría volver a introducirte en el sistema —ofreció Lauren—. Emparejarte otra vez.

      Stacie negó con la cabeza. Hablar con Paul de sus sueños había reforzado su deseo de encontrar su edén personal. Paul había creído que enterarse de lo de Amber la llevaría a volver corriendo a Ann Arbor, pero había tenido el efecto opuesto.

      Independientemente de lo que pensara su hermano, Amber había sido feliz en Los Ángeles, en un sentido en el que nunca habría podido serlo en Ann Arbor. Stacie tampoco sería feliz hasta que no encontrara su propósito en la vida.

      Lauren no intentó hacerle cambiar de opinión. Pinchó un trozo de tarta de café.

      —Recuérdame que te dé el cuestionario post-cita a la vuelta de la iglesia.

      —¿Vas a ir a la iglesia? —los ojos azules de Anna chispearon—. ¿Después del comentario que acabas de hacer sobre Stacie y Josh en el suelo?

      —Es su penitencia —dijo Stacie, incapaz de controlar el burbujeo que sintió al pensar en Josh y ella sobre el suelo… desnudos.

      —Le prometí al pastor Barbee que estaríamos allí y soy una mujer de palabra —dijo Lauren, muy digna—. El servicio religioso empieza a las once.

      —No cuentes conmigo —Anna se sentó—. Necesito un descanso de la gente de Sweet River.

      —Déjate de rollos —protestó Lauren—. Cada vez que te miraba anoche, sonreías de oreja a oreja.

      —Lo pasé bien —admitió Anna—. Pero crecí aquí. Sé cómo es esto y no permitiré que vuelvan a incluirme en el rebaño. El instinto de supervivencia me obliga a mantener las distancias.

      —A mí también —dijo Stacie, consciente de que si no lo hacía, podía acabar en la cama con un vaquero desnudo.

      —Bueno, pues podéis empezar a mantener las distancias mañana —declaró Lauren—. La iglesia organiza una subasta de comidas para recaudar fondos después de misa y las tres estamos inscritas.

      Capítulo 6

      EL sol lucía y la temperatura era de unos veinticuatro grados cuando Josh se unió a los ciudadanos de Sweet River en el jardín trasero de la Primera Iglesia Congregacionista.

      Se había quedado en el baile hasta muy tarde y cuando por fin llegó al rancho, no pudo dormir.

      Tenía la impresión de que acababa de conciliar el sueño cuando sonó el despertador. Había sentido la tentación de quedarse en casa y empezar a rascar la pintura exterior, pero le había prometido al pastor Barbee que participaría en la subasta de almuerzos.

      El evento anual subvencionaba el programa de Escuela Bíblica de la iglesia, que necesitaba fondos urgentemente. El año anterior había hecho mal tiempo y había escaseado la participación.

      Siguiendo la tradición del Salvaje Oeste, las solteras preparaban un almuerzo campestre para dos y los solteros pujaban por las decoradas cestas de comida.

      Dos años antes, Josh había acabado almorzando con Caroline Carstens, que había vuelto a pasar allí las vacaciones estivales. Había sido una tortura. Ella se había pasado toda la comida hablando de su exclusivo teléfono móvil y de su ciberdiario personal. No se parecía en nada a él. Esperaba que ese año le fuera mejor. Si Stacie participara…

      En cuanto se le ocurrió, descartó la idea. Habían ido al baile en pareja para hacerle un favor a Lauren. No había razón para que pasaran más tiempo juntos.

      La subasta ya había empezado cuando Josh se sentó en la loma cubierta de hierba. El pastor, que complementaba sus ingresos parroquiales trabajando como subastador, estaba mostrando una cesta decorada con girasoles. Josh la reconoció de inmediato. Mantuvo la boca cerrada. Tenía sus límites, por más que se tratara de beneficiar a la iglesia.

      El hermano menor de un amigo de Josh ganó la cesta. Lanzó un triunfal grito de guerra cuando el pastor señaló a su dueña, Caroline.

      Sólo quedaban un puñado de cestas cuando Stacie y sus compañeras llegaron y dejaron las suyas a los pies del ministro.

      Se oyó un murmullo entre la audiencia y las pujas se animaron cuando las cestas de Lauren primero y de Anna después salieron a subasta. La siguiente era la de Stacie.

      Muchos hombres aún no habían pujado, incluido Wes Danker. Josh se preguntó quién disfrutaría del placer de la compañía de Stacie.

      El pastor Barbee empezó su retahíla, pero en vez de pujas se produjo un intenso silencio. El prelado dio un golpecito en el micrófono, para comprobar que seguía encendido.

      —Empecemos con veinticinco. ¿Quién da veinticinco?

      Nadie dijo una palabra, no se oyó ni una puja. Stacie se puso roja como la grana.

      Cuando Wes se dio la vuelta y miró a Josh fijamente, él comprendió lo que ocurría. Para los ciudadanos de Sweet River, Stacie era su chica y no iban a pujar en contra suya.

      Pero Stacie no podía saber eso. Pensaría que nadie quería comer con ella. Josh se había jurado mantener las distancias, pero no podía permitir que se sintiera humillada. Se puso en pie.

      —Cien dólares.

      Por supuesto, era una puja excesiva. Sin oposición, podría haberse llevado la cesta por cinco. Sin embargo, eso habría dado muy mala impresión a Stacie y al pueblo. Habrían pensado que no valoraba su compañía.

      —Número quince vendida a Josh Collins por cien dólares —anunció el pastor con expresión de alivio.

      Stacie volvió la cabeza, estaba deliciosa con un vestido veraniego rosa y blanco. Alzó la mano y le saludó. Él estaba demasiado lejos para poder interpretar la expresión de su rostro.

      Las cestas restantes se vendieron rápidamente. Llegó el momento de que Josh reclamara su cesta y a Stacie. Fue hacia el podio y agarró el asa de mimbre antes de volverse hacia la bonita morena. Josh cambió el peso de un pie a otro, sintiéndose tan inseguro como un potrillo recién nacido.

      —Juntos


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