Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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pero se trata de una criatura que entra ahora en la vida, de una existencia joven y fresca a quien queremos salvar de las garras de la muerte y… y ya lo estás viendo: tan imposible es eso en este caso como lo es en el primero!

      »Y el desolado padre, cuya agitación iba en aumento, se retorcía las manos con dolor, mientras yo le contemplaba mudo y aterrado.

      »Y, sin embargo—continuó como hablando consigo mismo,—¡si todos cuantos cultivaron la Medicina hubieran cumplido con su deber trabajando con el mismo ahinco que yo, algo más adelantada estaría hoy esta ciencia! ¡Ah, miserables! ¿Para qué me sirve el estado en que hoy se encuentra? Solamente para hacerme saber que le restan a mi hija ocho o diez días de vida.

      »Al oírle proferir estas palabras no fui dueño de mí mismo, y se me escapó un grito de dolor, al cual respondió él con rabiosa excitación:

      »—¡Oh! ¡Pero no, no! Yo he de salvarla: yo encontraré un filtro, un elixir, el secreto de prolongarle la vida, así haya de componerlo con la sangre de mis venas. ¡Yo le encontraré, sí, y mi hija vivirá!

      »Le sostuve con mis brazos porque temí que se desplomase.

      »—Oye, Amaury—me dijo.—dos ideas atenacean mi cerebro y amenazan volverme loco. La primera es la de que si en un instante con el pensamiento pudiese trasladar a mi hija a un clima más benigno, a Niza, a Madera o a Palma, tal vez se salvaría. ¡Oh! ¿Por qué Dios no me ha dado un poder igual a mi amor, el poder de disponer del tiempo, de suprimir el espacio, de trastornar el mundo?… ¡Oh, rabia!… La otra idea es que en cuanto se muera mi hija se descubrirá tal vez, o acaso descubriré yo mismo el remedio que con tanto afán buscamos. Si así ocurriera y fuese yo quien lo hallara, juro por mi nombre no revelarlo a nadie en este mundo. ¿Qué me importan a mí las hijas de los demás? ¿Vienen acaso sus padres a salvar ahora a la mía?

      »Cuando el doctor se expresaba de este modo, entró la señora Braun a decirnos que había despertado Magdalena. Entonces, Antoñita, he tenido ocasión de ver el maravilloso dominio que tiene ese hombre sobre su voluntad. Gracias a un vigoroso esfuerzo de esta facultad supo revestir su trastornada fisonomía con la expresión seria y grave que le es habitual.

      »Pero esa aparente calma va siendo más sombría cada vez.

      »Me preguntó si le acompañaba; pero yo no poseo su energía ni su estoicismo admirable; y necesitando mucho más tiempo que él para cubrir con la máscara mi rostro, pasé más de media hora en esta triste labor.

      »Esa media hora es la que le dedico a usted escribiéndole, Antoñita.»

       Amaury a Antonia

      «¡Qué ángel va a abandonar este mundo!

      »Al contemplar yo esta mañana a Magdalena adornada de esa suprema belleza que los últimos fulgores de la vida prestan a los moribundos, pensaba:

      »—¡Oh! esa belleza, esas miradas y esa sonrisa iluminadas por un amor profundo, todo eso, ¿no es el alma?… ¿Y acaso puede morir el alma?

      »Y no obstante, Magdalena morirá.

      »¡Y dejará esta vida y se eclipsará sin haberme pertenecido! ¡Y el día del Juicio, el arcángel que ha de llamar a Magdalena para convertirla en un serafín como él no le dará mi nombre!…

      »¡Desventurada Magdalena! Ya va viendo acercarse a su ocaso el sol de su existencia y empiezan a asaltarla tristes presentimientos. Hoy, antes de entrar en su cuarto, me detuve un momento en el umbral, según suelo hacerlo, para reunir mis energías, y oí que le decía a su padre con voz infantil, llena de ternura:

      »—¡Estoy muy mala!… ¿Pero usted, papá, me salvará? Porque si yo muriera—añadió en voz baja,—moriría él también.

      »—Sí, Magdalena mía, sí: si tú mueres, también yo moriré.

      »Entonces entré y me senté a su cabecera. Iba a contestarle su padre, pero ella con un ademán le suplicó que callase; cree la infeliz que a mí se me oculta su estado y no quiere darme a conocer sus presentimientos y sus temores. Al poco rato me ha rogado que saliese del saloncito y que volviese a tocar aquel vals de Weber a que tanta afición muestra.

      »Yo no me decidía a hacerlo; pero el doctor me indicó con una seña que accediese a su súplica y entonces obedecí.

      »Pero, ¡ay! esta vez no se levantó mi pobre Magdalena para venir hacia mí sostenida por el mágico poder de esa sugestiva melodía. Casi no logró incorporarse en el lecho, y al extinguirse la última nota lanzó un suspiro y con los ojos cerrados se desplomó sobre la almohada.

      »Asaltáronle luego pensamientos más graves y rogó a su padre que llamase al cura párroco de Ville d'Avray que le administró la primera comunión, y al cual, según dijo, vería con mucho gusto. Entonces el doctor se trasladó a su despacho para escribir al cura y yo quedó acompañando a mi amada.

      »¡Oh! ¡Qué tristeza causa todo esto, Dios mío! Hay momentos en que se desea la muerte más que la vida.

      »Pero, ¿cómo se explica, querida Antoñita, que no hable de usted jamás, y que tampoco su padre le recuerde que existe usted en el mundo?

      »A no ser por la prohibición que usted me hizo de pronunciar su nombre en presencia de ella, ya sabría a estas horas cuál es el motivo de un silencio tan extraño.»

       El doctor avrigny al cura párroco de ville d'Avray

      «Señor cura:

      »Mi hija va a morir, y antes de comparecer en la presencia de Dios, desearía ver al sacerdote que inculcó en su alma inocente la sagrada doctrina de Cristo. Le suplico, padre mío, que venga lo antes posible. Le conozco a usted lo bastante para saber que no tengo que añadir ni una palabra más, porque cuando el afligido acude a usted en demanda de auxilio jamás necesita hacerlo más que una sola vez.

      »Aún espero de su bondad, otro favor. No le sorprenda mi petición, padre mío: olvídese de que se la hace un hombre a quien inmerecidamente tiene todo el mundo por una lumbrera médica de los tiempos actuales.

      »El favor que quiero pedir a usted, consiste en esto:

      »Creo recordar que en Ville d'Avray hay un pobre pastor, llamado Andrés, que posee recetas maravillosas y que, a creer lo que dicen los aldeanos, ha devuelto la salud a muchos enfermos que la Facultad había desahuciado. Tengo una idea vaga de todo esto, y estoy seguro de que yo no lo he soñado. Oí referir esas curas maravillosas en una época en que yo era feliz y por lo tanto incrédulo.

      »Tráigame, pues, a ese hombre, se lo suplico.

      »Leopoldo de Avrigny.»

      Capítulo 30

      Índice

      El padre de Magdalena encargó de llevar esta carta a un criado montado en buen caballo, y aquella misma tarde cerca del anochecer llegaron el cura y el pastor, quienes al recibir el mensaje se apresuraron acudir al llamamiento.

      Era el tal Andrés un aldeano tosco, sin instrucción y reconocíase en su aspecto esta circunstancia de modo tal que si el doctor había llegado a abrigar alguna esperanza en los recursos de aquel hombre, a las primeras palabras hubo de convencerse de que tal ilusión no era más que una quimera. Sin embargo, le acompañó al cuarto de su hija, so pretexto de que venía a avisarle que el cura no tardaría en llegar. Magdalena que en su niñez había visto con frecuencia a aquel pastor en la quinta, se alegró mucho al verle.

      Cuando salió de la estancia después de ver a la enferma le pidió el doctor su opinión sobre el estado de Magdalena. Respondiole el patán con la osadía y la necedad de su ignorancia que a su juicio estaba en verdad muy grave; pero con el auxilio de las hierbas que traía ex profeso había triunfado no pocas veces en casos más extremos aún que aquél. Y al hablar así puso de manifiesto los hierbajos en cuestión


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