Sol y Luna. Tamara Gutierrez Pardo

Sol y Luna - Tamara Gutierrez Pardo


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frente a la pira. Una vez más, no sentí ningún miedo. Al contrario. La rabia de la impotencia hizo hervir mi sangre. Apreté los puños y la dentadura con disconformidad y fuerza, aunque esa misma impotencia logró que terminara sucumbiendo a la reverencia.

      —Alzáos, tribu wakey —nos ordenó uno de los ocultos jinetes.

      Poco a poco, fuimos incorporándonos y poniéndonos en pie. Una vez que lo hizo hasta el último de los críos, el mismo ser volvió a hablar.

      —Jedram, hijo del dios Luna, ya ha elegido. —El enviado alzó el mentón y permaneció mudo un instante eterno. La tensión bailoteó en rededor, jugueteando con cada uno de nosotros. Hasta que al fin habló de nuevo—. La quiere a ella —afirmó, extendiendo el brazo para apuntar con ese dedo que apenas sobresalía de su capa.

      Entonces, un halo gélido y frío me recorrió entera al ver que ese dedo me estaba señalando a mí.

      Vale, ahora sí que empezaba a tener miedo. Miedo de verdad.

      Soka, otra vez en shock, espiró con terror y las dos volvimos a contemplarnos. Sephis abrió los ojos en su totalidad, sin poder creérselo.

      —¡No! ¡NOOOO! —rompió a chillar mi madre, llorando.

      Mi padre la sujetó, aunque casi ni él era capaz de sostenerse en pie.

      —¡No podéis sacrificarla, es muy joven! —suplicó mi padre.

      —¡Jedram ya ha elegido! —voceó alguna gente, ansiosa por que ese infierno terminase.

      —¡Sacrificadme a mí! —imploró mi padre, abriendo los brazos para ofrecerse. Exhalé con consternación a la vez que mi tribu exclamaba y murmuraba en voz alta—. ¡Me cambio por ella!

      —¡No! —protesté, echando a caminar para pararle los pies.

      —La muchacha no va a morir —dijo de pronto el otro jinete con una voz tan profunda que pareció resonar en el eclipse.

      No fui la única que me petrifiqué en el sitio con desconcierto. Toda la tribu se quedó como estatuas de sal.

      ¿Qué?

      —¿Cómo? —preguntó mi padre, atónito y confuso.

      Mi madre también estaba desconcertada, aunque percibí un ligerísimo alivio en su rostro, al igual que en el de Soka y Sephis.

      —Este año Jedram exige otro pago —explicó el mismo enviado.

      —¿Otro… pago? —Mi padre seguía sin entender.

      El jinete giró la cara en su dirección para dirigirse a él directamente, si bien su rostro continuaba oculto bajo esa capucha gigante.

      —Lo que Jedram quiere es desposarla —aclaró sin mutar el tono de su regia voz.

      ¿Desposarme…? Me quedé más paralizada que antes, porque no sabía qué era peor…

      Mi madre se horrorizó ante tal exigencia y por primera vez en toda mi existencia vi una empatía triste reflejada en su mirada cuando la llevó hacia mí. La conmoción barrió los semblantes de Soka y Sephis.

      ¿Casarme con ese… monstruo despiadado? Otro hachazo aterido sesgó mis entrañas solo con pensar en la noche de bodas, eso sin pensar en el resto de mi miserable vida junto a ese ser malvado y despreciable. No, jamás. Jamás me entregaría a ese monstruo. Antes prefería estar muerta.

      —No… —musité, haciendo una negación con la cabeza—. ¡No! —grité acto seguido.

      Los enviados se pusieron tensos.

      —¿Debemos recordarte lo que sucederá, de negarle la ofrenda a Jedram? —me avisó el primer jinete, duro e intransigente.

      —Si no accedes a su petición, si no te desposas con él, tu pueblo morirá —me advirtió el segundo.

      —¡No dejaré que os la llevéis! —chilló mi padre, avanzando en mi dirección.

      —¡Tapha! —gritó mi madre, llorando.

      —¡No, papá! —chillé yo también.

      —¡No permitiré que ese monstruo la tenga!

      Pero el segundo enviado alzó la mano y el cielo comenzó a removerse. La oscuridad se transformó en algo más oscuro, más tétrico, y empezó a agitarse ante nuestros perplejos ojos, pasando a descender lenta pero peligrosamente.

      Papá se detuvo de forma abrupta, asustado.

      —¡La niebla! —bramó una de los nuestros con auténtico pavor.

      —¡La niebla de Jedram! —agregó el jefe de la tribu.

      Los gritos de terror se propagaron como una deflagración.

      —¡Que se la lleven! —gritó el gentío.

      —¡Tiene que casarse con Jedram! —añadió el jefe de la tribu.

      —¡Oh, dioses, moriremos todos! —plañó un anciano.

      Observé la estampa con horror, respirando agitadamente por la angustia. La oscuridad bajaba a cada momento, como si el cielo eclipsado lo estuviera haciendo con ella. Todo eran gritos, y caos. Los animales huían despavoridos, los ancianos suplicaban a los dioses, los hombres arropaban a sus mujeres, y ellas abrazaban a sus hijos con la esperanza de que sus cuerpos los protegieran de la muerte. Los bebés lloraban en los brazos de sus madres…

      ¡No!

      No sabía cuál era mi cometido en este mundo, pero desde luego no era el de llevar a mi pueblo al exterminio.

      Con gran dolor en mi corazón, reuniendo toda la valentía que pude, y con otro ramalazo de rabia y furia, solté lo que esos seres querían oír.

      —¡Iré! —les chillé—. ¡Iré!

      La oscuridad se detuvo cuando los enviados me contemplaron. Esperaron mi ratificación antes de efectuar otro movimiento, ante la expectante atención del poblado, que continuaba nervioso y asustado.

      —Me casaré con Jedram, si es lo que quiere —cedí. Por mis ojos se escaparon dos malditas lágrimas, aunque salvaguardé la dignidad levantando la barbilla.

      —No, hija… —sollozó mi padre.

      Le miré y, no sé cómo, conseguí no romper a llorar.

      —Tengo que hacerlo, o toda la tribu morirá —le recordé, tratando de aparentar valentía.

      Los jinetes no perdieron más tiempo. Espoleando a su caballo con los talones, el segundo de ellos avanzó hacia mí y colocó al animal delante para que yo pudiera montar.

      Y así lo hice.

      No hubo despedidas. Solo las miradas de conmoción de mis padres, mi hermana y mi amado Sephis.

      Me subí detrás del jinete y, sin que me permitieran mediar más palabra, sin apenas poder cruzar el que seguramente sería el último vistazo con mi familia, fui despojada de mi hogar con un galope violento y trepidante.

      Mientras, la luna reiniciaba su propia andadura, abandonando al sol.

      Mi trasero ya no tenía músculo que no le doliera. Aunque solíamos hacerlo para cazar, los wakey no estábamos acostumbrados a montar a caballo tantas horas, tantos días. Me recoloqué, a ver si así me aliviaba un poco, pero lo único que conseguí fue otro molesto y doloroso tirón.

      Estaba exhausta. No habíamos parado sino para que descansaran los caballos, momentos en los que esos animados enviados, que no habían abierto la boca en todo el viaje, me habían dado de comer a mí también. Unos trozos de carne seca y agua habían constituido mi dieta durante estas semanas. Las noches las habíamos pasado galopando, y terminaba tan agotada que hasta me quedaba dormida sentada tras la espalda del jinete.

      Pero el día de la llegada al fin tuvo lugar.


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