Vivir abajo. Gustavo Faverón
El tercer sábado es 29 de febrero (1992 es un año bisiesto). Ariadna ve La batalla de Argel, de Pontecorvo, en el Raimondi. Al final, George se le acerca. ¿Le dice algo sobre la película? Lo imagino hablando acerca de la primera escena (sería lo lógico: en la primera escena hay una tortura). Ella no sabe qué responder. Está asombrada de que George le hable: es un extraño. George quiere aprovechar su desconcierto. Le dice que no sabe si ella se ha dado cuenta, pero, en las últimas semanas, se han cruzado tres veces en los mismos cines. Ariadna se sobrepone al pudor, inusualmente: responde que sí se ha dado cuenta. George dice que eso no puede ser coincidencia. Ella le dice que, en efecto, no parece coincidencia, y que tal vez él la está siguiendo. George sonríe, dice: quizás eres tú la que me está siguiendo a mí. ¿Ella también sonríe? No está acostumbrada a hablar con desconocidos, y sin embargo, cuando se aleja del cine y George avanza a su lado, no se siente invadida. Vuelven a hablar de La batalla de Argel. Él le ha de hacer notar que algunos de los actores no son profesionales, sino rebeldes argelinos que, en la película, hacen el papel de ellos mismos. Ella dirá que entonces no es una ficción. Él responderá que no puede no ser una ficción. Sobre todo las escenas de torturas, debe decir. Ella ha de preguntar por qué. Él dirá: porque una tortura siempre entraña una ficción. ¿Ella vuelve a preguntar por qué? Supongamos que sí y que George le dice que una persona que tortura a otra espera que le cuenten una historia, pero no siempre le interesa que la historia sea real: solo que parezca verosímil. Ella le da vueltas a esa idea…
… ¿George le parece atractivo desde esa primera noche? Las cosas que dice tienen un pie en la truculencia pero suenan interesantes, piensa Ariadna. Van del Raimondi a Miraflores por la avenida Arequipa, una larga caminata (que para George no es nada) por la berma central. Más allá del cerco de lanzas del Palacio Marsano, una niebla negra viene del parque de Miraflores, devora los jardines de pasto muerto, los troncos cascados de los árboles, las fachadas mugrosas de los edificios, la respiración de los mendigos en las veredas. Cuando llegan al óvalo de Pardo, George la invita al Haití. Eligen una mesa afuera. Al rato aparece un grupo de muchachos con chuspas y bigotitos y patillas incipientes, que conocen a Ariadna de los talleres de cine, y se sientan a su lado. Uno de ellos es importante en mi relato porque está enamorado de Ariadna y porque unos meses más tarde, después del crimen, y durante muchos años –¿debido a su amor por ella?– intentará recomponer los fragmentos de esta historia…
Diario, 24 de agosto del 2015 (noche)
Ese chico era yo. ¿Hablaba con malvivientes en terrenos baldíos? ¿Les contaba historias a las lápidas en los camposantos, a medianoche? ¿Marchaba por las calles de Lima con una brújula cuya aguja siempre me apuntaba al corazón? Nada de eso. Era callado. Había enseñado Literatura al salir de la universidad, en academias preuniversitarias, pero desde hacía unos meses era fotógrafo en un periódico y por las noches iba a talleres de cine, en uno de los cuales conocí a Ariadna. Mis padres habían muerto dos años antes.
Sigue la libreta 2. Octubre de 1992
… Cuando veo a George, la manera en que reclina la cabeza sobre el hombro derecho y mira los hielos en su vaso de whiskey me produce la certeza de que entre su gorro de beisbolista y el vaso hay un diálogo que le interesa más que las cosas que ocurren a su alrededor. ¿Me demoro en notar que su filmadora, sobre la mesa, está encendida? No, me doy cuenta de inmediato. En ese momento, no sé por qué (no me pregunten por qué), yo, que también traigo una filmadora (vengo del taller), interpreto la suya como un desafío. Quizás es su pinta de americano sucio –aunque George no está sucio, nunca está sucio, sino apenas desalineado– lo que me sumerge en la atmósfera de un viejo western. El asunto es que de inmediato enciendo mi cámara como si desenfundara un revólver. Él se da cuenta, sonríe, es la primera imagen suya que grabo...
… Los chicos, mientras tanto, se han puesto a hablar de cine, de la manera en que los chicos de San Marcos y la Católica hablan de cine, en Lima, en los noventa: entusiastas y aburridos a la vez. George los escucha; tengo la impresión de que los deja hablar. La conversación es irrelevante. Yo menciono una película de Klimov que nunca he visto. Digo que es la obra máxima del cine ruso. George dice que es una mala película. Después hace una pausa y se corrige, o eso parece (en verdad no se corrige: siempre responde dos veces, cosas opuestas). Al rato habla sobre una película llamada Ménilmontant, de Dimitri Kirsanoff. (Otra noche, más adelante, una noche cualquiera en un lugar cualquiera de Lima, George me dirá algo sobre Ménilmontant pero de inmediato se interrumpirá y hablará de Los olvidados de Buñuel y dirá que una película solo es buena si nos deja la sensación de que sus personajes nunca perderían el tiempo mirándola). Dice que en Ménilmontant está la clave para entender la historia de la humanidad. Todos esperamos que elabore esa idea (y nadie tiene nada que argumentar porque no sabemos quién es Kirsanoff). George dice tres o cuatro frases sobre la bruma de la realidad y los agujeros que horadan las estrellas y de inmediato se queda callado y vuelve a mirar el vaso de whiskey. Ariadna dice que su película favorita es Sola en la oscuridad, de Terence Young [la mujer ciega, la muñeca, el sótano, los manotazos: tiene sentido, pobre Ariadna]…
… En las horas siguientes, George habla a ratos con los chicos y a ratos solo con ella, en voz baja. Ariadna sonríe, él parece sonreír. Le pide su número de teléfono. Ella se lo da. Yo miro todo (mi cámara sigue encendida)…
… Esa también es la primera vez que veo a Rita Moreno. Dobla por Diagonal, saluda a George, tiene pinta de gitana. Le dice que está yendo al hostal. Él le pide que lo espere. Paga la cuenta de todos, acerca la cara a la cara de Ariadna, le habla al oído. Les pregunta a los chicos cuándo piensan ir al cine. Le dicen que el jueves. Quedan en juntarse en el Paseo Colón, a las seis, para ver una de Costa-Gavras. George se va con Rita. Cuando los perdemos de vista, le pregunto a Ariadna cómo piensa irse a casa y ella me pide que la acompañe a tomar un taxi. Nos internamos en la neblina del parque Kennedy. Le pregunto dónde ha conocido al gringo y a su novia. Ariadna dice que la mujer no es la novia de George, sino la recepcionista de su hostal (eso le ha dicho). Recién entonces escucho el nombre de George. Es tan predecible que me suena falso, como el nombre de un personaje americano en una película mexicana. El gringo torpe que muere acuchillado en un callejón –pero George no es torpe y solo es medio gringo y no muere, o no muere acuchillado, al menos no en un callejón–. Cuando Ariadna sube al taxi, me quedo mirando la calle y el taxi en la calle e imagino que estoy en el taxi con Ariadna y que le cojo la mano y ella no la retira (por eso sé que el momento es imaginario) y que ella inclina la cabeza sobre mi hombro y yo le beso el corto pelo rubio a lo Jean Seberg. El taxi se pierde entre el barullo de los peatones y los microbuses de la calle Berlín, más allá de la nube púrpura del parque, y yo vuelvo a la realidad, y me quedo un rato en la realidad como adentro de una mazmorra y después me voy caminando a la casa de mi tía…
… Podría llenar varias páginas describiendo mis sentimientos por Ariadna, pero sin duda sería patético y quiero evitar todo patetismo, remitirme a los hechos o, por lo menos, pobre remedio, a mis conjeturas sobre los hechos…
… El domingo de esa semana, por ejemplo, ocurre algo que es esencial en mis pesquisas. George va una vez más a la Costanera, pero no por la mañana, sino un poco antes, cuando la madrugada empieza a despuntar. Como todavía está oscuro, no le parece necesario esconderse cuando pasa frente a la casa de Ariadna. Tres puertas más allá está la otra, la casona en ruinas. La rodea por el jardín lateral y el jardín trasero, que en verdad son arenales, más que jardines. Trata de mirar por las ventanas pero la oscuridad es impenetrable. Una tiniebla tan sólida que a George le da la impresión de que, adentro, poco más allá de las ventanas, hay muros, como si las ventanas estuvieran tapiadas, o como si adentro de la casona hubiera una casona idéntica, un poco más pequeña que la otra. Regresa a la vereda y, a diferencia de los días anteriores, sube la escalinata hacia la puerta principal. ¿Siente un olor a animales muertos? Todos quienes entraron a la casona en setiembre, después del asesinato, dicen que el olor era agudo y mortal desde mucho antes de abrir la puerta y que no se debía al cuerpo en el sótano sino a las alimañas en la sala. De modo que es posible: George debe sentir el hedor segundos antes de sacar la llave de la mochila. ¿Le sorprende que la llave funcione, que la chapa en la puerta