La gaviota. Fernán Caballero
fresca y una enorme y lanuda zalea se armó al instante una buena cama. La tía María sacó del arca un par de sábanas no muy finas, pero limpias, y una manta de lana.
Fray Gabriel quiso ceder su almohada, a lo que se opuso la tía María, diciendo que ella tenía dos, y podía muy bien dormir con una sola. Stein no tardó en ser desnudado y metido en la cama.
Entre tanto se oían golpes repetidos a la puerta.
—Ahí está Manuel—dijo entonces su mujer—. Venga usted conmigo, madre, que no quiero estar sola con él, cuando vea que hemos dado entrada en casa a un hombre sin que él lo sepa.
La suegra siguió los pasos de la nuera.
—¡Alabado sea Dios! Buenas noches, madre; buenas noches, mujer—dijo al entrar un hombre alto y de buen talante, que parecía tener de treinta y ocho a cuarenta años, y a quien seguía un muchacho como de unos trece.
—Vamos, Momo[5]—añadió—, descarga la burra y llévala a la cuadra. La pobre Golondrina no puede con el alma.
Momo llevó a la cocina, punto de reunión de toda la familia, una buena provisión de panes grandes y blancos, unas alforjas y la manta de su padre. En seguida desapareció llevando del diestro a Golondrina.
Dolores volvió a cerrar la puerta, y se reunió en la cocina con su marido y con su madre.
—¿Me traes—le dijo—el jabón y el almidón?
—Aquí viene.
—¿Y mi lino?—preguntó la madre.
—Ganas tuve de no traerlo—respondió Manuel sonriéndose, y entregando a su madre unas madejas.
—¿Y por qué, hijo?
—Es que me acordaba de aquel que iba a la feria, y a quien daban encargos todos sus vecinos. Tráeme un sombrero; tráeme un par de polainas; una prima quería un peine; una tía, chocolate; y a todo esto, nadie le daba un cuarto. Cuando estaba ya montado en la mula, llegó un chiquillo y le dijo: «Aquí tengo dos cuartos para un pito, ¿me lo quiere usted traer?» Y diciendo y haciendo, le puso las monedas en la mano. El hombre se inclinó, tomó el dinero y le respondió: «¡Tú pitarás!» Y, en efecto, volvió de la feria, y de todos los encargos no trajo más que el pito.
—¡Pues está bueno!—repuso la madre—: ¿para quién me paso yo hilando los días y las noches? ¿No es para ti y para tus hijos? ¿Quieres que sea como el sastre del Campillo, que cosía de balde y ponía el hilo?
En este momento se presentó Momo a la puerta de la cocina. Era bajo de cuerpo y rechoncho, alto de hombros, y además tenía la mala maña de subirlos más, con un gesto de desprecio y de qué se me da a mí, hasta tocar con ellos sus enormes orejas, anchas como abanicos. Tenía la cabeza abultada, el cabello corto, los labios gruesos. Era además chato y horriblemente bizco.
—Padre—dijo con un gesto de malicia—, en el cuarto del hermano Gabriel hay un hombre acostado.
—¡Un hombre en mi casa!—gritó Manuel saltando de la silla—. Dolores, ¿qué es esto?
—Manuel, es un pobre enfermo. Tu madre ha querido recogerlo. Yo me opuse a ello, pero su merced quiso. ¿Qué había yo de hacer?
—¡Bueno está!, pero, aunque sea mi madre, no por eso ha de tener en casa al primero que se presenta.
—No; sino dejarle morir a la puerta, como si fuera un perro—dijo la anciana—. ¿No es eso?
—Pero madre—repuso Manuel—, ¿es mi casa algún hospital?
—No; pero es la casa de un cristiano; y si hubieras estado aquí, hubieras hecho lo mismo que yo.
—Que no—respondió Manuel—; le habría puesto encima de la burra, y le habría llevado al lugar, ya que se acabaron los conventos.
—Aquí no teníamos burra ni alma viviente que pudiera hacerse cargo de ese infeliz.
—¡Y si es un ladrón!
—Quien se está muriendo, no roba.
—Y si le da una enfermedad larga, ¿quién la costea?
—Ya han matado una gallina para el caldo—dijo Momo—; yo he visto las plumas en el corral.
—¿Madre, ha perdido usted el sentido?—exclamó Manuel colérico.
—Basta, basta—dijo la madre con voz severa y dignidad—. Caérsete debía la cara de vergüenza de haberte incomodado con tu madre, sólo por haber hecho lo que manda la ley de Dios. Si tu padre viviera, no podría creer que su hijo cerraba la puerta a un infeliz que llegase a ella muriéndose y sin amparo.
Manuel bajó la cabeza, y hubo un rato de silencio general.
—Vaya, madre—dijo en fin—; haga usted cuenta que no he dicho nada. Gobiérnese a su gusto. Ya se sabe que las mujeres se salen siempre con la suya.
Dolores respiró más libremente.
—¡Qué bueno es!—dijo gozosa a su suegra.
—Tú podías dudarlo—respondió ésta sonriendo a su nuera, a quien quería mucho, y levantándose para ir a ocupar su puesto a la cabecera del enfermo—. Yo, que lo he parido, no lo he dudado nunca.
Al pasar cerca de Momo, le dijo su abuela:
—Ya sabía yo que tenías malas entrañas; pero nunca lo has acreditado tanto como ahora. Anda con Dios; te compadezco: eres malo, y el que es malo, consigo lleva el castigo.
—Las viejas no sirven más que para sermonear—gruñó Momo, echando a su abuela una impaciente y torcida mirada.
Pero apenas había pronunciado la última palabra, cuando su madre, que lo había oído, se arrojó a él y le descargó una bofetada.
—Aprende—le dijo—a no ser insolente con la madre de tu padre, que es dos veces madre tuya.
Momo se refugió llorando a lo último del corral, y desahogó su coraje dando una paliza al perro.
Capítulo III
La tía María y el hermano Gabriel se esmeraban a cual más en cuidar al enfermo; pero discordaban en cuanto al método que debía emplearse en su curación. La tía María, sin haber leído a Brown, estaba por los caldos sustanciosos y los confortantes tónicos, porque decía que estaba muy débil y muy extenuado. Fray Gabriel, sin haber oído el nombre de Broussais, quería refrescos y temperantes, porque, en su opinión, había fiebre cerebral, la sangre estaba inflamada y la piel ardía.
Los dos tenían razón; y del doble sistema, compuesto de los caldos de la tía María y de las limonadas del hermano Gabriel, resultó que Stein recobró la vida y la salud el mismo día en que la buena mujer mató la última gallina, y el hermano cogía el último limón del árbol.
—Hermano Gabriel—dijo la tía María—, ¿qué casta de pájaro cree usted que será nuestro enfermo? ¿Militar?
—Bien podrá ser que sea militar—contestó fray Gabriel, el cual, excepto en puntos de medicina y de horticultura, estaba acostumbrado a mirar a la tía María como a un oráculo, y a no tener otra opinión que la suya, lo mismo que había hecho con el prior de su convento. Así que casi maquinalmente, repetía siempre lo que la buena anciana decía.
—No puede ser—prosiguió la tía María, meneando la cabeza—. Si fuera militar, tendría armas, y no las tiene. Es verdad que al doblar su levitón para quitarlo de en medio, hallé en el bolsillo una cosa a modo de pistola; pero al examinarla con el mayor cuidado, por si acaso, vine a caer en que no era pistola, sino flauta. Luego no es militar.
—No