El cuarto poder. Armando Palacio Valdés

El cuarto poder - Armando Palacio Valdés


Скачать книгу
y sujeto como un niño, reprenderle agriamente las faltas más ligeras, y mortificarle y aburrirle por todos los medios imaginables. No obstante, a él nunca se le oyó una queja de ellas.

      El ingeniero belga, M. Delaunay, había llegado a Sarrió años atrás, con el objeto de beneficiar un coto minero de una poderosa compañía inglesa. La explotación no dió resultado. La compañía le retiró su comisión y el sueldo. Pero Delaunay, que poseía genio emprendedor y algún dinero, se metió sucesivamente en seis u ocho empresas industriales. Primero montó una fábrica de papel; después otra de puntas de París; más tarde intentó formar un criadero de ostras; después fábrica de quesos y de hielo. Por último quiso aprovechar unas grandes marismas que había cerca de Sarrió. Todas estas empresas habían fracasado, sin saber nadie por qué. Delaunay era inteligente, ilustrado, laborioso. Conocía cada industria que iba a ejercitar como el más competente maestro; encargaba los aparatos a Inglaterra, los montaba y los hacía funcionar felizmente, obteniendo productos muy aceptables. El achacaba sus caídas a la falta de vías de comunicación. La última de sus grandes empresas, abortada antes de nacer, le desacreditó más que ninguna otra. En una de sus excursiones por los alrededores de la villa, había visto próximos a una pequeña ría ciertos terrenos incultos que con poco esfuerzo podían reducirse a cultivo. Túvolo en cuenta; levantó el plano. Pocos meses después, cuando se vió forzado a cerrar la fábrica de hielo y despedir a los obreros, acordóse de las marismas y habló de ellas a don Rosendo Belinchón, a don Feliciano Gómez y a dos indianos más para que le ayudasen en su magna empresa. Replicaron ellos que era necesario verlas, y concertóse la excursión. Una mañana montados en sendos caballos emprendieron secretamente la marcha hacia la ría de Orleo, distante cuatro leguas de Sarrió. Al llegar cerca de ella dejaron los caballos y subieron a pie una colina, desde la cual se oteaban las marismas. ¡Cuál sería la vergüenza y confusión de Delaunay al ver los terrenos que intentaba robar al mar, cubiertos de maíz, verdes y florecientes que eran una bendición de Dios! En efecto, hacía más de seis años que estaban cultivados. Su equivocación nació de haberlos visto en diciembre cuando estaban descansando. Dieron la vuelta para la villa, y el suceso produjo en ella la risa que debe suponerse.

      Quedó al cabo arruinado. Vióse obligado a vivir miserablemente. Pero, lejos de apagarse en su espíritu el furor de las empresas, encendióse en la pobreza con más ímpetu. De tal modo que no dejó un solo capitalista en Sarrió a quien no tantease con el fin de embarcarle en alguna. Unas veces era un tranvía a la capital, otras un puerto de refugio o unos muelles de madera, otras una gran fonda. Algunos indianos, pocos por cierto, por él seducidos, pagaron con algunos miles de duros su inocencia. El caso es que Delaunay era hombre de talento, estudioso, enterado muy bien de todos los adelantos de la ciencia y la industria. Imposible despreciarle sin cometer una injusticia.

      El ayudante de Marina del puerto, Alvaro Peña, joven de treinta años, moreno, con grandes ojos negros y bigotes a lo Víctor Manuel, se caracterizaba por un odio profundo, implacable, al estado eclesiástico y a todo el que lo representase, aunque fuese su mismo hermano. Sin ser aficionado en modo alguno a la ciencia o la literatura, poseía una biblioteca bastante numerosa, compuesta exclusivamente de libros contra la religión y sus ministros. Estaba suscripto a tres o cuatro periódicos conocidos por sus opiniones anti-clericales, y se decía que desde hacía algunos años venía ocupándose en acumular datos para un libro que pensaba publicar con el título de La religión al alcance de todas las fortunas, del cual varios vecinos conocían ya algunos fragmentos. Era alegre, valiente, aficionado a cuentos y chascarrillos, donde siempre jugaba papel principalísimo algún cura o monja. No pronunciaba bien las erres.

      Don Jaime Marín, propietario de cuatrocientas fanegas de pan, que con la contribución equivalían a unas seis mil pesetas, sería un gran calavera, un licencioso, un monstruo de corrupción si no tuviese por mujer a doña Brígida. Esta eminente señora había conseguido con una saludable energía que su marido no arruinase a la familia y los echase a todos por puertas. Antes que desbaratase su hacienda logró que se le privase judicialmente de la administración de los bienes y se le encomendase a ella. No es fácil representarse la firmeza con que doña Brígida empuñó las riendas de la casa. Ningún patricio romano tuvo jamás una idea más perfecta del sui juris, de los sagrados derechos que «la ciudad» había depositado en sus manos. Desde que esto acaeció, don Jaime, a pesar de sus cincuenta y pico de años, pasó a ser en sus manos una verdadera cosa como previene la Instituta. En su condición de alieni juris hubo de sufrir la acción directa y constante de su dueño y señor, y sujetarse en un todo a su omnímoda voluntad. ¡Adiós cenas opíparas con mariscos y vino de Rueda en el café de la Marina! ¡Adiós caza de la liebre con Fermo el carnicero y Marcelino el tallista! ¡Adiós noches seductoras de tresillo! ¡Tardes de paz y de dicha en el lagar de Sebastián de la Puente, adiós! La inflexible señora depositaba en sus manos cada domingo tres pesetas; ni más ni menos. Era todo el caudal de que disponía durante la semana para sus vicios, salvo el fumar, que ella subvencionaba, comprando los cigarros por sí misma. Cuando necesitaba un sombrero, ella se lo compraba; cuando un traje o unas botas, se avisaba al sastre o zapatero para que viniese a tomar las medidas. Hasta se le impedía ir a la barbería, por temor de que se gastase los dos reales. Venía el barbero a afeitarle los sábados. Por cierto que, con poca o ninguna consideración, el rapador de barbas llegaba algunas veces a las nueve de la mañana, cuando don Jaime estaba durmiendo.

      —¿Qué hago?—preguntaba a doña Brígida.

      —Aféitele usted—contestaba la severísima señora.

      El barbero, obedeciendo la consigna, se acercaba, le embadurnaba la cara de jabón y le despojaba bonitamente de las barbas sin que don Jaime se despertase más que a medias. Echaba otro sueño, y al despertarse de veras solía decir a la criada que le servía el chocolate:

      —Hoy es sábado; que llamen, al barbero.

      —¡Tonto, borricote, incapaz de sacramentos!—contestaba su dulce consorte desde el gabinete.—¿No ves que estás afeitado ya?

      —¡Pues es verdad!—decía el buen señor palpándose la cara.

      En un principio solía pedir a sus amigos o conocidos del café algún dinero para jugar al tresillo, y bebía al fiado en el café; pero al poco tiempo ni los amigos quisieron darle nada, ni el dueño del establecimiento le fiaba ya por valor de dos cuartos. Faltó poco para que doña Brígida le echase a rodar por las escaleras cierto día que le llevó una cuenta de ciento veinte reales.

      Don Jaime quedó, pues, reducido a pasar las horas mirando jugar al tresillo y dando a los jugadores consejos que no le agradecían. Los gananciosos solían pagarle la copa de ron. Una que otra vez jugaba a las damas con don Lorenzo, y como éste se negaba rotundamente a seguir la partida sin interés, preciso era que Marín arbitrase alguno que no fuese metal precioso. Discurrió exponer uno de los dos cigarros puros que su mujer le daba por la mañana. Cuando lo perdía, aquella tarde se quedaba sin fumar. A veces buscando el desquite, perdía dos y tres que iba entregando uno a uno a su adversario en los días sucesivos. Entonces se dedicaba, como sus amigos decían, «a la gramática», esto es, a pedir aquí y allí un pitillo para calmar el insufrible prurito de chupar. ¡Pobre Marín!

      Lo que doña Brígida no pudo jamás, fué hacerle acostarse a una hora regular. Tantos años de trasnochar hasta las cuatro o las cinco de la mañana, habían formado un hábito imposible de vencer. Como reteniéndole en casa no se iba de todos modos a la cama hasta que rayaba el alba, y pasaba la noche trasteando por las habitaciones, y como el vicio de trasnochar por sí solo es de los más baratos que se conocen, la ingeniosa señora le dejaba retirarse a la hora que quisiera. Permanecía en el café de la Marina con los últimos parroquianos. Después que éstos se retiraban, todavía se quedaba mientras los mozos colocaban en su sitio la vajilla y el dueño apuntaba las últimas partidas. Cuando materialmente le echaban del establecimiento se iba a hacer compañía al sereno de la Rúa Nueva, muy su amigo. Charlando con él mataba las horas que aun faltaban para el amanecer.

      Don Lorenzo, don Agapito, don Pancho, don Aquilino, don Germán y don Justo, eran indianos, esto es, gente a quien sus padres habían enviado a América de niños a ganarse la vida y habían vuelto entre los


Скачать книгу