La gaviota. Fernán Caballero

La gaviota - Fernán Caballero


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a uno u otro lado.

      El sol concluía su carrera, y no se descubría el menor aviso de habitación humana en ningún punto del horizonte; no se veía más, sino la dehesa sin fin, desierto verde y uniforme como el océano.

      Fritz Stein, a quien sin duda han reconocido ya nuestros lectores, conoció demasiado tarde que su impaciencia le había inducido a contar con más fuerzas que las que tenía. Apenas podía sostenerse sobre sus pies hinchados y doloridos, sus arterias latían con violencia, partía sus sienes un agudo dolor; una sed ardiente le devoraba. Y para aumento del horror de su situación, unos sordos y prolongados mugidos le anunciaban la proximidad de algunas de las toradas medio salvajes, tan peligrosas en España.

      «Dios me ha salvado de muchos peligros—dijo el desgraciado viajero—: también me protegerá ahora, y si no, hágase su voluntad.»

      Con esto apretó el paso lo más que le fue posible: pero ¡cuál no sería su espanto, cuando habiendo doblado una espesa mancha de lentiscos, se encontró frente a frente, y a pocos pasos de distancia, con un toro!

      Stein quedó inmóvil y como petrificado. El bruto, sorprendido de aquel encuentro y de tanta audacia, quedó también sin movimiento, fijando en Stein sus grandes y feroces ojos, inflamados como dos hogueras. El viajero conoció que al menor movimiento que hiciese era hombre perdido. El toro, que por el instinto natural de su fuerza y de su valor quiere ser provocado para embestir, bajó y alzó dos veces la cabeza con impaciencia, arañó la tierra y suscitó de ella nubes de polvo, como en señal de desafío. Stein no se movía. Entonces el animal dio un paso atrás, bajó la cabeza, y ya se preparaba a la embestida, cuando se sintió mordido en los corvejones. Al mismo tiempo, los furiosos ladridos de su leal compañero dieron a conocer a Stein su libertador. El toro embravecido se volvió a repeler el inesperado ataque, movimiento de que se aprovechó Stein para ponerse en fuga. La horrible situación de que apenas se había salvado, le dio nuevas fuerzas para huir por entre las carrascas y lentiscos, cuya espesura le puso al abrigo de su formidable contrario.

      Había ya atravesado una cañada de poca extensión, y subiendo a una loma, se detuvo casi sin aliento, y se volvió a mirar el sitio de su arriesgado lance. Entonces vio de lejos entre los arbustos a su pobre compañero, a quien el feroz animal levantaba una y otra vez por alto. Stein extendía sus brazos hacia el leal animal, y repetía sollozando:

      «¡Pobre, pobre Treu! ¡Mi único amigo! ¡Qué bien mereces tu nombre! ¡Cuán caro te cuesta el amor que tuviste a tus amos!»

      Por sustraerse a tan horrible espectáculo, apresuró Stein sus pasos, no sin derramar copiosas lágrimas. Así llegó a la cima de otra altura, desde donde se desenvolvió a su vista un magnífico paisaje. El terreno descendía con imperceptible declive hacia el mar, que, en calma y tranquilo, reflejaba los fuegos del sol en su ocaso, y parecía un campo sembrado de brillantes, rubíes y zafiros. En medio de esta profusión de resplandores, se distinguía como una perla el blanco velamen de un buque, al parecer clavado en las olas. La accidentada línea que formaba la costa presentaba ya una playa de dorada arena que las mansas olas salpicaban de plateada espuma, ya rocas caprichosas y altivas, que parecían complacerse en arrostrar el terrible elemento, a cuyos embates resisten, como la firmeza al furor. A lo lejos, y sobre una de las peñas que estaban a su izquierda, Stein divisó las ruinas de un fuerte, obra humana que a nada resiste, a quien servían de base las rocas, obra de Dios, que resiste a todo. Algunos grupos de pinos alzaban sus fuertes y sombrías cimeras, descollando sobre la maleza. A la derecha, y en lo alto de un cerro, descubrió un vasto edificio, sin poder precisar si era una población, un palacio con sus dependencias o un convento.

      Casi extenuado por su última carrera, y por la emoción que recientemente le había agitado, aquel fue el punto a que dirigió sus pasos.

      Ya había anochecido cuando llegó. El edificio era un convento, como los que se contruían en los siglos pasados, cuando reinaban la fe y el entusiasmo: virtudes tan grades, tan bellas, tan elevadas, que por lo mismo no tienen cabida en este siglo de ideas estrechas y mezquinas; porque entonces el oro no servía para amontonarlo ni emplearlo en lucros inicuos, sino que se aplicaba a usos dignos y nobles, como que los hombres pensaban en lo grande y en lo bello, antes de pensar en lo cómodo y en lo útil. Era un convento, que en otros tiempos suntuoso, rico, hospitalario, daba pan a los pobres, aliviaba las miserias y curaba los males del alma y del cuerpo; mas ahora, abandonado, vacío, pobre, desmantelado, puesto en venta por unos pedazos de papel, nadie había querido comprarlo, ni aun a tan bajo precio.

      La especulación, aunque engrandecida en dimensiones gigantescas, aunque avanzando como un conquistador que todo lo invade, y a quien no arredran los obstáculos, suele, sin embargo, detenerse delante de los templos del Señor, como la arena que arrebata el viento del desierto, se detiene al pie de las Pirámides.

      El campanario, despojado de su adorno legítimo, se alzaba como un gigante exánime, de cuyas vacías órbitas hubiese desaparecido la luz de la vida. Enfrente de la entrada duraba aún una cruz de mármol blanco, cuyo pedestal, medio destruido, la hacía tomar una postura inclinada, como de caimiento y dolor. La puerta, antes abierta a todos de par en par, estaba ahora cerrada.

      Las fuerzas de Stein le abandonaron, y cayó medio exánime en un banco de piedra pegado a la pared cerca de la puerta. El delirio de la fiebre turbó su cerebro; parecíale que las olas del mar se le acercaban, cual enormes serpientes, retirándose de pronto y cubriéndole de blanca y venenosa baba; que la Luna le miraba con pálido y atónito semblante; que las estrellas daban vueltas en rededor de él, echándole miradas burlonas. Oía mugidos de toros, y uno de estos animales salía de detrás de la cruz y echaba a los pies del calenturiento su pobre perro, privado de la vida. La cruz misma se le acercaba vacilante, como si fuera a caer, y abrumarle bajo su peso. ¡Todo se movía y giraba en rededor del infeliz! Pero en medio de este caos, en que más y más se embrollaban sus ideas, oyó no ya rumores sordos y fantásticos, cual tambores lejanos, como le habían parecido los latidos precipitados de sus arterias, sino un ruido claro y distinto, y que con ningún otro podía confundirse: el canto de un gallo.

      Como si este sonido campestre y doméstico le hubiese restituido de pronto la facultad de pensar y la de moverse, Stein se puso en pie, se encaminó con gran dificultad hacia la puerta, y la golpeó con una piedra; le respondió un ladrido. Hizo otro esfuerzo para repetir su llamada, y cayó al suelo desmayado.

      Abrióse la puerta y aparecieron en ella dos personas.

      Era una mujer joven, con un candil en la mano, la cual, dirigiendo la luz hacia el objeto que divisaba a sus pies, exclamó:

      —¡Jesús María!, no es Manuel; es un desconocido... ¡y está muerto! ¡Dios nos asista!

      —Socorrámosle—exclamó la otra, que era una mujer de edad, vestida con mucho aseo—. Hermano Gabriel, hermano Gabriel—gritó entrando en el patio—: venga usted pronto. Aquí hay un infeliz que se está muriendo.

      Oyéronse pasos precipitados, aunque pesados. Eran los de un anciano, de no muy alta estatura, cuya faz apacible y cándida indicaba un alma pura y sencilla. Su grotesco vestido consistía en un pantalón y una holgada chupa de sayal pardo, hechos al parecer de un hábito de fraile; calzaba sandalias, y cubría su luciente calva un gorro negro de lana.

      —Hermano Gabriel—dijo la anciana—, es preciso socorrer a este hombre.

      —Es preciso socorrer a este hombre—contestó el hermano Gabriel.

      —¡Por Dios, señora!—exclamó la del candil—. ¿Dónde va usted a poner aquí a un moribundo?

      —Hija—respondió la anciana—, si no hay otro lugar en que ponerle, será en mi propia cama.

      —¿Y va usted a meterle en casa—repuso la otra—, sin saber siquiera quién es?

      —¿Qué importa?—dijo la anciana—. ¿No sabes el refrán: haz bien y no mires a quién? Vamos: ayúdame, y manos a la obra.

      Dolores obedeció con celo y temor a un tiempo.

      —Cuando venga Manuel—decía—,


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