Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
sencillo cementerio de Ville d'Avray es un admirable campo de reposo, tranquilo, casi ameno. En lugar de suntuosos panteones e hipócritas epitafios sólo hay cruces de madera y simples inscripciones. No es imponente, pero sí enternecedor. Al entrar en él se respira paz y recogimiento, y el visitante se siente tentado a exclamar como Lutero en Worts:
—Les envidio porque reposan: envideo quia quiescunt.
Pero cuando Lutero pronunció esas palabras no entraba en el cementerio siguiendo el cortejo fúnebre de una persona querida: hablaba el filósofo, no el padre o el esposo.
¿Quién podría describir las torturas de un alma en tales circunstancias? El canto de los sacerdotes; el espectáculo de la fosa recién abierta; el rumor de la tierra que cae sobre el ataúd, producen emociones que llenan de horror el ánimo más esforzado.
El señor de Avrigny asistió al sepelio, arrodillado y con la frente inclinada. Amaury se quedó en pie pero tuvo que apoyarse en un ciprés, sintiendo que las piernas no querían sostenerle.
Cuando la tumba quedó cubierta de tierra pusieron sobre ella una gran losa de mármol blanco, que ostentaba este doble epitafio:
Aquí yace Magdalena de Avrigny muerta en 10 de septiembre de 1839 a los 20 años, 8 meses y 5 días de edad. Aquí yace el doctor Avrigny, su padre, muerto en el mismo día y enterrado en…
Habían dejado la fecha en blanco; pero el doctor confiaba en que estaría llena antes de un año.
Plantáronse rosales blancos alrededor de la tumba porque Magdalena había tenido siempre gran afición a las rosas blancas y el doctor daba a su hija esas flores a fin de que en vida y muerte su cuerpo siempre fuese todo rosas.
Cuando todo acabó, el doctor se despidió de su hija enviándole un beso y diciendo a media voz:
—Hasta mañana, hija mía… Hasta mañana… y para no separarme ya de ti.
Y acompañado de sus amigos salió con paso seguro del cementerio, cuya puerta cerró el sacristán tras de ellos.
—Señores—dijo entonces el padre de Magdalena a sus escasos acompañantes:—ya han visto ustedes por la inscripción de la losa, que el hombre que les habla ya no es un ser viviente. Yo desde hoy, ya no pertenezco a la tierra, sino a mi hija solamente; desde mañana nadie volverá a verme ni yo tampoco veré a nadie en París. Aquí viviré solo y retirado y en esa casa que ahí tengo y cuyas ventanas, como ustedes ven, dan a este cementerio, aguardaré resignado hasta que Dios señale la fecha que en la losa dejé en blanco. Reciban, pues, señores, por vez postrera, el sincero testimonio de mi agradecimiento y mi cordial despedida.
Habló con voz tan firme y con tal convicción que nadie osó responderle, y después de estrechar en silencio y con muestra de tristeza su mano, se alejaron respetuosamente todos.
Cuando partió el coche que los llevaba, se volvió el doctor hacia Amaury, que estaba a su lado de pie y con la cabeza descubierta.
—Ya lo has oído, Amaury—dijo.—Desde mañana no viviré ya en París; no volveré allí jamás. Pero hoy tengo que regresar contigo a casa para dictar mis disposiciones y dejar mis asuntos arreglados.
—Lo mismo que yo—contestó Amaury con frialdad.—Usted no ha pensado en mí para hacer el epitafio de Magdalena; pero he visto con júbilo que a su lado hay sitio para dos.
—¡Ah!—exclamó el doctor mirándole de hito en hito, pero sin manifestar asombro por sus palabras.
Y echando a andar, agregó:
—Ven.
Subieron al último coche que les estaba aguardando y emprendieron el regreso hacia París.
Ya en la capital, Amaury mandó parar el coche en el Arco de la Estrella.
—Perdone, usted—dijo el señor de Avrigny;—yo también tengo que hacer esta noche. ¿Tendré el gusto de verle?
El padre de Magdalena contestó con un signo afirmativo.
El joven se apeó, y el coche siguió rodando en dirección a la calle de Angulema.
Capítulo 34
Acababan de dar las nueve de la noche.
Amaury tomó un simón, y poco después entraba en su palco del teatro de los Italianos.
La sala, resplandeciente de luces y de diamantes, parecía un ascua de oro. El joven, pálido y grave, desde el fondo del palco contemplaba aquel brillo y aquella esplendidez con mirada indiferente, con desdeñosa sonrisa.
Su presencia causó una gran sorpresa; pero la austeridad de su semblante y su aire grave imponían tal respeto aún a sus más íntimos amigos, que nadie se atrevió a dirigirle la menor pregunta.
Nadie conocía su fatal propósito, y no obstante, todos temieron que Amaury fuese quizás a dirigir al mundo su último saludo como los antiguos gladiadores romanos saludaban al César con las famosas palabras: «¡Ave, César! ¡morituri te salutant!»
Presenció el tercer acto de Otelo, aquel terrible acto cuya música parecía ser digna continuación del Dies iræ de la mañana, en la que Rossini parecía completar a Thalberg; y al llegar a la escena en que el moro se suicida después de asesinar a Desdémona, tan en serio tomó la tragedia que estuvo a punto de gritar como Aria a Petus:
—¿Verdad, Otelo, que no hace daño?
Después de la función, Amaury subió a otro coche de punto, y se hizo llevar a casa del señor de Avrigny.
Los criados le aguardaban. Se dirigió al despacho de su antiguo tutor, llamó a la puerta y oyó una voz que le respondió desde adentro:
—¿Eres tú, Amaury?
El joven, después de responder afirmativamente, entró.
El señor de Avrigny, que estaba sentado ante su mesa de trabajo, se levantó para salir a su encuentro.
—No he querido acostarme sin venir a dar a usted un abrazo—le dijo Amaury en tono tranquilo.—¡Adiós, padre mío!
Su tutor le miró con fijeza y abrazándole respondió:
—¡Adiós, Amaury!
Al estrecharle contra su pecho le había puesto la mano sobre el corazón, notando que sus latidos acusaban perfecta tranquilidad. El joven, sin advertir nada, se dispuso a retirarse, y ya iba a traspasar el umbral del aposento, cuando el doctor le llamó de nuevo, diciéndole con voz ahogada por la emoción:
—Oye, Amaury, una palabra.
—¿Tiene usted algo que mandarme?
—Aguárdame en tu habitación. Allí acudo dentro de cinco minutos, pues tengo que hablarte, Amaury.
—Está bien. Le esperaré, padre mío.
Y después de hacer una ligera inclinación de cabeza, salió, dirigiéndose a su cuarto. Lo primero que hizo, así que entró, fue abrir el cajón de la mesa donde había dejado las pistolas, y al ver que estaban intactas, se sonrió, alzando los gatillos. Pero en el mismo instante oyó pasos, y comprendiendo que se acercaba el doctor, escondió otra vez sus armas.
El padre de Magdalena abrió la puerta, la cerró de nuevo y, acercándose en silencio al joven, púsole la mano en el hombro.
Amaury aguardaba que el doctor le dijese algo; pero, viendo que callaba, rompió al fin aquel silencio solemne para preguntar:
—¿Dice usted que tiene que hablar conmigo?
—Sí.
—Hable, pues: ya le escucho.
—¿Te imaginas, hijo mío, que no he comprendido que tratabas de