Pornogramas. Alejandro Jiménez Cid

Pornogramas - Alejandro Jiménez Cid


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relicario a un mechón de esa grama, por poca que fuese!» No esperaríamos que Proust, tan hiperestésico él, fuera a prescindir en su gran obra de rendir un apasionado homenaje al feraz pelamen de las muchachas en flor.

      Una variación clásica de este topos literario presenta metafóricamente las trenzas de la amada como cadenas de amor, que se cierran en torno a los miembros del enamorado. Se genera así una imagen que, además de ser una sugerente figura literaria, se revela como dúplice fantasía sexual, afortunada fusión del fetichismo del cabello y del bondage. Esta metáfora se usa hasta la saciedad en la poesía persa. Verbigracia, Yamí de Herat (s. xv) le dedicaba estos versos a su amada (o a su amado; como la lengua persa no tiene género se presta constantemente a este tipo de ambigüedades): «¡Oh vos, cuyos rizos me retienen en cautividad! Es un honor para vuestro humilde esclavo estar encadenado por los grilletes de vuestro pelo ensortijado». Un cóctel explosivo de masoquismo y tricofilia. Por supuesto que no hay que tomarlo al pie de la letra: se trata tan solo de una imagen poética. Pero hay quien ha querido llevar esta fantasía más cerca de su materialización, aunque sea en la pantalla: en el año 2010, la factoría Disney estrena el largometraje de animación Enredados (Tangled), versión libre del cuento de los hermanos Grimm, Rapunzel, que ya de por sí contenía un importante elemento de fetichismo del cabello (como rezaba la frase lapidaria de Jean Paulhan, «los cuentos de hadas son novelas eróticas para niños»). En la película, Rapunzel usa su propia cabellera para atar a una silla al protagonista masculino, en una escena de una admirable sutileza y sofisticación erótica. Esto viene a confirmar mis sospechas de que, en el fondo, en las películas de Disney hay más vicio que en las de Jesús Franco. Lo que pasa es que hilan muy fino.

      Mirada de mapache

      Ningún diletante del punk, de las subculturas y de lo bizarre en general debería pasar por alto el magnífico documental Dressing for Pleasure (1977), veinticinco aprovechadísimos minutos en los que John Samson, anarquista recalcitrante y cineasta maldito, hace entrevistas y filma en plena acción a la fauna más heterodoxa de la escena sado y fetichista del Londres de la época. Gran parte del metraje está dedicado a Sex, la tienda que Malcolm McLaren y Vivienne Westwood regentaban en King’s Road, donde los gourmets londinenses del látex, el cuero y los complementos bdsm acudían a dejarse las libras esterlinas y abastecer sus fondos de armario. Sin embargo, Sex ha pasado a la historia porque se constituyó en cantera y punto de encuentro para la naciente generación de punk y new wave británico. No en vano McLaren era el manager de los Sex Pistols; algunos de sus componentes (Glen Matlock y el mismísimo Sid Vicious) trabajaron en algún momento en la boutique (así como Chrissie Hynde de The Pretenders). Independientemente de lo que hicieran en la cama, todos ellos se apropiaron de la estética transgresora que se respiraba en la tienda para darle un toque de rebeldía nihilista a su imagen personal y artística (planos que en esta gente eran intercambiables). De este modo, los collares de perro, las cadenas y la ropa de cuero con tachuelas dejaron de ser cosa de raritos para devenir fenómeno de masas, nuevo alimento para esa bestia insaciable y caprichosa que es la moda.

      Se ha criticado mucho a McLaren y a Westwood porque instrumentalizaron desde su nacimiento el punk británico y lo convirtieron en una máquina de vender ropa y merchandising; lo que aparentaba antisistema y contracultural sirvió para hacerles inmensamente ricos. «Cash from chaos» fue uno de los lemas de McLaren, escrito con flores al pie de su sepultura cuando lo enterraron en 2010. Hay alguien a quien, en todo caso, podemos considerar libre de pecado y de quien no tenemos duda sobre su autenticidad: la dependienta de Sex, que dentro de aquel círculo se convirtió en una figura más icónica aún que las estrellas del rock que le compraban complementos. Algunos consideran, de hecho, que ella sola se inventó, por cuenta propia, la estética del punk. Ahí es nada. Hablo de Pamela Rooke, alias Jordan. Hoy, al contrario que su ex jefa la Westwood, Jordan no es inmensamente rica. Pasados sus años locos, se gana la vida humildemente criando gatos birmanos.

      Cyberpunk avant la lettre: Jordan posando en un rincón de la tienda Sex

      La carismática presencia de Jordan se come la pantalla en el documental de John Samson. Cuenta sin complejos frente al objetivo cómo, con total naturalidad, no podía parar de provocar y marcar tendencia vistiéndose de zorra futurista, cosa que hacía ya fuera a una fiesta de modernos o a comprar el pan. Una de sus señas de identidad era una exagerada sombra de ojos prolongada transversalmente hasta las sienes, en forma de antifaz de mapache. Este maquillaje se convertiría en emblemático para la estética cyberpunk cuando, años después, el estilista Michael Kaplan lo aplicara sobre el rostro de Daryl Hannah como la replicante Priscilla Stratton (Pris para los amigos) en Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Toda la imagen de Pris guarda un parecido más que sospechoso con el vestuario kinky de Jordan: collar de perro, botas altas, cardado oxigenado y un catsuit de licra semitransparente, desgarrado a carrerones, que le ciñe todo el cuerpo. He encontrado una foto de Jordan en los setenta que la muestra acurrucada entre maniquíes en el escaparate de Sex. ¿No es una anticipación visionaria de la escena que presenta a la mortífera Pris de Ridley Scott entre los muñecos de J. F. Sebastian? El imaginario de la ciencia ficción contemporánea quiso ver a los replicantes rebeldes de un futuro distópico como punks pasados de rosca. La Pris de Blade Runner es una prostituta cyborg (basic pleasure model) de instintos asesinos, una fantasía peligrosa que domesticamos conjurándola sobre el celuloide. No es casual que su aspecto tan heterodoxamente hipersexualizado provenga directamente de las mismas catacumbas fetish de las que salieron iconos como Siouxsie o Adam Ant.

      Esta no es la única forma en que la escena fetichista de los setenta influenció la estética de la ciencia ficción contemporánea. Por los planos de Dressing for Pleasure desfilan también amantes del látex enfundados en trajes-armadura de reluciente plástico negro, combinados con capas de amplio vuelo inspiradas en los clásicos impermeables Mackintosh, y con la cabeza enclaustrada en herméticas máscaras de breathplay, a medio camino entre caretas antigás y rostros de robot de serie b. Estos conjuntos tan peculiares son obra de John Sutcliffe, diseñador de moda en plástico y factótum de la revista de culto AtomAge. Frente a tal estampa, un espectador poco avisado se preguntará qué hacen esos tipos disfrazados de Darth Vader. Seguramente le sorprenderá saber que Star Wars aún no se había estrenado.

      Esa maldita pared

      ¿Cuándo un muro ha supuesto un obstáculo infranqueable para quienes bien se aman? Toda la historia de la literatura está salpicada de relatos protagonizados por mujeres que han sido recluidas en casa por sus celosos maridos y que, no obstante, saben siempre encontrar una forma de acceder a la casa del vecino para beneficiárselo. De gran predicamento en las comedias de enredo es el pasadizo secreto, una de las artimañas más manidas usadas por los amantes furtivos para hacer posibles sus encuentros. Filón de situaciones divertidas, ya lo explota Plauto en El soldado fanfarrón (Miles Gloriosus, ca. 200 aec), obra basada a su vez en una comedia griega anterior que no ha llegado hasta nosotros. En la obra, el incauto Pirgopolinices mantiene a su mujer, Filocomasio, encerrada a cal y canto en el gineceo. Ello no es impedimento para que se siga viendo a diario con su amante, hospedado en la casa del vecino: solo tiene que franquear la medianera a través del consabido pasaje oculto. En Las mil y una noches esta historia aparece replicada en el muy lascivo cuento de Qamar az-Zamán y la mujer del joyero.

      Otros enamorados de leyenda, esta vez sin tanta suerte, tuvieron que conformarse con un contacto físico mucho más limitado: a través de una rendija abierta en la pared que los separaba. Es el caso de los amantes desgraciados por antonomasia de la Antigüedad, los babilonios Píramo y Tisbe. En el libro tercero de las Metamorfosis, Ovidio, siempre tan melodramático él, nos cuenta cómo apenas podían sentir el soplo de su aliento a través de una breve grieta: «¿Por qué te interpones en nuestro amor, pared cruel?». Mil seiscientos años después, Shakespeare, en un juego de teatro dentro del teatro, incluye una peculiar representación del mito de Píramo y Tisbe por unos rústicos comediantes aficionados como parte de la trama de El sueño de una noche de verano. En la puesta en escena, el muro tiene tal entidad, como un personaje más de la obra, que es encarnado por un actor, caracterizado con un tosco enlucido de yeso, con parte hablada y todo. Aunque


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