La segunda independencia. Federico Prieto Celi
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A MODO DE PRÓLOGO
REGENERACIÓN DE LA REPÚBLICA
El desencuentro de Guayaquil
La historia del Perú es una historia de heroísmo, traición y desencuentros. La entrevista de Guayaquil refleja fielmente la distorsión entre dos formas de comprender la política: el realismo sin recursos y la utopía de una República basada solo en reglas de juego. Por un lado, en San Martín contemplamos al militar realista que es consciente del entrampamiento de una situación de hecho, la independencia del Perú. Por otro, en Bolívar descubrimos al líder que aspira a la gloria histórica y que considera imprescindible atar la emancipación política a la ideología republicana.
El realismo sin recursos se autoexilió en Europa. El republicanismo voluntarista fracasó en la realidad. El desencuentro de Guayaquil es, a la vez, una historia de heroísmo (los protagonistas son dos héroes irrepetibles) y una historia de traición. Porque tanto el realismo patriota como el voluntarismo republicano han sido reemplazados por el oportunismo capitalista y el populismo maniqueo.
La visión realista que encarnaba San Martín ha sido postergada durante doscientos años debido a la propensión de nuestras élites por el rastacuerismo extranjerizante. El realismo solo puede actuar cuando el objeto de análisis fundamental es el propio país. Sobre la patria se puede ejercer una acción transformadora solo si la reflexión de las élites está dirigida a los problemas nacionales.
La actitud de San Martín es realista no por la solución propugnada (dividir a sus fuerzas militares en una operación complicada y optar por una restauración monárquica), sino porque el objeto de su preocupación era un problema real, el problema más importante del origen de nuestro Estado. Por el contrario, Bolívar aspiraba a resolver la mayor parte de las contingencias aplicando el evangelio republicano y apelando a ciertos estados de excepción (la presidencia vitalicia, por ejemplo).
Este enfrentamiento entre el realismo al diagnosticar el problema y el afán teorético al apelar a la solución es una constante de nuestra historia republicana. La entrevista de Guayaquil se ha prolongado a lo largo de nuestra existencia como país en el pensamiento político (pensemos, por ejemplo, en el realismo de Mariátegui al identificar los problemas y en las soluciones ideologizadas que propuso) y en la propia realidad del gobierno (el enfrentamiento con el terrorismo produjo diagnósticos causales realistas, pero soluciones maniqueas). Todos los días, al diagnosticar positivamente pero al errar en la solución, repetimos la tragedia de la entrevista de Guayaquil, en la que el Perú perdió territorio, relevancia y capacidad de actuar de manera unificada.
Esta gran lección histórica tendría que ayudar a los peruanos del tercer milenio a reflexionar sobre los límites del liderazgo y la cooperación. Aunque el contrafáctico resulte un ejercicio tan estimulante como estéril, no está de más rescatar la importancia del liderazgo realista y unificado, sobre todo ante los graves problemas que atraviesa un país. Después de todo, la gloria pagana y la grandeza histórica están vinculadas íntimamente a la capacidad de desprendimiento por un ideal superior.
Así, el desencuentro de Guayaquil, más que una imagen que se difumina en la memoria, es una realidad pertinaz que se repite una y otra vez; es el eterno retorno de nuestra existencia republicana, que emerge variando de protagonistas pero manteniendo el mismo argumento central. La superación de tal desencuentro a través de la regeneración valorativa es el desafío al que nos enfrentamos casi doscientos años después de un apretón de manos que cambió la historia del Perú.
Utopías indicativas y realismo político
La celebración del Bicentenario de nuestra independencia es un punto de partida para reflexionar sobre la realidad de la peruanidad. Los diversos discursos ideologizados que han acompañado toda reflexión sobre el Perú han respondido siempre, en mayor o menor media, al voluntarismo de sus autores, a las sucesivas “utopías indicativas” que sirvieron de fuente de inspiración para todos nuestros reformismos.
Estas narraciones sobre el deber ser de nuestra patria condicionaron la acción política del país desde la independencia. Los distintos proyectos nacionales que hemos intentando construir infructuosamente responden a visiones ideologizadas –y, por tanto, parciales– sobre la fuerza que el Perú encarna en tanto principio unificador del continente.
La independencia, como varios han señalado, significó para este país la destrucción de la unidad hispánica, pero también la liquidación de nuestra primogenitura regional. Con la independencia no solo España pierde un imperio. El Perú también cede el protagonismo político y estratégico, y se transforma en un país infiltrado por las taras del republicanismo en construcción. La pérdida de la hegemonía sudamericana, el avance de la anarquía cívica y la ausencia de una voluntad unificadora son las características fundamentales del Perú republicano.
Estas características, propias de todo reformismo demoliberal voluntarista, se han extendido, arraigándose en la mentalidad colectiva y en la propia formación de nuestra clase dirigente. La crisis del Perú es una crisis total. Y es total por su raíz moral. La crisis presente, que puede rastrear sus orígenes hasta el momento fundacional de la República, es una crisis esencialmente valorativa porque nace de la destrucción de un régimen axiológico en el que la religión jugaba un papel equilibrador.
Ese rol angular, saxum de toda construcción política, ha sido reemplazado, sucesivamente, por los mitos movilizadores de las ideologías. Allí donde hubo cristianismo unificador triunfaron, de manera sucesiva, el liberalismo democratizador burgués, el civilismo utópico, el régimen oligárquico de táctica sin estrategia, los socialismos revolucionarios del primer centenario, las restauraciones conservadoras y elitistas, los socialismos terroristas y extranjerizantes, y las democracias débiles caracterizadas por un relativismo evanescente.
La ausencia del cristianismo provoca siempre el triunfo del error. Donde no hay cristianismo en la vida pública pronto emerge alguna herejía política que distorsiona la realidad porque la interpreta bajo el influjo de la ensoñación ideológica. Y la distorsión de la realidad provoca, irremediablemente, un estado de indefensión. El que no conoce la realidad peruana es incapaz de transformarla. La política es la ciencia de la realidad, y el político es el gran actor que busca, por sobre todo, dejar una realidad mejor para los que han de sucederle. El desconocimiento de la realidad debilita a las élites y perjudica a toda la communitas.
Por eso, el Bicentenario conmemora el gran enfrentamiento, del que somos protagonistas y víctimas, entre el realismo peruano (el auténtico realismo siempre es cristiano, porque abarca la realidad en todas sus dimensiones) y las utopías movilizadoras, las interpretaciones ideológicas, los ensayos de entendimiento que, bien o mal intencionados, nos han convertido en un país marginal, de relativa importancia estratégica, en el que la polarización se agrava y la mediocridad cunde.
La regeneración del Perú implica volver a colocar el acento en esta lucha fundamental: o realismo o utopía. O realismo o ideología. O realidad o ensoñación. El Bicentenario o encarna la celebración de un proyecto de vida en común realista o se inclina por conmemorar la efeméride de nuestra derrota nacional. Tal elección es esencial.
Nuestras raíces cristianas
Dado que nuestra identidad colectiva es católica, solo el cristianismo, en sentido religioso, y al menos cultural, es capaz de unificar espiritualmente a la nación peruana y dotarla de un sentido trascendente y positivo. Solo reconociendo la dimensión trascendente es posible transformar el plano material. La segunda parte de esta afirmación es, con certeza, la premisa más importante. Los nacionalismos, el nacionalismo peruano, ha logrado unir al país en torno a símbolos del pasado, pero solo el cristianismo es capaz de señalar un horizonte espiritual que tenga un correlato en la realidad.
Los nacionalismos pueden unificar (y de hecho lo hacen), pero al carecer de la