Sol y Luna. Tamara Gutierrez Pardo

Sol y Luna - Tamara Gutierrez Pardo


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sombra alargada se deslizó sobre el terreno, arrastrándose con sigilo y peligro hasta que alcanzó mis pies. Ahí se detuvo. Alguien salió de entre la vegetación, un chico de mi edad, y de pronto su sombra, sin despegarse de mí ni un solo momento, comenzó a empequeñecerse conforme él se acercaba. Me quedé paralizada en el sitio, sin poder moverme, atónita y a la vez desconcertada. Ese chico emanaba algo especial, algo… enigmático.

      No vi su rostro; al contrario que con la selva y conmigo, la luna se negaba a iluminarle, dejándole en una completa oscuridad. Su pelo alcanzaba sus hombros, aunque tampoco pude apreciar su tonalidad. Pero sí vi sus ojos. Fue lo único que la luna me permitió vislumbrar. Sus ojos, de un vivo color violeta, permanecieron clavados en mí durante todo su recorrido. Hasta que al fin llegó a mi posición.

      Se quedó frente a mí, muy cerca, insertándome esa mirada malva. Sin embargo, contrariamente a lo que se supone tenía que esperar, no sentí ningún miedo. No, ese chico era un ser misterioso, un ser sobrenatural, pero no sentí ningún temor.

      Su mano, también en su propia penumbra, tomó un mechón de mi pelo empapado y lo alzó. Sus ojos al fin se despegaron de los míos, si bien no fue por mucho tiempo. Observó mi cabello y acto seguido sus pupilas se insertaron en las mías de nuevo. No sé qué tenía ese ser, pero me dejaba completamente bloqueada…

      Su rostro comenzó a acercarse.

      Mi corazón latía muy deprisa, aunque ahora no por temor. Su frente tocó la mía y todo un torbellino de sensaciones que no comprendía se agitó dentro de mí, saliendo por mi boca en forma de un suave jadeo. Bajé los párpados cuando su rostro se pegó al mío. Era cálido…

      Y entonces, me besó.

      Mi primer beso…

      Sus labios se presionaron contra los míos. Eran extremadamente suaves y tiernos, y todo lo que sentía se disparó. La fuerte lluvia caía sobre los dos, pero no pareció importarle. Mantuvo su boca sobre la mía durante unos segundos que para mí transcurrieron con demasiada rapidez. Cuando me di cuenta, sus labios habían abandonado a los míos y su semblante se alejaba. Me quedé quieta, con los ojos cerrados.

      Cuando los abrí, ya no había nadie frente a mí.

      De repente, sentí algo caliente en uno de mis muslos. Bajé la mirada, aún confusa, y mi boca volvió a espirar.

      Un fino hilo de sangre ya se estaba mezclando con las gotas de lluvia que caían sobre mis piernas.

      Ya era una mujer.

      Hoy era mi vigésimo cumpleaños. Debería ser un día distinto a todos los demás, un día feliz y lleno de esplendor para una joven, pero en mi caso no era así en absoluto. A los veinte años todas las muchachas de la tribu ya estaban prometidas, o se suponía que deberían estarlo, sin embargo, a estas alturas, yo ni siquiera había tenido novio.

      Pero hoy, además, mi cumpleaños coincidía con otro acontecimiento. Uno que tampoco era del agrado de nadie. Esta tarde se hacía la ofrenda al dios Luna para que la ira y furia de Jedram no se llevara por delante al poblado.

      Los ancianos contaban historias aterradoras sobre Jedram y su niebla negra. Según la leyenda, Jedram, jefe de la tribu tika, era el hijo del dios Luna. Un ser malvado, frío y maligno. Los tika eran los enemigos ancestrales de mi tribu, los wakey. ¿El motivo? Bueno, mi tribu servía a la diosa Sol, y por eso los tika nos odiaban. Por supuesto, el sentimiento era recíproco. Jedram era muy, muy poderoso, y su arma más letal era su niebla negra. Esa niebla era capaz de arrasarlo todo con tan solo deslizarse a un centímetro del suelo. Insectos, reptiles, árboles, pájaros, animales, vegetación, incluso el sol se apagaba si la niebla lo deseaba. Y obviamente los humanos no escapábamos a sus garras. Todo ser vivo era aniquilado sin escapatoria. La niebla negra lo calcinaba todo sin quemarlo, lo escarchaba sin congelarlo, lo fundía, lo evaporaba, lo reducía a cenizas casi sin tocarlo… La tribu wakey vivíamos oprimidos; siempre teníamos que intentar no ofender al dios Luna, y Jedram nos exigía un pago anual para no devastar nuestras tierras. Eso nos tenía en vilo. Era un pago obligatorio. Hoy había llegado el momento de entregarle esa ofrenda.

      —Vamos, Nala, la gente ya está esperando —me azuzó mamá.

      —Voy, voy… —resoplé.

      Mi madre suspiró exasperada al ver mi torpeza con el cordón de mi falda de flecos blancos. Se acercó a mí y comenzó a atarme la cintura.

      —Hoy es un día muy importante para la seguridad de la tribu —me recordó mientras tanto—. Es el día en que le mostramos nuestros respetos al dios Luna, no queremos ofenderle, por eso hemos de ir de gala. Pero también es una buena oportunidad para que algún posible marido se fije en ti.

      Puse los ojos en blanco y opté por guardar silencio. Mi madre terminó de anudarme el cordón y se posicionó frente a mí.

      —¿Me has oído? —me regañó.

      —Sí, mamá —respondí con voz y gesto cansados.

      —Has de parecer dulce y delicada, instruida y sensata, pero, sobre todo, has de parecer sumisa y dócil.

      Como Soka.

      Esta vez no pude contenerme.

      —Yo no soy así, lo sabes —le recordé, molesta.

      —Por eso te lo recalco —contestó, firme.

      Exhalé, más ofendida todavía.

      Mamá tomó aire y me observó con atención. Examinó la parte superior de mi indumentaria, tejida con unas fibras blancas que envolvían mi pecho, la falda de flecos del mismo cromatismo y las botas de piel de zorro que calzaban mis pies. La nívea pluma de mi pelo suelto terminaba de cuadrar el atuendo. Cuando se cercioró de que todo estaba bien, sus ojos se movieron hacia los míos con ternura y sonrió.

      —Estás preciosa.

      Sí, estaba preciosa por lo que implicaba esta indumentaria para ella. Suspiré.

      —Bueno, acabemos con esto de una maldita vez —dije entre dientes, echando a andar hacia la salida de nuestra cabaña.

      —Dulce y delicada, instruida y sensata, SUMISA y DÓCIL —me reiteró mamá en tanto me seguía.

      Salí de casa, también escapándome de mi madre, y bajé los peldaños de la escalera a toda prisa. Nuestros hogares, construidos con ramas finas, aunque resistentes, pendían de los fuertes árboles wakey cual nidos. Los días de viento se mecían a su son, obedeciendo todos los caprichos del mismo. Antes de alcanzar el último escalón de madera, pegué un salto y mis pies aterrizaron sobre el terreno.

      Todo el poblado se había engalanado para la temida ocasión. La tarde ya había empezado a avanzar y las antorchas colgaban de las chozas y las ramas de los árboles. Se respiraba un ambiente enrarecido esa tarde. No sabría decir si la gente estaba más nerviosa que aterrada. Aquí solo recordar el nombre de Jedram ya hacía que todo temblase. Hombres, mujeres, ancianos e incluso niños se dirigían con vacilación hacia la hoguera, llevándose las piezas más valiosas de su ganado, de su cosecha, con la vaga esperanza de que Jedram únicamente se conformara con una vida animal o bienes materiales. Sin embargo, todos sabíamos con certeza que hoy perderíamos algo mucho más valioso. Una vida humana.

      Entonces, entre ese riachuelo de gente, vi a Sephis. Mi corazón pegó un vuelco al verle. Su pelo oscuro lucía corto, como el de todos los chicos de la tribu, tal y como mandaba la tradición, pero eran sus grandes ojos negros los únicos que destacaban sobre los demás. Su tez tostada también resaltaba gracias a ese albo traje tradicional. Era un guerrero audaz, muchos decían que llegaría a ser el jefe de la tribu algún día. Sephis era el chico más guapo de la tribu, el más cotizado, y el chico del que esta infeliz que os relata estaba enamorada…

      Mi boca se curvó en una sonrisa bobalicona mientras le observaba en la lejanía…

      Pero de pronto llegó Soka. Se acercó a él y le dio un beso


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