Sideral. Héctor Castells
el otoño transcurre en la calle Nou de la Rambla. Aleix está en una tienda de golosinas y siente la electricidad estática en los poros de la piel. La calle es como el hachazo de un niño: un tajo estrecho y transversal que une las Ramblas con la falda de Montjuich. Aleix hunde una pala de plástico en una montaña de azúcar y se lleva un botín que podría dejarle sin dientes en un par de horas. La bolsa le cuesta seiscientas pesetas y contiene cocacolas picantes, lenguas ácidas —rojas y verdes— y nubes, montones de nubes. Son el contrapunto perfecto a la acritud de todo lo demás. El equilibrio de su dieta.
Aleix está en la flor de su vida. Todavía es un completo desconocido, pero la gente se da media vuelta cuando se cruza con él. Es como si le reconocieran. Las viejas, los niños, las putas, los policías y las pijas. Es magnetismo puro. Y lo sabe. Y le parece bien. Y lo detesta. Según.
Lleva un jersey a rayas verdes y blancas —y blancas y verdes— y unas All Star que eran azules cuando se las compró. Ahora están customizadas. Ha trazado una constelación de estrellas que surca el par y luego ha dibujado a sendos hombrecitos ahorcados a la altura de los agujeros por los que salen los cordones. Lo ha hecho con el rotulador plateado de siempre.
Pedro le espera fuera de la tienda. Pedro ha sido su profesor particular de Matemáticas. Ahora es el guitarrista y compositor de su nueva banda. Ayer se llamaban La Quinta Planta. Hoy son Mushrooms. ¿Mañana? Lo mismo mañana se llamen Peanut Pie y Aleix cante y toque la guitarra. De momento hacen rock psicodélico y Aleix es el bajista. Pedro no repara en el saqueo de azúcar de su discípulo. Se ha quedado pillado contemplando los dibujos de las All Star.
—Pero… ¿qué coño es esto? ¿Un niño muerto? —pregunta. Y señala al ahorcado a la altura del tobillo izquierdo.
Aleix sonríe.
—Iba a dibujar al Pequeño Príncipe, pero al final me ha salido un alegato en favor de Michael Jackson
—¡Hostia puta! ¿De Michael Jackson? —pregunta Pedro desconcertado.
—The one & only —dice Aleix.
—¿Pero cómo que un alegato? ¿En favor de qué? ¿De la pedofilia? —se pregunta Pedro en voz alta.
—No, joder. Un alegato en favor de Michael. Por el linchamiento, por toda la caña que le están metiendo. Le he suicidado para liberarle —dice Aleix con la convicción de un adolescente.
—Pero, a ver, Aleix, ¿de qué coño estamos hablando?
—Pues de la inocencia de Michael, joder.
—Pero ¿qué coño de inocencia ni qué hostias? ¿De la inocencia de un enfermo que se folla a niños de diez años en un rancho que se llama Nunca Jamás? No me jodas.
—Qué va, Pedro. ¿Te crees que se los folla? ¿En serio? No existe una criatura más asexual sobre la faz de la Tierra. Les invita a leche y a galletas y se distrae contemplando la infancia que nunca tuvo. Nunca jamás se atrevería a tocarles —dice Aleix—. A mí no me importaría que mis hijos merendaran en Nunca Jamás —y le sale una sonrisa que es casi una carcajada.
—A ti lo que te gustaría sería merendarte a Michael solito, cabronazo —sentencia Pedro.
Pedro lleva unas patillas largas y un cuello de camisa extraplano y extralargo con el que podría decapitar a quien se propusiera. Aleix tiene ganas de arrancárselo. De doblar los vértices de ese cuello y hacer un avión. Y de soplarlo. También tiene ganas de arrebatarle las gafas redondas que lleva puestas. Así que lo hace. Tal es su lógica. Si se le ocurre algo, lo hace. Aleix es un niño de acción y Pedro es un hombre de reflexión. Las lentes están graduadas y Aleix ve a Pedro a través de las dioptrías del guitarrista.
—Ya ves, nen. Tú fijo que eres de ciencias. No se ve un pijo —ex-clama Aleix.
Aleix contempla los pantalones de ante y la chupa larga y caucásica que Pedro lleva puesta. Sonríe. Lo ve claro: es un híbrido entre John Lennon y Lobezno. Y se lo dice, que es otra cosa que hace todo el tiempo: dice lo que piensa.
—Eres un híbrido entre Lennon y Lobezno.
—Me cago en la puta. Tú eres un marciano del copón —le contesta.
Se dirigen al Plataforma, un garito que está ligeramente por encima de la encrucijada en que se levantan el teatro Apolo y la discoteca Studio 54. Pretérito y futuro de una ciudad pequeña y tranquila que se ha vuelto popular y nerviosa. El batería de Mushrooms, Albert, toca esta noche con su otra banda. Se llaman Sosas Cáustica. Son dos chicas y él. Ana y Diana. Diana y Ana. Una pelirroja y una morena. Una guitarra y un bajo. Dos voces que flotan y embaucan, que ondulan y desinfectan, y que se mueven a lomos de la batería psicodélica y regresiva, sincopada y genuina, de Albert. Escuchan a Pavement y a Bauhaus. A Soft Machine, Nick Cave y My Bloody Valentine y no suenan a nada conocido.
Pedro y Aleix llegan a la sala; Pedro se pide una cerveza y Aleix una Coca-Cola.
—¿No bebes? —pregunta Pedro.
—Qué va. El alcohol me da asco —contesta Aleix.
Las Sosas también cantan en inglés. Casi todo el mundo lo hace. Casi todos menos Fernando Alfaro y Jota. Ellas cantan afónicas y sumergidas. Y luego se desgañitan y emergen cristalinas. Aleix está ardiendo. Se enamora de todo. De sus voces, de sus acordes, de su ritmo y de sus miradas. Le dice a Pedro que hay que acercarse al escenario. Y al cabo de un segundo se ha convertido en una putada de metro noventa y siete para todas las cabezas que va dejando atrás.
Una vez en primera fila, despliega sus largos brazos, relaja los músculos de la cabeza, se lleva la mano izquierda al bolsillo del culo, desenfunda los cuernos del demonio y se pone a bailar como lo haría Miles Davis si se hubiese comido un éxtasis. Claro que Davis nunca lo hizo. Y Aleix, de momento, tampoco.
Sus contoneos contagian a la mitad del personal y putean a la otra. Es la historia de su vida. División o influencia. Será una constante en escenarios más grandes o en lugares mucho más inadecuados. Pero, de momento, sucede en el Plataforma, que es un garito pequeño lleno de presuntas afinidades. La otra mitad, la mitad del personal que no baila, asiste al espectáculo muy circunspecta. Es una estampa que delata la superabundancia de críticos musicales entre el público, un fenómeno neta y tediosamente barcelonés. Es como si la música les petrificara.
Aleix es una putada para cualquier crítico y para cualquier novio. Es un desafío y un estímulo para todas las novias. Claro que no a todos les pasa lo mismo. Algunos metros por detrás de sus cuernos y de su ingravidez, está un tipo que apenas mide metro setenta y que ahora, definitivamente, corrobora que no está loco.
—¡Hostia puta! Mira, Sonia. ¿Lo ves? Es el tío del otro día. ¡Su puta madre! ¡Lleva cuernos de verdad! —exclama Gabi, con idéntica cara de futuro a la de hace una semana.
Aleix con los cuernos del diablo posando para la cámara de Leila Méndez.
Ha sido apoteósico. El sueño de un androide. La posibilidad de una galaxia.
Es la mujer de su vida. Ahora sí que lo tiene claro. La incertidumbre y la extrañeza le perseguían desde que, hace dos años, cancelara su boda. Ahora tiene treinta y dos y está convencido de que es el único soltero de su generación. Su amigo Salvador tiene treinta y tres y tampoco está casado. Pero Salvador es homosexual.
Él estuvo a un palmo del altar. Llevaban trece meses de novios. Ella bebía horchata y él fumaba caliqueños. Un día fueron a la playa del Garraf. Él se sintió como Meursault: miraba las olas, ignoraba su biquini y soñaba con acompañarla al cine y quedarse dormido. El matrimonio como una comedia neorrealista o como una siesta muy larga. Entonces tuvo claro que una cosa eran los héroes existencialistas y que otra cosa muy distinta era su vida.
Claro que no todos los principios felices terminan bien. Lo normal es que después de un arranque memorable, la fatalidad tarde un rato en