Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
se habían desvanecido en una desesperante realidad: estaba en poder de un hombre al que no sólo detestaba sino al que despreciaba; un hombre capaz de todo y que ya me había dado una prueba fatal de a lo que podía atreverse.
-Mas ¿quién era ese hombre? - preguntó Felton.
-Pasé la noche en una silla, estremeciéndome al menor ruido; porque a media noche más o menos, la lámpara se había apagado, y yo ya me había vuelto a encontrar en la oscuridad. Mas la noche pasó sin nuevas tentativas de mi perseguidor. Llegó el día, la mesa había desaparecido; sólo que yo tenía aún el cuchillo en la mano. Aquel cuchillo era toda mi esperanza. Yo estaba rota de fatiga; el insomnio quemaba mis ojos; no me había atrevido a dormir ni un solo instante: el día me tranquilizó, fui a echarme sobre mi cama sin abandonar el cuchillo liberador que oculté bajo mi almohada. Cuando me desperté, una nueva mesa estaba servida. Esta vez, pese a mis terrores, a pesar de mis angustias, se hizo sentir un hambre devoradora; hacía cuarenta y ocho horas que no había tomado ningún alimento: comí pan y algunas frutas; luego, acordándome del narcótico mezclado al agua que había bebido, no toqué la que estaba en la mesa y fui a llenar mi vaso en una fuente de mármol adosada al muro, encima de mi lavabo. Sin embargo, pese a esta precaución, no permanecí menos tiempo en una angustia horrorosa; pero mis temores no estaban fundados esta vez: pasé la jornada sin experimentar nada que se pareciese a lo que temía. Había tenido la precaución de vaciar a medias la jarra para que no se dieran cuenta de mi desconfianza. Llegó la noche, y con ella la oscuridad; sin embargo, por profunda que fuese, mis ojos comenzaban a habituarse a ella; vi en medio de las tinieblas hundirse la mesa en el suelo; un cuarto de hora después reapareció con mi cena; un instante después, gracias a la misma lámpara, mi habitación se iluminó de nuevo. Estaba resuelta a no comer más que objetos a los que fuera imposible mezclar ningún somnífero: dos huevos y algunas frutas compusieron mi comida; luego fui a tomar un vaso de agua de mi fuente protectora y lo bebí. A los primeros sorbos, me pareció que no tenía el mismo gusto que por la mañana: una sospecha rápida se apoderó de mí, me detuve, pero ya había tragado medio vaso. Tiré el resto con horror, y esperé, con el sudor del espanto en la frente. Sin duda, algún invisible testigo me había visto tomar el agua de aquella fuente, y había aprovechado mi confianza para asegurar mejor mi pérdida tan fríamente resuelta, tan cruelmente perseguida. No había transcurrido media hora cuando se produjeron los mismos síntomas; sólo que como aquella vez no había bebido más que medio vaso de agua, luché más tiempo, y en lugar de dormirme completamente, caí en un estado de somnolencia que me dejaba sentir lo que pasaba en torno mío, a la vez que me quitaba la fuerza de defenderme o de huir. Me arrastré hacia mi cama, para buscar allí la única defensa que me quedaba, mi cuchillo salvador; pero no pude llegar hasta la cabecera: caí de rodillas, con las manos aferradas a una de las columnas del pie; entonces comprendí que estaba perdida.
Felton palideció horrorosamente, y un estremecimiento convulsivo corrió por todo su cuerpo.
-Y lo que era más horroroso - continuó Milady con la voz alterada como si hubiera experimentado aún la misma angustia que en aquel momento terrible - es que aquella vez yo tenía conciencia del peligro que me amenazaba; es que mi alma, puedo decirlo, velaba en mi cuerpo adormecido; es que yo veía, es que oía; es cierto que todo aquello era como un sueño, pero no por ello menos espantoso. Vi la lámpara que ascendía y que poco a poco me dejaba en la oscuridad; luego oí el chirrido tan bien conocido de aquella puerta, aunque aquella puerta sólo se hubiera abierto dos veces. Sentí instintivamente que alguien se acercaba a mí; dicen que el desgraciado perdido en los desiertos de América siente de este modo la cercanía de la serpiente. Quería hacer un esfuerzo, trataba de gritar; gracias a una increíble energía de voluntad me levanté, para volver a caer al punto… y volver a caer en los brazos de mi perseguidor.
-Decidme, pues, ¿quién era ese hombre? - exclamó el joven oficial.
Milady vio de una sola mirada todo el sufrimiento que inspiraba a Felton, sopesándolo en cada detalle de su relato; pero no quería hacerle gracia de ninguna tortura. Con mayor profundidad le rompería el corazón, con mayor seguridad la vengaría. Ella continuó, pues, como si no hubiera oído su exclamación, o como si hubiera pensado que no había llegado aún el momento de responder a ella.
-Sólo que aquella vez el infame tenía que habérselas no ya con una especie de cadáver inerte, sin ningún sentimiento. Ya os lo he dicho: aunque no conseguía recuperar el ejercicio completo de mis facultades, me quedaba el sentimiento de mi peligro: luchaba, pues, con todas mis fuerzas, y, sin duda, pese a lo debilitada que estaba, oponía una larga resistencia, porque lo oí exclamar: «¡Estas miserables puritanas! Sabía que cansan a sus verdugos, pero las creía menos fuertes contra sus seductores.» ¡Ay! Aquella resistencia desesperada no podía durar mucho tiempo, sentí que mis fuerzas se agotaban; y esta vez no fue de mi sueño de lo que el cobarde se aprovechó, fue de mi desvanecimiento.
Felton escuchaba sin hacer oír otra cosa que una especie de rugido sordo; sólo el sudor corría sobre su frente de mármol, y su mano oculta bajo su uniforme desgarraba su pecho.
-Mi primer movimiento al volver en mí fue buscar bajo mi almohada aquel cuchillo que no había podido alcanzar; si no había servido para la defensa podía servir al menos para la expiación. Pero al coger aquel cuchillo, Felton, me vino una idea terrible. He jurado decíroslo todo y os lo diré todo; os he prometido la verdad, la diré aunque me pierda.
-Os vino la idea de vengaros de aquel hombre, ¿no es eso? - exclamó Felton.
-¡Pues, sí! - dijo Milady-. Aquella idea no era de cristiana, lo sé; sin duda ese eterno enemigo de nuestra alma, ese león que ruge sin cesar en torno de nosotros la soplaba a mi espíritu. En fin, ¿qué puedo deciros Felton? - continuó Milady con el tono de una mujer que se acusa de un crimen-. Me vino esa idea y sin duda ya no me dejó. Hoy llevo el castigo de ese pensamiento homicida.
-Continuad, continuad - dijo Felton-, tengo prisa por veros llegar a la venganza.
-¡Oh! Resolví que tenía que llegar lo antes posible, no dudaba de que él volvería a la noche siguiente. Por el día no tenía nada que temer. Por eso, cuando vino la hora del almuerzo, no dudé en comer y beber: estaba resuelta a fingir que cenaba, pero no tomaría nada; debía por tanto, combatir mediante la nutrición de la mañana el ayuno de Ìa noche. Sólo que oculté un vaso de agua sustraída a mi desayuno, dado que había sido la sed la que más me había hecho sufrir cuando había permanecido cuarenta y ocho horas sin beber ni comer. El día transcurrió sin tener otra influencia sobre mí que afirmarme en la resolución tomada: sólo que tuve cuidado de que mi rostro no traicionase en nada el pensamiento de mi corazón, porque no dudaba de que era observada; varias veces incluso sentí una sonrisa en mis labios. Felton, no me atrevo a deciros ante qué idea sonreía, sentiríais horror de mí…
-Continuad, continuad - dijo Felton-, ya veis que escucho y que tengo prisa por llegar.
-Llegó la noche, los acontecimientos habituales se produjeron; en la oscuridad, como de costumbre, fue servida mi cena, luego la lámpara se iluminó, y me senté a la mesa. Comí sólo algunas frutas: fingí que me servía agua de la jarra, pero sólo bebí de la que había conservado en mi vaso; la sustitución, por lo demás, fue hecha con la maña suficiente para que mis espías, si los tenía, no concibiesen sospecha alguna. Tras la cena, ofrecí las mismas señales de embotamiento que la víspera; pero esta vez, como si sucumbiese a la fatiga o como si me familiarizase con el peligro, me arrastré hacia la cama a hice semblante de adormecerme. En esta ocasión había encontrado mi cuchillo bajo la almohada y, al tiempo que fingía dormir, mi mano apretaba convulsivamente la empuñadura. Transcurrieron dos horas sin que ocurriese nada nuevo. ¡Aquella vez, Dios mío! ¡Quién me hubiera dicho esto la víspera: comenzaba a temer que no viniese! Por fin, vi la lámpara elevarse suavemente y desaparecer en las profundidades del techo; mi habitación se llenó de tinieblas, pero hice un esfuerzo por horadar con la mirada la oscuridad. Aproximadamente pasaron diez minutos. No oía yo otro ruido que el del latido de mi corazón. Yo imploraba al cielo para que viniese. Por fin oí el ruido tan conocido de la puerta que se abría y volvía a cerrarse; oí, pese al espesor de la alfombra, un paso que hacía chirriar el suelo; vi, pese a la oscuridad, una sombra que se acercaba a mi cama.