Vivir abajo. Gustavo Faverón

Vivir abajo - Gustavo Faverón


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esperaba que la llave no sirviera: tener que trepar por una ventana, romper la puerta (ha guardado esa llave consigo más de diez años)…

      … El recibidor es una ruina de tablones quemados y carbunclos y telarañas y escombros de paredes caídas y muebles en pedazos. Un recinto negro con botellas en el piso, montañas de periódicos viejos, muebles esfumados, desperdicios y fragmentos de cosas que alguna vez tuvieron forma. La capa de detritus es tan gruesa que al andar le parece que nunca llega a tocar el suelo. ¿Eso siente? Siente que camina por otro mundo de excreciones y desechos sobrepuesto al mundo real. Entonces ve un resplandor. Al principio lo confunde con las primeras luces de la mañana, pero después se da cuenta de que la luz no viene de las ventanas, sino que brota debajo de una puerta, al fondo de lo que en otro tiempo fue el comedor. Cabe decir que lo que George descubrirá un minuto después representa el primer error de su plan, el primer imprevisto significativo. Empuja la puerta y ve la escalera que conduce al sótano. En las mañanas y las tardes que ha pasado subido al muro del malecón, o guarecido tras él, jamás ha visto a nadie entrar o salir de la casona incendiada y ha dado por hecho que nadie vive en ella. Pero en el sótano ve la luz de una vela recién encendida y la confusa cara de un hombre iluminada en su resplandor…

      … Es un sujeto diminuto y escuálido, tal vez de su edad, tal vez mayor (es menor), de manos grandes. Lleva una camisa blanca, un pañuelo en la nuca, entre su cuello y el cuello de la camisa. Su cara es un óvalo llano, de ojos chicos, con la piel tensa. ¿A George le parece un rostro pequeño que de pronto se ha hinchado? La tenue luz de la vela gorgorita sobre un colchón en el piso, alumbra papeles tijereteados, periódicos viejos, imprecisa una pila de ropa sucia, bosqueja en la pared siluetas de cajas y botellas. Juzgando por la acumulación de desechos, George piensa que el tipo debe llevar un buen tiempo durmiendo ahí. ¿Por qué nunca lo ha visto? ¿No sale jamás de la casona? Es imposible. ¿Llega muy tarde y sale muy temprano? La explicación le parece lógica. El momento es extraño: los dos son invasores. George decide fingir que la casa es suya. Agita el llavero en la mano, para dejarlo en claro. El otro se asusta, se pone de pie. Musita algo. George quiere dominar la situación pero no quiere parecer agresivo. No pasa nada, susurra. Luego miente: dice que la casa es de su familia pero que está abandonada hace muchos años, que no le sorprende que alguien pase la noche en ella de vez en cuando. Más me hubiera sorprendido no encontrar a nadie, dice: se acerca. (George es blanco, alto, fuerte; el hombre es cholo, chico, agazapado. Entre los dos se levanta de inmediato una pequeña pero palpable jerarquía social. George quiere aprovecharla. Monologa). Dice que es gringo. Medio gringo, dice: mi padre era gringo, mi madre no. Dice que ha venido a Lima a filmar una película, un documental, en esa casa, donde vivieron sus abuelos. Al hombre, George le parece amigable. ¿Una película acerca de qué?, murmulla. George le dice que está grabando un documental sobre su padre. El hombre le pregunta si su padre también vivió ahí, como sus abuelos. George miente, dice que sí. ¿Y tú también vivistes acá?, escucha. Yo no, dice: Nunca antes he estado en esta casa. ¿Y quién era tu padre?, pregunta el hombre. George le pide al hombre que le diga, más bien, quién es él. El otro guarda silencio…

      … Es probable que George no insista. En lugar de eso, debe preguntarle al hombre si siempre duerme ahí. El hombre dice que sí, que duerme en ese sitio porque no tiene casa. Antes pasaba las noches en la playa, dice: dormía a la intemperie; hacía mucho frío, incluso ahora en verano, corre mucho viento, dice: el viento corre, a uno lo cala.

      Buena parte de la conversación es banal, sin dirección, no vale la pena referirla. Al rato el hombre le pregunta si sabe cuándo se incendió la casona. George responde que hace más de veinte años. El hombre dice: la primera vez que entré, había cadáveres de perros y gatos esqueléticos y ratas y ratones muertos y lo único con vida eran los gusanos, las arañas y las cucarachas; boté los cadáveres pero el olor no se va. Su acento le recuerda a George el de su madre. ¿Hace cuánto duermes aquí?, pregunta. Ya va a ser un año, dice el otro. (¿En el sótano la oscuridad es densa, fúnebre, la luz de la vela desfallece?). Siempre duermo acá abajo, sigue hablando el hombre; vengo de noche, me voy a esta hora. Se sienta en el colchón. Allá hay una silla, dice: allá a tu lado; estira la mano y la vas a tocar. ¿Tienes más velas?, pregunta George. Encima de la silla, dice el hombre. George coge las velas y se sienta. El otro las prende con la que lleva en la mano, pone dos botellas en el piso, como candelabros.

      Recién entonces George puede observar la habitación: hermética, sin ventanas, una sola puerta en lo alto de la escalera. George escudriña el sitio y dice: no es un sótano. ¿De qué hablas?, se intriga el hombre. Los sótanos son del tamaño de las casas, dice George: en mi casa había uno; este cuarto es mucho más chico que la casa. Más parece un refugio que un sótano. Una catacumba, dice George; un búnker. No sé qué es un búnker, dice el hombre. O una celda, lo ignora George: un lugar donde alguien hace algo que no quiere que se sepa o donde un hombre encierra a alguien contra su voluntad. El tipo lo mira. George cambia de tema: ¿dices que antes dormías en la playa? Claro, ahí dormía, dice el hombre. ¿Por qué?, pregunta George. Para mirar, responde el hombre. ¿Mirar qué?, dice George. El hombre se queda en silencio. George le ve la cara sin arrugas, el grueso pelo negro, los ojos desiguales. ¿De dónde eres?, pregunta el hombre. De Maine, dice George. ¿Y adónde es Men?, escucha. Cerca de Boston, dice. ¿Y adónde es Boston?, le pregunta el hombre En Estados Unidos, al norte, por Canadá, dice George. Ah, dice el hombre. ¿Y tú de dónde eres?, pregunta George. De la sierra, dice el hombre. ¿Y cómo llegaste acá?, pregunta George. Nadando, dice el otro…

      … Sabemos que al final de esa conversación, el sujeto le preguntará a George si puede seguir durmiendo ahí y George le dirá que sí. El dato es intrigante, porque esa presencia inesperada en la casona tiene que ser un estorbo para él. ¿Un rasgo de compasión? Eso parece, pero el hecho es irónico, porque al cabo de unos meses la locura de George se volverá en contra del tipo, que, por ahora, respira tranquilo, come un pedazo de pan, le da la mano a George, le agradece, se va sin decir adónde…

      … En un rincón del sótano, hay una pila de esqueletos de periódicos tijereteados y recortes. George los ha visto hace rato pero no ha querido preguntar. Ahora los ojea. Son sobre tres masacres en cárceles peruanas en 1985 (Alan García, Sendero Luminoso). Hay fotografías de un pabellón bombardeado, reclusos rendidos alineados en el tabladillo de un muelle, infantes de Marina, policías con pasamontañas, cerros de cadáveres, las islas de San Lorenzo y El Frontón vistas desde la costa y desde el cielo. Sube la escalera, mira por el hueco de una ventana. Ahí están las islas: las ha visto todos los días desde hace semanas. En la más pequeña, El Frontón, estaba la colonia penitenciaria. La nube interminable del litoral parece hecha de plumas de pelícanos y gaviotas y cormoranes muertos en pleno vuelo (piensa o siente George). En la silueta de El Frontón, cree divisar, o alucina, los vestigios de la cárcel. ¿Piensa en campos de concentración y en cámaras de torturas? Sí, cada vez que George ve una cárcel, o la imagina, piensa en eso y en su padre. Sube al segundo piso…

      … La escalera chirría y cede a cada paso y a partir de un punto no hay peldaños: trepa enroscado al pasamanos. Arriba todo está igualmente asolado. Inspecciona las habitaciones y encuentra otra escalera, un poco menos destruida que la primera, que sube al mirador. Desde ahí ve la casita rosada de Ariadna, el jardín trasero, tan inmaculado y perfecto como el otro, un jardincito de un verde artificioso…

      … No debe ser mucho después, a lo sumo dos semanas, que encuentro a George en un restaurante de Miraflores. (Calculo que es en marzo, porque para entonces los chicos del taller y los chicos de San Marcos y la Católica lo buscan a la entrada de los cines, lo siguen por todas partes, ven las películas que él aprueba, leen los libros que les recomienda, se juntan en bares para escucharlo). Más que una conversación, lo de esa noche es un discurso suyo que yo escucho con una sensación no sé si de admiración derrotada o de admiración por la derrota. Porque George habla así: sus palabras suenan triunfales pero su gesto es el de alguien que acaba de perder una batalla o que sabe que está a punto de perderla. Dice que el cine, tal como lo conocemos, es un arte inútil y atrofiado. Lo dice rascándose la cara, pasándose el dorso de los dedos por la barba de varios días. Dice que el cine debe hurgar en las grietas por donde se desmorona la realidad (y agrandar las grietas, para que la realidad se desmorone lo


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