El cuarto poder. Armando Palacio Valdés

El cuarto poder - Armando Palacio Valdés


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cuando por primera vez le vimos en el teatro, a un cortesano de Luis XV, o a un cochero de casa grande, no se distinguía por la pureza de la dicción; antes era ésta tan atropellada y confusa, que al interlocutor le costaba gran trabajo entenderle. No sabemos si era en la boca o en la garganta o en la región de las fosas nasales, donde el señor de la Riva tenía a bien machacar y atormentar las palabras; lo cierto es que salían casi siempre transformadas en sonidos obscuros, huecos, caóticos, completamente ininteligibles. Particularmente después de comer, se hacía imposible conversar con él. Y esto, no por otra razón, según decían, sino porque don Roque solía encargar a los pilotos amigos un vino del Rivero, tan exquisito, que nadie dejaría de beberlo, aun a riesgo de quedarse mudo. El jefe superior civil de la villa salía todas las tardes de su casa solo, en la apariencia, en realidad gratamente acompañado. Su enorme faz rasurada quería echar la sangre por los poros, concentrándose con preferencia en el lomo gigantesco de su nariz borbónica. Los ojos, con ramos de sangre también, medio velados por no poder sufrir la gran pesadumbre de los párpados, se espaciaban lentamente por todo el ancho de la calle, expresando un grado envidiable de bienestar físico. El paso grave, lento, vacilante, acusaba de igual modo una armonía perfecta entre sus facultades psíquicas y corporales. No le faltaba a don Roque para alcanzar la bienaventuranza más que tropezar con un alguacil, o barrendero, o sereno, o picapedrero, con cualquier empleado, en fin, del municipio. Desde lejos lo columbraba, y sus párpados se levantaban repentinamente, y las ventanas de la nariz se le abrían al olor de la presa. Si ésta, olfateando al tigre, se pasaba a la otra acera, o trataba de esconderse, don Roque le llamaba con voz de trueno.

      —¡Juan, Juaan, Juaaaan!

      La víctima acudía bajando la cabeza.

      —¿Has llevado el oficio a don Lorenzo?

      —Sí, señor.

      —¿Has dicho al secretario que dejase apartado el expediente del cementerio?

      —Sí, señor.

      —¿Has llevado las cédulas al pedáneo de San Martín?

      —Sí, señor.

      —¿Has ido a avisar a don Manuel que quite los escombros que tiene delante de su casa?

      En fin, iba preguntando, hasta que el pobre alguacil contestaba negativamente.

      Entonces, la voz de sochantre del alcalde se dejaba oir en toda la calle, y aun en los confines de la villa. Sus ojos se inyectaban, y su rostro apoplético llegaba a ponerse morado. Imposible entender lo que decía, si no eran los ajos con que salpicaba el discurso, y aun éstos los ahuecaba de tal modo, que sólo la jota se percibía con claridad. La reprensión nunca duraba menos de quince o veinte minutos, el tiempo indispensable para desalojar la inmensa cantidad de ajos que se le habían acumulado en el cuerpo desde la noche anterior. Así como hay personas que por la mañana se meten los dedos en la boca para provocar la bilis, don Roque necesitaba indefectiblemente este desahogo para quedar a gusto. No se le había oído jamás otra interjección, pero, en cambio, de ésta poseía tal abundancia, que no le bastaba poner una a cada palabra; a veces ponía dos o tres.

      Los tenderos salían a la puerta a escucharle, pero sonriendo, sin sorpresa alguna, como acostumbrados de antiguo a este espectáculo.

      —Don Roque hoy ha tirado de firme a los vencejos—le decía uno a otro en voz alta.

      —Mira qué caso le hace Juan.

      En efecto, el alguacil a cada vuelta en redondo que daba el alcalde, se llevaba el dedo pulgar a la boca y hacía la seña de empinar.

      Don Roque prefería encontrar a un barrendero o picapedrero en el ejercicio de sus funciones. Se acercaba a él cautelosamente por detrás, y le hincaba sus dedazos en el cuello.

      —¡...ajo! so tuno, ¿qué modo de barrer es ése? ¿Te parece ¡...ajo! que yo te pago para que me dejes la mitad de la porquería entre las piedras? ¡...ajo! ¿Es esto gratitud? ¡...ajo! ¿Es esto vergüenza? ¡...ajo!

      A veces él mismo en el entusiasmo del discurso empuñaba la escoba y se ponía a dar al barrendero una lección de su oficio. Los tenderos, los pocos transeuntes que cruzaban por la calle y alguna señora que se asomaba al balcón con el ruido, soltaban a reir alegremente. El barrendero mismo, a pesar de su crítica situación, no podía reprimir una sonrisa viendo a aquel energúmeno con la levita remangada dando furiosos y desconcertados limpiones al suelo.

      —¡Así se barre!... ¡...ajo! (Golpe terrible de escoba.) ¡Así se barre!... ¡...ajo! (Otro golpe.) ¡Así se barre!... ¡...ajo! (Otro golpe.) ¡Así se barre!... ¡...ajo!

      Hasta que fatigado, sudoroso y a punto de caer a tierra con un derrame, le entregaba la escoba y recogía el bastón con borlas.

      Desahogado de este modo su noble pecho de la copia de ajos que le embargaba, emprendía de nuevo su camino y llegaba al Saloncillo en una felicísima disposición de cuerpo y espíritu.

      Gabino Maza era hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, oficial de la Armada, retirado antes de tiempo porque su carácter díscolo no podía sufrir la disciplina militar. De rostro moreno aceitunado, ojos pequeños y vivos con ojeras constantes que pregonaban su temperamento excesivamente bilioso. Alto, seco, musculoso, la barba y el pelo de un color negro que daba en azul; los ademanes descompuestos siempre y violentos; la voz indefinible, grave unas veces, otras, cuando se enfadaba, que era casi siempre que se ponía a hablar, chillona y aguda, de un falsete tan estridente que rompía los oídos. Disfrutaba de una pequeña renta y de un pequeñísimo retiro, con los cuales podía vivir y alimentar a su familia en Sarrió con el respeto de un caballero acomodado. En la capital de la provincia le sería ya imposible. Disputador eterno, poniendo en cada disputa, por nimia que fuese, una cantidad de pasión y de violencia verdaderamente asombrosas; ganoso siempre de llevar la contraria a cuanto se decía aunque fuese más claro que la luz del mediodía; de un pesimismo feroz y antipático para juzgar a los hombres, a tal punto que no se dió el caso jamás de que creyese puros los móviles de una acción humana, por noble y honrada que apareciese; rencoroso y vengativo hasta la locura. Este hombre, sin embargo, no concitaba los odios del vecindario contra sí, como podía suponerse. En las aldeas y villas, por el trato íntimo, largo y constante de las personas, se penetra más en el alma de cada uno que en las grandes poblaciones. Un trato superficial hace, en éstas, simpáticos a muchos hombres fríos, egoístas y hasta perversos. Los modales corteses, las palabras afables, la sonrisa insinuante, proporcionan en seguida opinión de «persona agradable y decente». En provincia no vale nada de esto. Al contrario, se desconfía de la amabilidad excesiva y, sobre todo, de la sonrisa dulzona; se le buscan a cada hombre los pliegues y repliegues del alma con el mismo cuidado y atención con que un disecador va palpando y poniendo a la vista con el bisturí todas las fibras de la máquina corporal. Por donde son generalmente aborrecidos algunos hombres que al forastero le seducen, mientras otros, duros, violentos, agresivos, suelen caer en gracia. El disimulo, que es el talento de las naturalezas rudas y vulgares, no se perdona jamás en provincia, quizá por ser el vicio predominante en todas las relaciones sociales. Los genios vivos, los temperamentos exaltados, no causan temor como los «toros claros». Hay casi siempre en ellos un espíritu justiciero, que aunque exagerado y adulterado por la pasión, no acaba de hacerles antipáticos. Además, como la violencia y la exaltación son causa constante de sufrimiento, de malestar físico y moral, se juzga con razón que los hombres de tal temperamento llevan en sí mismos el castigo de sus demasías.

      Gabino Maza no era aborrecido ni excesivamente amado. Los que tenían de él agravios, le murmuraban y evitaban su encuentro llamándole «envidioso» y «mala lengua». Los que no, se reían de sus exageraciones y le abocaban con gusto, sin profesarle gran afecto tampoco.

      Otro de los personajes allí congregados era don Feliciano Gómez. Comerciante en géneros ultramarinos al por menor, poseedor al mismo tiempo de tres o cuatro pataches y algunos quechemarines que hacían el comercio de cabotaje por la costa cantábrica, aventurándose una que otra vez los de más porte a llegar hasta Sevilla. De mediana estatura, la cabeza desnuda de cabellos en forma de pirámide, patillas que le llegaban hasta la nariz, la voz casi


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