La gran aldea; costumbres bonaerenses. Lucio Vicente López

La gran aldea; costumbres bonaerenses - Lucio Vicente López


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de la calle a los revoltosos.

      Los señores Palenque, don Policarpo Amador, don Narciso Bringas y don Pancho Fernández, rodearon al doctor Trevexo y la sesión continuó como si nada hubiese sucedido.

      —¡Pero qué atrevimiento, qué osadía! ¡En mi casa, en mi casa, venir a promover semejante escándalo! ¡Y pensar, doctor, que es mi marido quien tiene la culpa de todo!—exclamaba mi tía mirando furibundamente a mi pobre tío, que durante toda la escena anterior se había conducido tan obtusamente, que no supo qué partido tomar con los que se marchaban y con los que se quedaban.

      —He aquí, señores, he aquí, mis amigos, lo que les decía a ustedes hace un instante sobre la juventud del día!—respondía el doctor Trevexo.—¡Qué falta de resignación política, qué carencia de sumisión y de respeto demuestran a los designios superiores de la experiencia! ¡Un partido! Un partido es una colectividad cuya primer condición de vida es la obediencia. Y no hay nada más hermoso, nada más eficaz, nada más eficiente, que ver esa gran máquina humana movida por una sola voluntad que hace el sacrificio de su raciocinio en nombre de sus grandes ideas políticas. Ayer no más lo hemos visto; 30.000, 40.000 almas, cuarenta mil seres racionales, ocupando diez cuadras de la calle Florida, aplaudiendo a una voz, vivando un nombre, obedeciendo una orden; padres, madres, hijos e hijas, jóvenes y viejos, lanzados al mar de las pasiones electorales por una sola voz, riendo a una seña, llorando a otra de entusiasmo, marchando en procesión y vivando simultáneamente el adorable nombre de su divino jefe. ¡Eso es partido!

      —¡Viva el doctor Trevexo!—exclamó don Juan.

      —¡Viva!—exclamaron los demás circunstantes, incluso mi tía Medea que transpiraba de entusiasmo.

      —¿Por quién vota usted, señor don Pancho, para primer candidato de la lista?

      —Por mi venerado jefe, don Buenaventura.

      —¡Y yo también!—dijo don Policarpo Amador, antes de que le tocara el turno para votar.

      —¡Y yo!—exclamó don Tobías Labao con la misma anticipación.

      —¡Por el mismo!—gritó, sin esperar que le preguntasen nada, don Pancho.

      —Por don Buenaventura—agregó don Narciso Bringas.

      —Ramón también vota por él, doctor Trevexo—dijo mi tía;—apunte, doctor, el voto de Ramón; y si ustedes me permiten votar a mí, yo...

      —Vote usted, señora, vote usted mil veces; la más poderosa válvula política de nuestro partido es la mujer. Los hombres y las mujeres coexistimos en la plaza pública. Vote usted, señora, imite usted a las matronas espartanas que se arremangaban las túnicas y declamaban en la ágora.

      —¡Mil votos por mi general!

      —Señores, ¿quieren ustedes designar el siguiente candidato?—preguntó el doctor.

      —Por el doctor Trevexo, señores. Espero que todos me acompañarán a votar por él—vociferó don Pancho.

      Por el doctor Trevexo, por el primer diplomático argentino.

      El doctor Trevexo era en este momento objeto de toda mi admiración. ¡Con qué modestia aquel grande hombre, aquel espíritu lógico y concienzudo, que acababa de exponer tanta doctrina luminosa, recibía las aclamaciones unánimes de la distinguida sociedad que sabía aquilatar su talento superior!

      El doctor Trevexo fue aclamado unánimemente, y con la misma unanimidad, sin que se suscitara divergencia alguna, en una perfecta armonía, fueron proclamados candidatos don Benjamín, don Pancho, don Tobías Labao, don Narciso Bringas, don Policarpo Amador y don Hermenegildo Palenque, es decir, todos los concurrentes menos mi tío Ramón.

      El doctor Trevexo volvió a guardar los papeles en la levita y se levantó.

      —Señora—dijo a mi tía,—pocas veces nos ha costado más trabajo que en esta ocasión formar una lista. Pero estoy contento. El jefe la proclamará mañana, y el partido la recibirá de sus manos consagrada como una bandera de lucha.

      —¿Confía usted en la victoria?

      —Señora, cuando se dispone, como disponemos nosotros, de las imaginaciones populares, los hombres desaparecen, surgen las muchedumbres: la muchedumbre es como el mar, el viento la agita, la calma la atempera.

      Mañana nuestros nombres serán aclamados por este pueblo, que es un gran pueblo, porque sabe marchar sin preguntar nunca adonde lo llevan. ¡La victoria será nuestra!

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