Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
en aquel momento se apagó la luz del doctor y apareció en la escalinata una sombra que después de estar inmóvil un momento se deslizó hasta el jardín. Amaury, comprendiendo que aquella sombra era Magdalena, se precipitó hacia ella y la detuvo.
La joven ahogó un grito que estuvo a punto de arrancarle la presencia de su novio y sintiendo instintivamente que obraba mal se apoyó temblando en el brazo de Amaury. Este sentía latir aquel pobre corazón que buscaba en él su apoyo.
Detuviéronse ambos un instante sin proferir palabra y casi sin aliento, embargados por una intensa emoción.
Luego Amaury la condujo al frondoso sitio lleno de flores en donde ella acostumbraba sentarse cuando bajaba al jardín durante el día; la hizo sentarse en el banco y él tomó asiento a su lado.
Magdalena estaba en lo firme al no temer el relente de la noche. Era una magnífica noche de estío, templada y serena, una de esas noches en las que innúmeras estrellas semejan en su constante centelleo extensa polvareda de diamantes. La brisa suave y acariciadora como un soplo de amor, arrancaba a la arboleda misteriosos murmullos.
La rumorosa capital parecía descansar a la sazón; su ensordecedor ruido había cedido el paso a ese murmullo apagado y armonioso que por lo incesante parece la respiración de la ciudad dormida.
Allá, al extremo del jardín, cantaba un ruiseñor cuyos acentos suaves y melodiosos al principio convertíanse de pronto en brillante cascada de notas claras y agudas. Era aquélla una de esas noches armoniosas que parecen hechas ex profeso para los ruiseñores, los poetas y los amantes, y que en una naturaleza tan nerviosa como la de Magdalena no podía menos de causar una impresión muy profunda.
La hija del doctor parecía respirar aquella brisa, contemplar aquel cielo fulgurante, oír aquellos acentos y aspirar las embalsamadas emanaciones de aquella vívida naturaleza por la primera vez en su vida y al mirar al firmamento, sumergida en éxtasis delicioso, corrían por sus mejillas dos lágrimas semejantes a dos gotas de rocío caídas del cáliz de alguna flor de las que el aire mecía sobre su cabeza acariciándola blandamente.
También Amaury sentía en alto grado el influjo de aquella noche cuyas ardientes emanaciones aspiraba también él; pero lo que derramaba sobre Magdalena una suave languidez hacía circular torrentes de fuego por las venas de su novio.
Los dos permanecieron un rato silenciosos, hasta que por fin rompió ella a hablar diciendo:
—¡Qué noche más hermosa! ¿Te parece a ti que en Niza, cuyo clima tanto pondera todo el mundo, puede haberlas como ésta? Podría creerse que antes de separarnos Dios ha querido ofrecernos esta compensación para que en nuestro pecho guardemos un recuerdo tan sublime.
—Si, tienes razón, Magdalena, pues a mi se me figura que hoy empiezo a vivir y que ahora es cuando empiezo a quererte. Esta noche con sus armonías despierta en mi corazón ciertas fibras que hasta hoy estaban aletargadas. Si alguna vez he dicho que te amaba hazte cuenta que mentía o al menos no lo dije como debía decírtelo, como te lo diré ahora. Escucha, Magdalena: ¡te amo! ¡te amo!
Y efectivamente, Amaury pronunció estas palabras con tal acento de pasión, que Magdalena sintió estremecerse todo su cuerpo.
—¡También yo—dijo, apoyando la frente en el hombro de su novio,—también yo te amo!
Amaury cerró un momento los ojos, sintiéndose desfallecer, ebrio de dicha.
—¡Dios mío!—dijo.—Cada vez que pienso en que mañana me he de separar de ti, Magdalena adorada, cada vez que pienso en que al volver a verte habrá un tercero ahí cuya presencia me prive de caer a tus pies, de estrecharte contra mi pecho, te juro que estoy tentado a abandonarlo todo por ti.
Y al decir esto Leoville ceñía con su brazo el talle de Magdalena, que se dobló acercándose más a su novio.
—No, no, de ningún modo—dijo en voz baja.—Tiene razón mi padre: debes marchar. Tienes que dejarme recobrar las fuerzas para poder soportar nuestro amor que, como sabes muy bien, ha estado a punto de hundirme en el sepulcro. He podido morirme, y si esto hubiera ocurrido, en lugar de estar ahora junto a ti, alegre y dichosa, estaría a estas horas tendida en el fondo de una tumba… Pero, ¿qué tienes, amor mío?
—No me hables así, Magdalena, no me digas nada de eso: harías que perdiera la razón.
—No; soy feliz y afortunadamente salvada y vuelta al mundo, estoy aquí a tu lado en esta noche plácida en que todo parece hablarnos con el lenguaje del amor. ¿No te imaginas oír a los ángeles murmurando palabras parecidas a las nuestras?
Y enmudeció, como queriendo escuchar las fantásticas voces del espacio.
Se alzó entonces una leve brisa y los ondulantes cabellos de Magdalena acariciaron el rostro de Amaury, quien sintiéndose muy débil para resistir una sensación tan fuerte, echó hacia atrás la cabeza y exhaló un hondo suspiro.
—¡Magdalena!—murmuró.—¡Por favor! ¡Ten compasión de mí!
—¡Que tenga compasión de ti! Pues ¿acaso no eres feliz? Yo me creo sumergida en un éxtasis divino. ¿No será esta misma la felicidad que nos aguarda en el Cielo? ¿Podrá existir en el mundo otra mayor?
—¡Sí, sí que existe!—exclamó Amaury, volviendo a abrir los ojos y viendo que la hermosa cabeza de la joven se inclinaba hacia él.—Sí, Magdalena mía: existe otra mayor todavía.
Y ciñole el cuello con sus brazos. Juntáronse sus cabezas, y sus cabellos y sus alientos se confundieron.
—¿Y cuál es, Amaury?—preguntó Magdalena.
—La de expresarse dos su amor juntos y en un mismo beso… ¡Te amo, Magdalena!
—¡Te amo… Am!…
Sus labios buscaron los de Amaury, que llegaron a rozar los de su amada; pero la última palabra, que más bien era un grito de amor indecible, acabó en un lamento de acerbo dolor.
Amaury retrocedió asustado, con el rostro bañado en sudor frío. Magdalena, cayendo hacia atrás, había vuelto a quedar sentada oprimiéndose el pecho con una mano y llevándose el pañuelo a los labios con la otra.
Por la mente de Amaury cruzó una idea espantosa y cayendo a los pies de Magdalena rodeóle la cintura con su brazo, le arrancó el pañuelo de la boca y examinándolo pudo observar en medio de la semioscuridad que tenía algunas manchas de sangre.
Tomó entonces en brazos a Magdalena y corriendo como un loco la llevó a su aposento, la depositó jadeante y afónica sobre el lecho y tiró con todas sus fuerzas del cordón de la campanilla en demanda de socorro.
Pero en seguida, temiendo la mirada del desdichado padre de Magdalena y comprendiendo que no tendría fuerzas para soportarla huyó de la habitación, y como si acabara de cometer un crimen fue a refugiarse, en la suya.
Capítulo 26
Allí estuvo más de una hora mudo, sin aliento, escuchando por la entornada puerta los ruidos de la casa, sin atreverse a bajar para adquirir noticias y sufriendo las torturas de la desesperación y de la incertidumbre.
Oyó al fin ruido de pasos que subían la escalera y se acercaban luego a su cuarto, a cuya puerta llamó José.
—¿Cómo está Magdalena?—preguntó Amaury con anheloso acento.
—«Esta vez le costará la vida y la habrás muerto tú.»
Tal fue la contestación que el fiel criado puso en su mano y que parecía dictada por su propia conciencia.
Fácil es de comprender cuán terrible debió ser para Amaury aquella noche. Como su cuarto estaba situado sobre el de Magdalena se la pasó toda entera con el oído pegado al suelo, levantándose tan sólo para abrir