Sideral. Héctor Castells

Sideral - Héctor Castells


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ganaron en ceros, y sus visados en sellos. O’Sullivan les presentó también a los náufragos del ejército español. Fue un momento de desorden, estampidas y cambios urgentes de ideología, y bebieron en cobertizos y jugaron al póquer en palacios clausurados.

      Edelmiro no se casó con nadie, sedujo con sus aspavientos y su voz a todo el que salió a su paso y estuvo poco tiempo en muchas partes. Su independencia y su revolución quedaron eclipsados por la hipnótica bailarina, que estuvo cerca de arrebatarle la cordura. Ciego de deseo y de amor, la siguió hasta Borneo. Allí descubrió que era opiómana y comprobó que su amor no era suficiente para vencer a Morfeo.

      O’Sullivan era otro hombre misterioso en un país extranjero. Su frase favorita era: «Nunca le preguntes a un extranjero los motivos de su exilio». A diferencia de Noutel, O’Sullivan iba siempre vestido con el mismo estilismo: camisa amarilla y pantalones de rayadillo. Se bebía los crepúsculos como un vikingo, pero nunca se le vio borracho.

      Sean adoraba las historias de Edelmiro, su pasión por la vida y su talento para seducir. Tuvo claro enseguida que podía confiar en él y que sus negocios internacionales no podían tener mejor embajador. Así que le convenció para que dejase el Sudeste Asiático y se trasladara a los Alpes. Le contó que allí, en Suiza, el blanco no estaba en la arena, sino en la cumbre de las montañas. Y que todo el oro estaba protegido bajo tierra. Le contó que se fabricaban los mejores tejidos para la confección de ropa, le confió un secreto de muchos ceros y le hizo prometer que, en caso de desgracia en ultramar, repartiera el botín en una orilla del oeste de Cork.

      Así que Edelmiro viajó hasta la falda de los Alpes y descubrió la lencería y el chocolate. El aburrimiento y el paraíso fiscal. Contactó a banqueros y a comerciantes y descubrió la precisión de los bordados y la nobleza de las telas. Volvió a Reus y le contó a María Ángeles sus aventuras en ultramar. Regresó de su último viaje con un reloj de cuerda que tenía cuatro esferas. Era un reloj extraño, como un prototipo o una versión abortada de algún dispositivo del futuro. Edelmiro lo dejó en la estantería más alta de la biblioteca de la casa, y Alfonso, el abuelo de Aleix, el padre de Alfonso, creció convencido de que el tiempo tenía cuatro dimensiones, tantas como esferas tenía el antiguo reloj.

      Edelmiro regresó y María Ángeles se volvió a quedar embarazada, y Edelmiro cambió de planes y viajó muchas veces más a Irlanda, Suiza y Filipinas. Exportó arroz e importó anís. Compró sujetadores y vendió jamones. Fue un extranjero promiscuo y un padre y marido ausente cuya familia no paraba de crecer. Los vaivenes políticos de principios de siglo y las exigencias de María Ángeles y de sus hijos le obligaron a sentar cabeza. O, en última instancia, a pretenderlo.

      En 1900 nació Alfonso, el abuelo de Aleix. A Edelmiro se le multiplicaba la familia. Necesitaba un golpe de efecto. Tiró de sus contactos en Manila y se afilió al partido del republicano Antonio Maura, en 1901. A los tres años, en 1904, Maura conquistó el poder y le nombró diputado. Su magnetismo y su labia conjugaban enormemente bien con su altura y su barba. El talento y las frases adecuadas, la casualidad y la despoblación, le elevaron hasta un cargo que siempre consideró azaroso. Del mismo modo que Aleix Vergés se vería convertido en disc jockey sin haber mezclado un disco en su vida, Edelmiro fue nombrado diputado sin tener ni puta idea de lo que era un escaño.

      1904 fue un año convulso y errático. Edelmiro descubrió que en la política no existe ideología, ni hubo nunca revolucionarios, y decidió abandonarla para siempre con la caída del gobierno de su líder. Perseguido por las deudas y la incertidumbre, convenció a María Ángeles de dejar Reus y mudarse a Barcelona.

      Allí montó el negocio que O’Sullivan le insistió en emprender con parte del dinero de Noutel: un tienda de bordados y tejidos suizos. Encontró un local en la calle Trafalgar de Barcelona, le pidió un préstamo a María Ángeles y, al igual que Gabi haría en el futuro, no se devanó demasiado los sesos para bautizar el negocio: se llamó La Suiza y se especializó en la venta de bordados y tejidos del país alpino.

      Aleix creía en el viaje del sonido, en la longitud de un eco que rebasa los siglos, que provoca que escuchemos el retumbar ancestral de la Guerra Civil en nuestros tímpanos infantiles. Quizá en su cabeza vibraran los estertores filipinos. Puede que la influencia de los pitidos y de las coincidencias trazara idénticos destinos en dos individuos separados por ciento tres años y treinta y dos mil seiscientos crepúsculos. Luego todo se pierde. El olfato, la vista, el oído y hasta el tacto. La historia es un misterio y no hay ciencia exacta en la descendencia. Sin embargo, la matemática del ADN y de la casualidad escribió la poesía asimétrica de un bisabuelo y un bisnieto que vivieron conectados por un siglo y por el desorden, por el afán creativo y la ausencia absoluta de un sentido del límite.

      Edelmiro tuvo siete hijos y todos heredaron el negocio de su padre. Aunque no todos se dedicaron a él. Alfonso, el abuelo paterno de Aleix, fue uno de los que se aventuraron. Su paciencia y su sentido del orden eran la negación de la impaciencia y el desorden de Edelmiro. Alfonso decidió abrir una segunda tienda. La bautizó como La Suiza, «hijos de E. Bartolí», en la Ronda de San Antonio con la calle Muntaner. Bajo la dirección organizada del abuelo Alfonso, la tienda funcionó como nunca antes y se convirtió en un negocio longevo y respetable que no solo estabilizaría las rentas de la familia, sino que sería también el escenario en que Alfonso conocería a su futura mujer, Matilde Torres, la abuela paterna de Aleix, una modista oriunda de Lagunarrota, corazón resquebrajado de Los Monegros, que se aprovisionaba en La Suiza, hijos de E. Bartolí, de las telas para sus bordados.

      Alfonso Vergés Torres fue el segundo hijo de Alfonso y Matilde. Alfonso, el ginecólogo largo y barbudo, pionero e incansable, se desmarcó del negocio familiar, aunque no se distanció demasiado de su zona de influencia. Digamos que traspasó la lencería, atravesó la ropa interior y alcanzó el órgano que se escondía detrás. Así que desobedeció los mandatos familiares, pero se quedó en su órbita. Como ginecólogo.

      Alfonso nunca durmió demasiado. El vértigo de los nacimientos le ha arrebatado muchos sueños, no ha tenido piedad de su inconsciencia. Ahora que está retirado de los partos, confiesa que lo más doloroso de su profesión es acostarse amenazado por la incertidumbre de no saber ni cómo ni cuándo te despertarás. Perder la conciencia sin saber si tu descanso será arrebatado en la cumbre del sueño por una vibración o por un pitido.

      Tras la muerte de Aleix, el sueño de Alfonso se estropeó un poco más. La frecuencia del pitido se hizo más fuerte; la incertidumbre, más totalitaria. Una vez se quiebra el orden de la naturaleza, se abre un hueco perverso, una frecuencia diabólica. No existe prueba más dura para un ser humano. Alfonso y Chisca han encontrado trincheras poderosas para combatir la vibración del desorden. Chisca sabe que Aleix está en la música y la escucha de sol a sol. Viaja en la melodía y es casi imposible encontrarla en silencio.

      Alfonso encontró refugio en la escritura. Al poco de morir Aleix, empezó a escribir su primera novela: Sueños y realidad, la historia de su madre, narrada en clave de realismo mágico. Y todavía con el pulso caliente, escribió la segunda: Nadie, su particular ajuste de cuentas con la muerte de Aleix.

      «La protagonista del libro se llama Nadia. Y Nadia es Aleix. A falta de poder enfrentarme directamente a él, lo convertí en una chica. Entiendo que es un mecanismo de defensa, pero imagino que era la única forma que encontré para lidiar con el tema. Aleix se drogaba. A mí me costaba mucho aceptarlo. Así que, en el libro, preferí convertirlo en una puta», cuenta Alfonso.

      Nadie es la historia de Nadia, una joven con un talento extraordinario para la danza que no encuentra su lugar en el mundo. Nadia es hija de Albert, el álter ego de Alfonso, un arquitecto viudo que vive solo en un caserón de una montaña de Barcelona. Albert recibe el encargo de diseñar la dirección artística de un espectáculo de danza inspirado en la teoría del caos.

      «La personalidad de Aleix me sugirió muchísimo la teoría del caos», recuerda Alfonso.

      Primera inocentada

      Aleix Vergés Tramullas nació en Barcelona un día de coña: el 28 de diciembre de 1973, el día de los Santos Inocentes. Al principio,


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