Pornogramas. Alejandro Jiménez Cid

Pornogramas - Alejandro Jiménez Cid


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de la imaginación deseante en su gloriosa diversidad. Es mi forma de rendir tributo a un Eros travieso y triunfante, que juega a barnizar de deseo situaciones, personas y objetos día a día y haciendo de nuestras vidas algo más que un mero trámite en el camino de regreso a la inexistencia. Quílice en mano y ya medio curda, nos recordaba Fedro en el Banquete que Eros es el más antiguo de los dioses. No subestiméis su poder.

      Sé que siempre es un engorro para vosotros, lectores, toparos con el consabido párrafo de agradecimientos, pero os ruego encarecidamente que no os lo saltéis en reconocimiento a quienes han hecho posible este libro. En primer lugar, a Juan Carlos Sánchez, Beatriz Talegón y el equipo de redacción de Diario16, que me invitaron a iniciar esta aventura, que me dieron carta blanca para expresarme y que con tanto mimo han ido acogiendo, publicando y publicitando mis artículos en la procelosa selva dos punto cero. A quienes, dentro del no menos proceloso mundillo de los literatos, han creído en mi obra y me han prestado su apoyo, incondicional y desinteresadamente: Emilio Chavarría, Juan Ceyles, Rafael Ballesteros, Juan Francisco Ferré y Luis Alberto de Cuenca. A José Pons Bertran, piloto de Melusina, por creer en este proyecto desde el primer momento y hacerme un hueco en su catálogo. A los amigos y lectores fieles, que me han proporcionado material e ideas y en más de una ocasión me han cuestionado y corregido; son legión, pero quiero recordar a Mario García, submarinista sin par del mondo bizarro; Edgar Grau, asesor lingüístico; Elena Duce, que ha llevado los «Pornogramas» a las aulas de la universidad; y Arturo Mora, eficaz proveedor de fuentes inencontrables. Mención especial merecen mis padres, y en particular mi muy cinéfila mamá, que no me deja pasar una errata en lo que al séptimo arte se refiere; y, last but not least, mi compañera de viaje y mujer total, que ha concedido a este trabajo, a ratos tan políticamente incorrecto, el imprimátur desde la crítica feminista. Es para ti, Soraya.

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      Lo que les gusta a los españoles

      Desde muy antiguo, no pocos sabios y sabihondos han querido poner en relación el carácter de los pueblos con los condicionantes climáticos de las latitudes que habitan. En los esquemas mentales del ciudadano de a pie, estas teorías se han fosilizado como lugares comunes que, a día de hoy, tienen aún plena vigencia. Por eso la gente dice que los escandinavos son depresivos («claro, con el frío que hace...») o que los andaluces son holgazanes («claro, con el calor que hace...»). Hubo quien quiso llevar más lejos esto del determinismo geográfico y aplicarlo a las costumbres sexuales. Es el caso de Richard Burton, famoso aventurero decimonónico y traductor de Las mil y una noches. Burton delimitó en el globo terráqueo un cinturón de regiones cuya población masculina, según sus observaciones, es particularmente propensa a la homosexualidad. Esta «zona sotádica» (por el poeta helenístico Sótades, gran encomiasta de la sodomía) abarca toda la cuenca mediterránea, gran parte del mundo árabe y el continente americano. Climas templados que invitan a la molicie y, por lo que parece, predisponen los humores del macho a entrar en ebullición a la vista de las nalgas de un efebo.

      Sobre la correspondencia entre el carácter de los pueblos y los gustos de alcoba tienen mucho que decir aquellos coños parlanchines cuya cháchara desinhibida llena las páginas de Las joyas indiscretas, la deliciosa novela de Diderot, clásico entre los clásicos de la literatura libertina. Hombre de mundo, Diderot debía de estar muy bien informado sobre el repertorio de prácticas sexuales a lo largo y ancho de la Europa prerrevolucionaria, así que cabía esperar que algunos de los chascarrillos que compartía con sus amigos diplomáticos quedaran plasmados en su novela. Algunos capítulos de Las joyas indiscretas se leen, siempre en clave de chanza, como un instructivo atlas geográfico de parafilias. Este afán sistematizador no es nada extraño por parte de alguien para quien el enciclopedismo acabó convirtiéndose en tic. Pero a lo que vamos, que seguro que ya os muerde la curiosidad: ¿qué es lo que dice Diderot de los españoles? Pues veréis: asegura que «el incentivo más poderoso de una imaginación castellana» son los pies de las mujeres: «Un petit pied sert de passeport à Madrid à la fille que tiene la más dilatada sima entre las piernas» (en español en el original).

      ¿Y tenía razón Diderot? Vosotros juzgaréis. Yo simplemente voy a poner sobre la mesa dos ejemplos significativos. Para empezar, hace ya un par de décadas saltó a la cartelera española una película, Enciende mi pasión (José Miguel Ganga, 1994), con Miguel Bosé y una siempre estupenda Emma Suárez. La verdad es que el filme es un engendro kitsch a medio camino entre lo hitchcockiano y lo cañí, pero tiene el mérito de ser una de las rarísimas producciones en el circuito comercial internacional cuyo tema central es el fetichismo de los pies. Y quiero también llamaros la atención sobre uno de los pasajes más eróticos del Quijote, que es aquel en el que Cervantes se detiene a describir, con una minuciosidad sospechosa, cómo la bella Dorotea se lava los pies en el arroyo (primera parte, capítulo xxviii). Me sumo a las celebraciones del cuarto centenario representándome al manco de Lepanto con una incipiente erección presionándole la costura de las calzas mientras escribía aquella página a la luz del candil y dejaba que sus mientes se deleitaran en los pies «como dos pedazos de cristal» de su imaginada heroína pastoril.

      Pulsión, repulsión, revolución

      Hace unos años, amparado por el marco institucional de la Universitat Politècnica de València, el colectivo contracultural ideadestroyingmuros organizó unas jornadas con el título «Interferencias viscerales: prácticas subversivas de lo monstruoso». He aquí su declaración de intenciones: «El proyecto propone el desarrollo de performances en el espacio público, como estrategia de reapropiación del mismo, como lugar de reivindicación de sexualidades que se posicionan fuera de los cánones de lo excitante permitido». Nadie puede decir que incumplieran sus propósitos: uno de los actos de las jornadas, fuera de programa, consistió en una masturbación pública y colectiva en pleno campus universitario. Parece ser que este pintoresco happening dejó bastante descolocados a los chavales que pasaban por allí de camino a su examen de química orgánica, que se encontraron a un puñado de punks y gente rara entregados al frenesí onanista y rodeados de cámaras para documentarlo. Tampoco es para tanto; en realidad no estaban haciendo nada nuevo. Los clásicos recogen una vieja anécdota sobre Diógenes, que por lo visto tenía la manía de pelársela en medio del ágora de Atenas. Y si le preguntaban, decía: «Ojalá fuera posible frotarse también el vientre para no tener hambre». Diógenes fue, sin lugar a dudas, el primer antisistema. En su tiempo, tanto a él como a quienes lo seguían les llamaban despectivamente «cínicos» (del griego kyon, genitivo kynós, «perro»); en nuestros días, los miembros «respetables» de la sociedad llaman «perroflautas» a los herederos de aquel Diógenes transgresor.

      Leí la historia de la paja revolucionaria en el libro Pornoterrorismo, de Diana Junyent Torres, una de las participantes en el evento. Diana pertenece a una hornada de activistas que reclaman rabiosamente la libertad de arrogarnos el uso de nuestro cuerpo y que, ante los límites impuestos por la sociedad, tanto en sus convenciones como en sus leyes, proponen la acción directa. Llamadlo pornoterrorismo, activismo posporno o, como algunas hacen, «guerra de guarrillas»: bajo cualquiera de sus máscaras (o, mejor dicho, sus pasamontañas), hablamos siempre de una actitud de desafío a la autoridad y a todo tipo de censura, propia y ajena. Dentro de la agenda pornoterrorista, y especialmente en el campo de las performances, está la intención expresa de herir sensibilidades. En la calle es muy fácil escandalizar a los transeúntes (basta enseñar las tetas), pero en una performance que transcurre en la semiprivacidad de un teatro o de un garito, donde el público susceptible de aparecer está ya curado de espanto y tiene las expectativas muy altas, hay que ir mucho más lejos para llevarlo a una catarsis de repulsión. Ergo, cabe esperar presenciar las prácticas sexuales más salvajes, en las que la sangre se mezcla con los demás fluidos corporales, acompañadas por videoproyecciones de autopsias, ejecuciones, cuerpos mutilados y demás imágenes estremecedoras. Todo esto me trae a la cabeza una observación que hizo Chesterton en El hombre que fue jueves, asociando la revolución como acto político a su raíz semántica: revolver. Y, en efecto, en la lógica pornoterrorista la revolución sexual empieza por revolver las tripas. Poner el estómago del revés. Hacer de tripas corazón, o corazón de tripas... en el fondo qué más da, si todo es casquería.

      La mirada


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