La gran aldea; costumbres bonaerenses. Lucio Vicente López
conyugales como la que acabo de narrar eran muy comunes en aquella casa. Mi tío estaba completamente sometido; en lo único en que era incorregible era, como ya lo he dicho, en materias de amor, y por esta causa se daban los más famosos combates íntimos que tenían lugar. ¿Combates?... digo mal; mi tío no combatía nunca; se entregaba por completo, rendido a discreción, y mi tía emprendía la terrible ejecución del marido infiel.
Mi tía Medea era muy dada a la política; ella pretendía tomar parte en el Gobierno, y era, por consiguiente, amiga de la situación.
La época en que yo me criaba era muy agitada. Hacía poco tiempo que se había dado la batalla de Pavón. Quería mi tía llevarlo todo a sangre y fuego, y su divisa era «o por la ley o por la fuerza».
Mi tío Ramón había tenido que inscribirse en uno de los centros electorales en que la opinión estaba dividida, y aunque con su carácter muy indiferente por la cosa pública, el buen ciudadano figuraba pomposamente en la comisión directiva, debido sin duda a la iniciativa de su mujer, que no admitía excusas, y a sus medios pecuniarios, y no a su entusiasmo por la lucha o a sus aspiraciones políticas.
El candidato de mi tía ejercía sobre ella la influencia de un profeta: no concebía que delante de su figura inspirada y magnífica pudieran levantarse adversarios; mi tía, como he dicho, era de una virtud agria e indomable, pero, cuando se hablaba de su orador y de su poeta, una especie de delirio alarmante la invadía, y si hubiera sido joven y bella y su ídolo le hubiera dado una cita a media noche, habría ido, loca de amor, a rendirse a sus caricias omnipotentes, porque perderse con él no habría sido para ella una falta sino el cumplimiento de un deber inexcusable.
Así era por aquellos días el fanatismo político entre las mujeres. El ídolo político de mi tía, hombre formal, estudioso, lleno de buena fe, como el profeta de Münster, tenía una especie de virtud inconsciente e involuntaria para revolver las cabezas femeninas, y a pesar de toda su gravedad, de todo su juicio, contábase como cierto por los adversarios, que más de una vez, la crema de la high-life del tiempo, las señoras más encopetadas de Buenos Aires, le habían hecho manifestaciones públicas de simpatía en las ventanas de su casa, poniéndolo, en una edad que no era la de Apolo, en el caso de presidir la asamblea de las mujeres, perorar ante ellas y echarles las más metafóricas, las más eufónicas, las más pintadas frases de su cosecha oratoria.
Por supuesto que mi tío dejaba hacer y jamás demostró celos por aquellos actos de su mujer; tenerlos habría sido tan temerario como si los griegos los hubiesen tenido de Júpiter, cuando el rey del Olimpo hacía sus parrandas nocturnas por sus hogares.
En el partido de mi tía, es necesario decirlo para ser justo, y sobre todo para ser exacto, figuraba la mayor parte de la burguesía porteña; las familias decentes y pudientes; los apellidos tradicionales, esa especie de nobleza bonaerense pasablemente beótica, sana, iletrada, muda, orgullosa, aburrida, localista, honorable, rica y gorda: ese partido tenía una razón social y política de existencia; nacido a la vida al caer Rozas, dominado y sujeto a su solio durante veinte años, había, sin quererlo, absorbido los vicios de la época, y con las grandes y entusiastas ideas de libertad, había roto las cadenas sin romper sus tradiciones hereditarias. No transformó la fisonomía moral de sus hijos; los hizo estancieros y tenderos en 1850. Miró a la Universidad con huraña desconfianza, y al talento aventurero de los hombres nuevos pobres, como un peligro de su existencia; creyó y formó sus familias en un hogar lujoso con todas las pretensiones inconscientes a la gran vida, a la elegancia, y al tono; pero sin quererlo, sin poderlo evitar, sin sentirlo, conservó su fisonomía histórica, que era honorable y virtuosa, pero rutinaria y opaca. Necesitó su hombre y lo encontró: le inspiró sus defectos y lo dotó con sus méritos.
En vida de mi tía, su casa era uno de los centros más concurridos por todas las grandes personalidades, y en ella se adoptaban las resoluciones trascendentales de sus directores. Los grandes planes que debían imponerse al comité, para que éste los impusiese al público, salían de allí, y en su elaboración tomaban parte las cabezas supremas, que deliberaban como una especie de estado mayor, sin que los jefes subalternos tomasen parte en las discusiones. Lo más curioso era que aquella gran cofradía creía, o estaba empeñada en hacer creer, que era el partido quien concebía los profundos programas electorales, y la verdad era que el gran partido solía convertirse en un ser tan pasivo como los ídolos asirios, que aterraban o entusiasmaban a las muchedumbres según el humor del gran sacerdote que gobernaba los resortes ocultos de la deidad.
Tenían aquellas reuniones un colorido particular, y más de una vez fui espectador de las escenas que se producían entre sus altos y profundos augures. Mi tía no estaba quieta un solo instante; salía y entraba a la sala en que se congregaban sus correligionarios, atendía a una que otra visita íntima del barrio en las habitaciones interiores, y volvía de nuevo por un instante a seguir el hilo de los debates y peroraciones que tenían lugar.
Una noche próxima al día de una elección, según creo, se reunieron en casa de mis tíos aquellos hombres que yo consideraba providenciales. Desde temprano se habían encendido todas las arañas y candelabros del salón, y yo, ardiendo de curiosidad, hice todo lo posible por ser espectador lejano, desde la antesala, de aquella notable asamblea.
Eran las ocho de la noche y entraban los primeros concurrentes.
—No me hable usted de la juventud, señor don Ramón, la juventud del día no sirve para nada—decía a mi tío un caballero flaco, de cuarenta años largos, con una fisonomía garabateada por la barba y las arrugas del cutis.
—Tiene razón, doctor, los jóvenes no sirven para nada.—No te metas, Ramón, en lo que no sabes—contestaba mi tía furibunda.
—Vean ustedes, señores: llevar hombres jóvenes a las cámaras sería nuestra perdición. La juventud del día no tiene talentos prácticos; ¿cómo quieren ustedes que los tenga? ¡Le da por la historia y por estudiar el derecho constitucional y la economía política en libros! Forman bibliotecas enormes y se indigestan la inteligencia con una erudición inútil, que mata en ellos toda la espontaneidad del talento y de la inventiva. ¡Sí, señores, los libros no sirven para nada! Ustedes me ven a mí... Yo no he necesitado jamás libros para saber lo que sé. ¡Pero no quieren seguir mis consejos, señor! Los libros no sirven para nada en los pueblos nuevos como el nuestro. Para derrocar a Rozas no fueron necesarios los libros; para hacer la Constitución de 1853, tampoco fueron necesarios, y es la mejor constitución del mundo. Yo soy abogado y me ha bastado Darnasca para aprender mi profesión. La noción del derecho se pierde cuanto más a fondo se quieren conocer los textos. ¡Lo mismo es la política! Nosotros no estamos preparados para gobernar con Hamilton, Madison y Story. ¡El buen sentido, eso basta! ¡Sí, señores, el buen sentido basta! Yo por ejemplo, no leo sino los diarios, y el periodismo, señores, es como el pelícano, alimenta a sus hijos con su propia sangre. ¿Usted ha estado en mi estudio, señor don Ramón, no es verdad? ¿Ha estado usted? ¡Pues bien! ¿Qué libros ha visto usted? Colecciones de los diarios en que he escrito, eso sí: la colección de La Colmena, La Espada de Damocles, La Regeneración Porteña, El Gorro de la Libertad, etc., todos los diarios de que he sido redactor. ¿Pues bien, eh?... he necesitado alguna vez informarme sobre la pesca de los pengüines en la costa patagónica, cuando he sido ministro, ¿qué he hecho?... a La Espada de Damocles... registro la colección y en 1853 o 54, encuentro el artículo que escribí sobre la pesca de esos moluscos...
—Pero, doctor, ¿los pengüines no son aves?—observó mi tío.
—Pero no vuelan, señor don Ramón, y son esencialmente marítimos, y se pescan en vez de cazarse; por eso es que los clasifico entre los moluscos, y así los designo en mi artículo de La Espada de Damocles. Y lo mismo que digo de la pesca de los pengüines, digo del gobierno parlamentario; nos están hablando de las bondades del sistema bicamarista... Vean ustedes el resultado que nos ha dado en la nación y en la provincia... Hemos retrocedido, señores, hemos retrocedido veinte años; nuestro primer acto de gobierno debe ser volver a la cámara única y poco numerosa. Yo lo he sostenido en un artículo que escribí en 1853 en El Gorro de la Libertad; ahí están los argumentos irrefutables de mi tesis. La cámara única, señores,