Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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como si aquella luz hubiera iluminado los abismos del corazón de aquella mujer.

      Felton se acordó de pronto de las advertencias de lord de Winter, de las seducciones de Milady, de sus primeras tentativas desde su llegada; retrocedió un paso y bajó la cabeza, pero sin cesar de mirarla; como si, fascinado por aquella extraña criatura, sus ojos no pudieran desprenderse de sus ojos.

      Milady no era mujer capaz de equivocarse en cuanto al sentido de aquella duda. Bajo sus aparentes emociones su sangre fría no la abandonaba. Antes de que Felton le hubiera respondido y de que ella se viera obligada a proseguir aquella conversación tan difícil de sostener en el mismo acento de exaltación, dejó caer sus manos y, como si la debilidad de la mujer se superpusiese al entusiasmo del instante:

      -Mas no - dijo-, no me toca a mí ser la Judith que libró a Betulia de este Holofernes. La espada del Eterno es demasiado pesada para mi brazo. Dejadme, pues, rehuir el deshonor de la muerte, dejadme refugiarme en el martirio. No os pido ni la libertad, como haría un culpable, ni la venganza, como haría una pagana. Dejadme morir, eso es todo. Os suplico, os imploro de rodillas: dejadme morir, y mi último suspiro será una bendición para mi salvador.

      Ante esta voz dulce y suplicante, ante esta mirada tímida y abatida, Felton se acercó. Poco a poco la encantadora se había revestido de aquellos adornos mágicos que se ponía y quitaba a voluntad, es decir, la belleza, la dulzura, las lágrimas y, sobre todo, el irresistible atractivo de la voluptuosidad mística, la más devoradora de las voluptosidades.

      -¡Ay! - dijo Felton-. No puedo más que una cosa, compadeceros si me probáis que sois una víctima. Mas lord de Winter tiene crueles quejas contra vos. Vos sois cristiana, sois mi hermana en religión; me siento arrastrado hacia vos, yo que no he amado más que a mi bienhechor, yo, que no he encontrado en la vida más que traidores e impíos. Pero vos, señora, tan bella en realidad, tan pura en apariencia, para que lord de Winter os persiga, habréis cometido iniquidades.

      -Tienen ojos - repitió Milady con un acento indecible de dolor-y no verán; tienen oídos y no oirán.

      -Entonces - exclamó el joven oficial - hablad, hablad, pues.

      -¡Confiaros mi vergüenza! - exclamó Milady con el rubor del pudor en el rostro-. Porque a menudo el crimen de uno es la vergüenza del otro. ¡Confiaros mi vergüenza a vos, un hombre; yo, una mujer! ¡Oh! - continuo ella llevando púdicamente su mano sobre sus hermosos ojos-. ¡Oh, jamás, jamás podré!

      -¡A mí, a un hermano! - exclamó Felton.

      Milady lo miró largo tiempo con una expresión que el joven oficial tomó por duda, y que, sin embargo, no era más que una observación y, sobre todo, voluntad de fascinar.

      Felton, suplicante a su vez, juntó las manos.

      -Pues bien - dijo Milady-, me fío de mi hermano, me atrevo.

      En ese momento se oyó el paso de lord de Winter; pero esta vez el terrible cuñado de Milady no se contentó, como había hecho la víspera, con pasar delante de la puerta y alejarse: se detuvo, cambió dos palabras con el centinela, luego la puerta se abrió y apareció él.

      Mientras se habían cambiado esas dos palabras, Felton había retrocedido vivamente, y cuando lord de Winter entró, él estaba a algunos pasos de la prisionera.

      El barón entró lentamente y dirigió su mirada escrutadora de la prisionera al joven oficial.

      -Hace mucho tiempo, John - dijo-, que estáis aquí. ¿Os ha contado esa mujer sus crímenes? Entonces comprendo la duración de la entrevista.

      Felton temblaba, y Milady sintió que estaba perdida si no acudía en ayuda del puritano desconcertado.

      -¡Ah! ¡Teméis que vuestra prisionera se os escape! - dijo ella-. Pues bien, preguntad a vuestro digno carcelero qué gracia solicitaba de él hace un instante.

      -¿Pedíais una gracia? - dijo el barón suspicaz.

      -Sí, milord - replicó el joven confuso.

      -Y veamos, ¿qué gracia? - preguntó lord de Winter.

      -Un cuchillo que ella me devolverá por el postigo un minuto después de haberlo recibido - respondió Felton.

      -¿Hay aquí alguien escondido a quien esta graciosa persona quiera degollar? - prosiguió lord de Winter con su voz burlona y despreciativa.

      -Estoy yo - respondió Milady.

      -Os he dado a elegir entre América y Tyburn - replicó lord de Winter ; escoged Tyburn, Milady: la cuerda es todavía más segura que el cuchillo creedme.

      Felton palideció y dio un paso adelante pensando que, en el momento en que él había entrado, Milady tenía una cuerda.

      -Tenéis razón - dijo ésta-, y ya había pensado en ello - luego añadió con una voz sorda : lo volveré a pensar.

      Felton sintió correr un estremecimiento hasta en la médula de sus huesos; probablemente lord de Winter percibió este movimiento.

      -Desconfía, John - dijo-. John, amigo mío, me he apoyado en ti, ten cuidado. ¡Te he prevenido! Además, ten valor, hijo mío, dentro de tres días nos veremos libres de esta criatura, y donde la envíen no perjudicará a nadie.

      -¡Ya lo oís! - exclamó Milady con escándalo de tal forma que el barón creyó que ella se dirigía al cielo y que Felton comprendió que era para él.

      Felton bajó la cabeza y meditó.

      El barón tomó al oficial por el brazo volviendo la cabeza sobre su hombro, a fin de no perder de vista a Milady hasta haber salido.

      -Vamos, vamos - dijo la prisionera cuando la puerta se hubo cerrado-, no estoy tan adelantada como creía. Winter ha cambiado su estupidez ordinaria por una prudencia desconocida. ¡Lo que es el deseo de venganza, y cuánto forma al hombre ese deseo! En cuanto a Felton, duda. ¡Ay, no es un hombre como ese maldito D’Artagnan! Un puritano no adora más que a las vírgenes, y las adora juntando las manos. Un mosquetero ama a las mujeres, y las ama juntado los brazos.

      Sin embargo, Milady esperó con impaciencia, porque sospechaba que la jornada no pasaría sin volver a ver a Felton. Por fin una hora después de la escena que acabamos de contar, oyó que se hablaba en voz baja junto a la puerta, luego al punto la puerta se abrió y reconoció a Felton.

      El joven avanzó rápidamente por el cuarto, dejando la puerta abierta tras él y haciendo señal a Milady de callarse; tenía el rostro alterado.

      -¿Qué me queréis? - dijo ella.

      -Escuchad - respondió Felton en voz baja-, acabo de alejar al centinela para poder permanecer aquí sin que se sepa que he venido, para hablaros sin que se pueda oír lo que os digo. El barón acaba de contarme una historia espantosa.

      Milady adoptó una sonrisa de víctima resignada y sacudió la cabeza.

      -O vos sois un demonio - continuó Felton-, o el barón, mi bienhechor, mi padre, es un monstruo. Os conozco desde hace cuatro días, le amo a él desde hace diez años; puedo, pues, dudar entre los dos; no os asustéis de lo que os digo, necesito estar convencido. Esta noche, después de las doce, vendré a veros, vos me convenceréis.

      -No, Felton, no, hermano mío - dijo ella-, el sacrificio es demasiado grande, y siento cuánto os cuesta. No, estoy perdida, no os perdáis conmigo. Mi muerte será mucho más elocuente que mi vida, y el silencio del cadáver os convencerá mucho mejor que las palabras de la prisionera.

      -Callaos, señora - exclamó Felton-, y no me habléis así; he venido para que me prometáis bajo palabra de honor, para que me juréis por lo más sagrado para vos que no atentaréis contra vuestra vida.

      -No quiero prometer - dijo Milady - porque nadie más que yo respeta el juramento y, si prometiera, tendría que cumplirlo.

      -¡Pues bien! - dijo Felton-. Comprometeos sólo hasta el momento en que me volváis a ver. Si cuando me hayáis vuelto a ver persistís aún, ¡pues bien!, entonces seréis libre, y yo mismo


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