Vivir abajo. Gustavo Faverón
eso me vine.
Clay pensó en la mujer melancólica de pelo negro y ojos grises que vio en la librería en 1962. Recordó lo que había dicho: que estaba esperando al padre de sus hijas. Le dio pudor preguntar, no dijo nada. Pensó que la voz humana de Miroslav Valsorim era indudablemente la de un hombre viejo, pero que, si tenía diecisiete años en 1945, ahora debía andar por los cuarentaitrés. «Es menor que yo», pensó.
–Mis hijas fueron concebidas en el minarete de una mezquita y nacieron en el sótano de una iglesia –dijo Miroslav Valsorim–. Trillizas. A las pocas semanas la madre se fue. Una vecina les dio leche de su pecho. Yo robaba pan de noche en un prostíbulo. Mendigaba comida y monedas en calles arruinadas. Cosía mantas con trapos. Esperé que mi mujer volviera para elegir juntos los nombres de las niñas, pero nunca regresó a Jajce. Sus cartas no decían mucho.
Clay presintió que Miroslav Valsorim alejaba otra vez el auricular, quizá lo tapaba con la mano, escuchó un ruido de cajones que se abrían, de puertas que se cerraban, de libros que caían desde una mesa. El bosnio siguió hablando.
–Cuando las niñas cumplieron cuatro años recién las hice bautizar. Se llaman Vera, Nadia y Mira, que significan fe, esperanza y paz. Mi mujer se llamaba Vida Maneva.
Clay estuvo a punto de decir algo pero se contuvo y otras caras llenaron su memoria.
–Yo también tuve tres hijos –dijo.
De inmediato se dio cuenta de que era la primera vez que pronunciaba esa frase, así, en pasado.
–¿Qué ocurrió con ellos? –preguntó Miroslav Valsorim.
Clay lo vio, lo creyó ver, en su librería de antigüedades en Valparaíso, olisqueando una ruina de folios arrugados, cubiertas cuarteadas, bajo una lluvia de alas de polillas que la luz de un ventanal trasfiguraba, ¿esperando a su mujer o extrañando a su mujer? «Vida Maneva», pensó.
–¿Qué ocurrió con sus hijos? –preguntó nuevamente Miroslav Valsorim.
–Se fueron –dijo Clay.
–Entiendo –respondió el bosnio.
Clay pensó: «Al menos él tiene a sus hijas».
Entonces los dos cambiaron de tema pero cada uno lo hizo en una dirección distinta, pese a lo cual después de un rato sus conversaciones se encontraron y ambos hablaron de trivialidades. Más tarde el bosnio dijo:
–Lamento no poder ayudarlo con el asunto de los manuscritos. Seguro es algún gracioso que le está jugando una broma. En verdad lo siento.
«En verdad lo siente», pensó Clay. Escuchó que el bosnio decía en voz muy baja el precio de un libro y después escuchó Valparaíso: pasos en la vereda, arbolitos de hojas nacientes, una librería con un sobreviviente de una guerra infinitamente distante.
–Un favor más –dijo Clay.
–¿Sí? –preguntó el bosnio.
–Quizás –dijo Clay–, si le envío una fotocopia de la novela que llegó desde su dirección, pienso, tal vez usted pueda darle una mirada, a ver si se le ocurre algo, si descubre alguna pista.
–Por qué no –dijo Miroslav Valsorim–. Con todo gusto –pensó unos segundos y añadió–: Quizás en otra ocasión podamos seguir hablando sobre las cosas que vio en Bosnia, cosas que ya olvidó pero que yo le puedo hacer recordar.
Clay sintió pena. Le fue difícil detectar el origen de ese sentimiento, o más bien no quiso detectarlo. «Quizás es solo su voz», se dijo.
Ambos colgaron y Clay se quedó mirando el armario de los rifles en la sala.
–Qué tipo más extraño –me dijo después de un rato–. Definitivamente le falta un tornillo. Por otra parte, dice que no sabe nada del asunto de los manuscritos.
Vio la segunda sala desde la primera. Por un momento me pareció que las cabezas de venado también miraban la vitrina de los fusiles.
–Aquí hace falta una poltrona –dijo Clay–. Un lugar donde uno pueda sentarse y no hacer nada, o hablar por teléfono.
Cuando regresó de sus clases, por la tarde (dictaba dos cursos ese semestre, uno sobre los dioses-pájaro de los mayas y los aztecas y otro sobre científicos viajeros del siglo diecinueve), me encontró masticando un plátano y me preguntó si se había agotado la provisión de jamón y queso. Al rato me dijo que se había dado cuenta de algo raro.
–¿Qué? –pregunté.
–El bosnio dijo que llegó a Chile en 1964 pero antes dijo que lleva veintidós años ahí. No siete, sino veintidós.
–Seguro has entendido mal –dije.
–Debe ser –dijo Clay–. Qué asunto de locos –dijo–. Miroslav Valsorim. ¿Sus amigos lo llamarán Mirko?
Le hablé de mi conversación con Lucy. Le dije que quería hacerle unas preguntas.
–¿A todos los Miroslav los llaman Mirko? –monologó Clay.
–¿Por qué nunca me has contado que Larry Atanasio fue tu jefe en la guerra?
–¿Miroslav Valsorim tendrá amigos? –dijo Clay.
–¿Por qué no me dijiste que tú y Larry eran más que amigos, que eran como padre e hijo?
–¿Cómo se dirá minotauro en bosnio? –dijo Clay.
–¿Qué hacías en Yugoslavia en 1944, si el Ejército Americano nunca luchó en ese frente?
–¿No se dirá «Miroslav»? –dijo Clay.
Lo miré con cara de asesina. Dijo que esas eran demasiadas preguntas y que eligiera una sola. Me hizo cosquillas y me dio un beso en la nariz y yo le di un puñete en la oreja y entonces comprendió que estaba hablando en serio. Le dije que contestara la tercera.
–Porque supongo que para responder esa tendrás que contestar las otras dos –dije.
–De acuerdo –dijo Clay.
–Pero antes quiero contarte una cosa –dije–. Creo que es importante.
En ese momento llegó el policía gordo con más noticias y no pude decirle a Clay lo que quería decirle ni hacerle las preguntas que estaba rumiando desde hacía varios días.
El policía gordo se rascó el lóbulo de la oreja y una costra púrpura se desprendió de su piel y fue bajando como una hoja seca hasta el piso entre sus zapatos mientras él decía que el fbi había arrestado a John Atanasio. Yo perdí de vista el pedacito de costra y me quedé mirando los zapatos y escuché: un grupo de agentes que investigaba una mafia de pornografía infantil y tráfico de niños lo había encontrado en el entrepecho de una casa en Concord, New Hampshire, escondido, con dos niños amordazados y un policía encubierto al que también tenía secuestrado (es decir, un policía encubierto que había quedado al descubierto y de inmediato había sido secuestrado), dijo el gordo, mientras yo le miraba los zapatos: hubo una balacera descomunal de la que, por milagro, nadie salió herido, aunque el policía encubierto-descubierto estaba casi en coma debido, al parecer, a las numerosas cuchilladas que John Atanasio le había infligido en las piernas, los brazos y el abdomen, en lo que parecía haber sido una larga carnicería, o una lenta evisceración, a juzgar por las informes manchas de sangre que cubrían el piso del entretecho, perdón, antes dije el entrepecho; quise decir el entretecho de la casita de Concord. Clay me miró mirar los zapatos del gordo y después nos miramos el uno al otro con asombro, súbitamente encapsulados en esa costra de escándalo que precede a las paces inesperadas y que precede sobre todo a las paces frágiles que duran un instante y estallan como pompas de jabón, como fue el caso esa vez. Porque, cuando estábamos a punto de sonreír, el policía gordo se inclinó sobre un vaso en el porche y se llevó el vaso a la boca y dijo que no había nada que celebrar. Lo miramos intrigados o quizá extáticos, pero en el sentido negativo. Dijo que, un día antes de la captura de John Atanasio, el pequeño Chuck desapareció