Un asunto más. Alberto Giménez Prieto
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Capítulo I
Desde hacía más de veinte años que Basilio no entraba en un cementerio y ese día, de no ser porque enterraba a su madre, tampoco lo hubiera pisado.
Aún no sabía lo pronto que volvería a visitarlo, ni con la angustia que lo haría.
Encaramaban el féretro que contenía el cuerpo de su madre hasta el nicho, donde lo arrumbarían a la espera de esa resurrección tan cacareada.
El pensamiento de Basilio voló atrás en el tiempo, hasta posarse en la época en que aún era el niño que acudía acompañando a su madre a muchos lugares, entre otros, al cementerio que ella gustaba visitar todos los domingos por la mañana. Fueron muchas las ocasiones en que la acompañó en esos luctuosos recorridos.
Ha transcurrido mucho tiempo desde aquellas infantiles visitas, pero aún están frescos los recuerdos de las mañanas dominicales de su infancia. Este mismo día, nada más entrar, el característico olor —hedor para algunos— del cementerio le había dado la bienvenida. Le había saludado con la familiaridad del pariente que te acoge tras una larga ausencia, sin reprochar la ausencia, como si acabara de verte.
Era un ambiente en que se solapaban el machacón canto de las chicharras reclamando apareamiento, la incipiente pestilencia de las flores podridas por el sol de junio dentro de recipientes con agua estancada y el clamor de los trinos de los pájaros que se elevan por encima de los sonidos humanos convencionalmente atenuados.
Los recuerdos vienen sin llamarlos.
Quisiera haber ido, también en esta ocasión, a jugar como hacía de niño y no a enterrar a su madre con la que tantas cosas quedaron pendientes a base de postergarlas para momentos más convenientes, dudaba si en alguna ocasión llegó a decirle que la quería, si la besó la mitad de veces de lo que ella hubiera deseado; bueno, esto último no lo duda, sabe positivamente que no. No recordaba si, después de cumplir los diez años, hubiera acudido espontáneamente al abrazo de su madre, solo lo hizo en busca de refugio, consuelo o para conseguir alguna cosa. Y no era porque no lo deseara, sino por no dañar su imagen de hombrecito con diez años.
Todas sus visitas al cementerio las había hecho con su madre… hasta esta. Siempre al entierro de algún familiar cercano, fuera de esos no acudía a ninguno.
Mientras fue niño iba allí a jugar mientras su madre pasaba el rato ante las sepulturas de los familiares. Algunas veces también le acompañaba su primo y juntos recorrían aquellas calles que delimitaban las lúgubres colmenas cuyos deudos pretendían, desesperadamente, personalizar con letras doradas o grabadas a cincel sobre frío mármol, con esmaltes fotográficos mediante conatos de esculturas o con frases estúpidas que, en muchas ocasiones, simulaban tratar de remediar, extemporáneamente, lo que le racanearon al difunto en vida. Con todo ello trataban de diversificar lo que la muerte asemejó.
Pero entonces aún era ajeno a estas reflexiones y escarbaba la tierra en pos de la esquiva lagartija que buscaba refugio bajo las viejas sepulturas practicadas en la reseca tierra, de la que brotaba maleza que nadie se molestaba en eliminar mientras no se decidiera a quién correspondía dicha responsabilidad. También crecían asilvestradas algunas flores con menosprecio al celo que en eso sí ponían los cuidadores del camposanto que, incentivados por las floristerías que se arraciman a la entrada, trataban de arrancarlas, empezando a verse cortadas en los viejos búcaros de algunas humildes sepulturas.
En medio de todo aquello jugaba los domingos por la mañana.
A veces, en sus juegos, trataba de apresar una volandera mariposa; otras, cuando lo acompañaba su primo, libraban batallas usando el agua de las fuentes como proyectil y no era demasiado extraño que resultara mojado algún visitante, lo que les obligaba a huir en dirección contraria a la que estaban sus madres, que eran a las que verdaderamente temían. En otras circunstancias eran las gálbulas de los cipreses los proyectiles elegidos y, cuando no disponían de ellos, se arrojaban las flores, secas o no, que pendían de muchos de los nichos; o jugaban con el aro que constituyó la estructura de las desfloradas coronas. Esos juegos tenían muchas veces como consecuencia el tener que esfumarse ante las iras de los desconsolados deudos y viudas que les reprendían por no respetar el descanso de los fallecidos, como si a los muertos les importara que hicieran eso. Se subían por las escaleras de mano y cuando nadie se lo impedía también lo hacían por las otras, las grandes, más robustas, de las que se servían los enterradores para encumbrar los ataúdes hasta las últimas hiladas de nichos.
A los sepultureros, a esos sí que les temía, a pesar de que ninguno de ellos le había llamado la atención jamás, pero los veía rodeados de una tenebrosa aura que le atemorizaba.
Recordaba haberse hecho amigo de muchos de los gatos que moraban la sacramental, los conocía a todos y algunos incluso acudían desinteresadamente a su llamada.
Recordaba haber tratado de cazar toda clase de bichos, haber anegado con el agua residual de algunos búcaros los concurridos hormigueros que se abrían junto a las tumbas. Había tratado de apresar, sin éxito, a alguno de los pajarillos que osaban posarse sobre las estelas funerarias.
Durante mucho tiempo creyó que las sepulturas escavadas en el suelo eran las de las clases pudientes, que venían a ser una especie de chalets en medio de un mundo en que proliferaban los edificios-colmena de protección oficial y que se alzaban incluso en seis hiladas, hasta que supo que en muchas de las tumbas terreras podían tener cinco enterramientos unos sobre los otros, sin que entre ellos hubiera más separación que unas paladas de tierra.
Le gustaba mirar los mausoleos que había en la avenida que iba desde la entrada hasta la capilla, entre ellos tenía un favorito, uno en forma de pirámide que desbocaba su imaginación hacia esas lejanas y maravillosas tierras donde hombres misteriosos accedían a las pirámides montados en camellos. Siempre se preguntaba si dentro de aquella tumba no habría enterrado algún faraón.
Con el paso del tiempo también el cementerio había cambiado; habían sustituido la tierra apisonada y la gravilla por cemento y asfalto, las viejas escaleras de madera que utilizaban los sepultureros para subir a pulso los ataúdes habían sido sustituidas por elevadores eléctricos, los contenedores de plástico reemplazaron a las viejas papeleras cilíndricas de metálicas rejillas deshilachadas y oxidadas, incluso la basura que contienen parece de mejor calidad...
Hasta ese día, en sus recuerdos, el cementerio aparecía siempre como un lugar luminoso, quizá porque nunca fue cuando llovía o había posibilidad de que lo hiciera, como tampoco hoy, aunque lo perciba triste y gris. Nunca en sus anteriores visitas tuvo esa evocación lastimera, lóbrega, luctuosa, lúgubre y siempre macabra con que se relacionan a los camposantos y que hoy había empezado a apreciar. A pesar de que es un claro día de junio y el sol está en su zenit, le está resultando tenebroso.
Las evocaciones fueron bruscamente interrumpidas. De pronto se sintió envuelto por un tosco e impulsivo abrazo, a la vez que su espalda absorbía el inhábil palmoteo de Esteban, el hijo de su primo, seguido de dos húmedos besos del joven, a la vez que enjugaba en el rostro de Basilio la humedad que se desbordaba por los ojos del pobre muchacho y ponía todo su empeño en decirle «algo bonito, que lo consolara», pero la emoción y la triplicidad del cromosoma veintiuno se lo impidieron, por lo que acabó siendo Basilio quien lo reconfortara. Enseguida, sus primos y los padres de Esteban, se apresuraron a intentar apartarlo de él, empeño en el que fracasaron.
—Basilio, yo quería a tu mamá igual que tú… lo sabes, ¿verdad? ¿Verdad que lo sabes?
Por fin, los padres del muchacho lograron despegarlo unos centímetros de Basilio, que no permitió que progresara la maniobra al pedirle a Esteban que se quedara junto a él, para que los asistentes le mostraran sus condolencias, al fin y al cabo, Claudia, su madre, lo quería como a un hijo. Esteban recobró al instante la presencia de ánimo que había perdido entre los brazos de Basilio y, adoptando una posición exageradamente digna, se dispuso a recibir las conmiseraciones de todos aquellos que disciplinadamente se habían ido disponiendo en una larga fila que hacía presagiar una larga espera. Algunos, con la disculpa de sus múltiples tareas pendientes, no dudaron en eludir adelantándose a los menos expeditivos, con un: «Si me permites, ya sabes, no puedo dejar la tienda sola» o «déjame pasar que no puedo esperar, a saber qué están haciendo mis empleados en el despacho ahora que no estoy».