Vivir abajo. Gustavo Faverón

Vivir abajo - Gustavo Faverón


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tenía una teoría –no recuerdo si ya entonces o después– según la cual los mejores cineastas del mundo eran migrantes, gente que hacía sus películas en un país extraño. Decía que eso funcionaba como regla general pero que si el país de llegada era Estados Unidos todo podía terminar en desastre. También creía que los cineastas americanos debían huir a otro lugar. A veces lo decía en general sobre todos los americanos, fueran cineastas o no. Otras veces decía que todos los cineastas eran suicidas y que filmar una película era como hacerse un tajo en las venas, en la muñeca, tajos transversales, que cicatrizaban rápido, hasta que un día un cineasta hacía una película que era como un tajo longitudinal, uno que le cortaba una vena entera, a lo largo, y que esa era su obra maestra, y por lo tanto su muerte, y todo lo que hacía después lo hacía su fantasma. ¿Puedes imaginar a un chico de esa edad diciendo esas cosas?).

      Puso un pie afuera de la Volvo y me señaló el ático del garaje.

      –Ahí están los libros de poesía –sonrió sin alegría–. Y las cámaras.

      Cada vez que yo veía esa casa pensaba en faros parpadeantes y ambulancias (aunque tal vez eso también comenzó después). El garaje era mucho más viejo que el resto del edificio y la única ventana circular tenía una reja sobrepuesta. Un árbol retorcido se inclinaba sobre el tejado y en la hendidura de un alón roto, sobre las puertas levadizas, había caído, desde alguna rama, un nido de ardillas. La imagen del nido desbaratado me produjo ansiedad.

      Le dije que quizás Clay y yo podíamos ver un modo de conseguir rollos para esas cámaras antiguas, que tal vez Steve Steinberg supiera cómo.

      –No perdemos nada con preguntar –dije.

      Metió medio cuerpo por la ventana y me dio un beso. Lo vi disolverse en el caminito entre el garaje y la puerta falsa. Llevaba la libreta en una mano y a la espalda una mochila que era de su padre. George empezó a usarla en esa época y parecía más grande que él, lo que quiere decir que debía ser muy grande, porque George, a los trece años, era mucho más alto que yo. Ya no parecía un niño desolado, sino un adulto desolado.

      A principios del verano siguiente, Clay viajó a dar una charla en Guadalajara (sobre los caballos fósiles de la pampa argentina descritos por Karl Hermann Konrad Burmeister en el catálogo de una exposición de 1876, fósiles que, sospechaba Clay, podían ser una falsificación involuntaria). El aeropuerto de Portland me hizo pensar en un set cinematográfico, más específicamente, en el escenario de un western italiano. Eso me llevó a preguntarme, de manera más o menos arbitraria, si estábamos más cerca de Italia que del Lejano Oeste. (Respuesta: no. Portland, Maine, está a cuatro mil dieciséis millas de Roma y a dos mil seiscientas millas de, por ejemplo, San Diego, California. Sin embargo, Maine está más cerca de México d. f. que de San Diego, cosa que merece una reflexión). La sensación de encontrarme de pronto en un pueblito de película de vaqueros, por cierto, no era menos arbitraria que mi pregunta, y resultaba a todas luces incomprensible, dado que el aeropuerto de Portland no guarda, ni guardaba en esos años, ninguna similitud con un pueblo del Lejano Oeste, ni con un pueblo del Lejano Oeste en una película, digamos, de Sergio Leone, es decir, en un spaghetti western. Pero sí que había un aire, eso sí, una suerte de pathos en ese aeropuerto que la hacía pensar a una en un pueblo de vaqueros con disentería y pistoleros y comisarios de aspecto patibulario y un número sobrenatural de enterradores con sombrero de copa. No que hubiera enterradores ni pistoleros, entiéndeme, sino que los señores de saco y corbata y los guachimanes –¿esa palabra, existe?–, los cuidadores o vigilantes del aeropuerto de Portland, y los viejecitos y las viejecitas que esperaban ante el mostrador boleto en mano, me pareció en ese momento, debían sin duda compartir parcialmente un mismo Weltanschauung con los personajes de una película de Sergio Leone o Damiano Damiani o Demofilo Fidani o el malogrado Manolo Mela, etc., menciono ejemplos al azar. La impresión se deshizo rápidamente, por otro lado, cuando brotó de una puerta el policía gordo, quien de ningún modo podía figurar en un spaghetti western, y que, según nos explicó, en ese momento volvía de Washington d. c., donde había estado de visita un fin de semana y algo más. Esperamos a que partiera el avión de Clay y llevé al gordo de regreso a Brunswick. En el camino le pregunté qué amigos tenía en Washington d. c.

      –Ningún amigo –dijo.

      –¿Y qué hacía allá?

      –Matando el tiempo –dijo.

      Me contó que finalmente Lucy Atanasio había conseguido un empleo decente en Maryland y se había mudado a Baltimore.

      –¿Y Larry? –pregunté.

      –En el manicomio.

      –¿En Maryland?

      –No, donde siempre.

      Esa noche la pasé componiendo máquinas obsoletas en el laboratorio de Clay. No aquí en el estudio del jardín, sino en su laboratorio, arriba, en el segundo piso, al final del corredor, junto al dormitorio en el que nunca llegamos a dormir, y al que nunca entré (aunque en algunas ocasiones, como esa, al caminar por el pasillo, colocaba una oreja sobre la puerta, como si la puerta fuera una radio y yo estuviera en un refugio esperando un bombardeo, de cuclillas y concentrada en la voz de una radio a transistores). En verdad, yo no componía las máquinas: había un cajón de madera con decenas de piezas sueltas y a mí, cada cierto tiempo, sobre todo cuando Clay se iba de viaje, me entraba la idea de que todas las piezas correspondían a una misma máquina y trataba de reconstruirla. ¿Nunca te ha pasado? ¿Ver una serie de objetos y pensar que no son objetos sino partes de un objeto, y no poder dormir hasta descubrir qué objeto es? A mí me pasaba mucho. Ahora no tanto. Esa vez, cuando todas las piezas tomaron su lugar, el objeto fue un enano de anteojos con cuatro manos de uñas largas y desiguales, conectado a una batería que le hacía agitar las extremidades de manera espeluznante hasta que los dedos empezaban a caerse.

      De madrugada bajé a desayunar y después cogí el fólder número diecisiete en el archivo de las novelas incesantes y me fui al jardín. En la segunda rotonda de piedra pasé unos diez minutos. Pensé en Chuck y Lucy y después en Larry, encerrado en el manicomio. Me reacomodé en la tercera rotonda y respiré el aire del cementerio y luego de un rato abrí el fólder y empecé a leer. Las primeras cinco páginas eran la descripción del cuerpo de un hombre visto por fuera y por dentro. El narrador enumeraba órganos, venas, arterias, nervios y músculos y luego describía el penoso intento del hombre por ponerse de pie, penoso porque ponerse de pie le resultaba imposible, y en ese momento el hombre se preguntaba por qué y al rato se daba cuenta de que alguien le había robado el esqueleto.

      «Buen comienzo», pensé.

      Acto seguido se me impuso la idea de ir al manicomio a ver a Larry Atanasio, cosa que hice ese mismo día, después del almuerzo.

      Yo no lo había visto jamás pero solía imaginarlo solo y sintiéndose solo (porque nadie está más solo que una persona en una celda en un manicomio), aupado sobre una cama, con los pies grandes y las manos velludas, semicalvo y en bata, hablando con Dios y mirando la pared de una habitación muy pequeña en un edificio tan grande que la presencia de Larry dentro de él resultaría nimia y accidental, un edificio de ladrillos rojos en lo alto de una colina, dentro de un conjunto más grande de construcciones de ladrillos rojos y tejados negros en la verde colina, edificios de ladrillos rojos y tejados negros y ventanas ajenas en el verdor de la colina, ladrillos relucientes y tejados oscuros, con dos chimeneas en cada tejado y una buhardilla en cada edificio, con tres gabletes en cada pendiente de los siete tejados rojos, gabletes azules en buhardillas incoloras, y chimeneas grandes y entre ellas un poste de bronce con una gris veleta coronada por la figura de un gallo color gallo que esa tarde miraría (es un decir) al suroeste. En efecto, así era el manicomio, según comprobé al llegar. Mi atención se distrajo en un árbol grueso y no muy alto, casi un arbusto, con una copa redonda que parecía un afro. Pregunté qué árbol era ese. Una enfermera me dijo que parecía un manzano pero que era difícil saberlo porque nunca daba frutos. Me pidió que la siguiera hasta el edificio gemelo, cuya puerta se abrió sobre mí como unas fauces de lobo o de tigre dientes de sable, dejando paso a una puerta más pequeña, que también se abrió sobre mí y después se prolongó en un túnel largo y estrecho,


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